Noche en el Terril, techo de Sevilla

 


Pico Terril (Sevilla), 8 de abril de 2023

Un calor del carajo cae como si del mes de julio se tratara sobre este trozo de Sevilla, un pequeño altillo que ya desde kilómetros atrás se insinuaba con su torreón granito a la izquierda y la panza de burro a la derecha, lo que sería más tarde el Terril, el techo de Sevilla, como mi lugar de destino de esta tarde, un techo más, que para eso estamos aquí yo y mi chozacar. Estuve esta mañana en el monasterio de Tentudía, y había pensado ponerme a dibujar el claustro, que tenía una columnata de ladrillos muy chula de estilo mozárabe de principios del siglo XVI, pero no cuajó la cosa, así que después de comer con las puertas de la furgo abiertas de par en par y despanzurrado en los asientos de atrás me decidí por el libro de Munuera, Polvo de glaciar; en serio, todo una joya, tanto que me lo estoy bebiendo a sorbitos para que me dure. Este hombre domina al dedillo todos los ambientes en donde mete a sus personajes, escalada, bicicleta, vela… leyéndole se tiene la impresión de que ha practicado minuciosamente todos los deportes del mundo. Recuerdo que leyendo la correspondencia de Italo Calvino una vez éste remitió la crítica de un manuscrito que pedía ser publicado a su autor con un imperativo: navegue usted una temporada por el Mediterráneo y tras ello eche un vistazo a su manuscrito, que es excelente pero que a la legua se ve que usted no subido a un barco en su vida. Vamos, que se puede escribir una excelente novela y ésta vaya destinada a la papeleta si usted no conoce al dedillo el espacio en que se mueven los personajes. Yo cuando leo a Conrad me veo obligado a pasar por alto cada uno de los rincones del barco o sus distintas velas porque soy un perezoso, y Conrad es muy bueno, pero sí, si no logras meterte en la piel de un personaje y manejar el vocabulario de los materiales y lugares, si no dominas la manera de moverse en por las rocas en un barco, en un extraplomo, en el flequillo de una ola estás perdido.



Hace calor, pero no el suficiente para que me adormile. No, probablemente el que no me adormile a esta hora debe de ser una razón poderosa. La razón, la tiene el libro, que de repente ha despertado a mi memoria que ni corta ni perezosa se ha desplazado a la mítica ciudad de Tombuctú. La ley de la gravedad, se llama el capítulo que leía y parte de él se desarrollaba en Senegal. La ley de la gravedad, hacia donde inesperadamente gravitan nuestros deseos , ni por qué sí ni por qué no, gravitan, como la manzana de Newton porque su ser es gravitar, de parecida manera a como un verano inesperadamente nuestros pensamientos, los míos y de Victoria, gravitaron hacia Tombuctú. Una ciudad de la que remotamente habíamos oído hablar y que sin más se nos impuso como destino. Atravesar la península, subirse en trenes abarrotados en Marruecos que se dirigían hacia el sur, un viaje por el desierto en la caja de un Toyota en medio de jaulas de gallinas y pertrechos caseros, la colorista y bella vidas de St. Louis y más tarde, en Mali, un largo recorrido en barco donde la posible disentería amodorraba mi cuerpo en medio de lo que era una fiesta africana, un baile desenfrenado, y llegar al fin a Tombuctú. Callejas inundadas de arena y, poco antes de llegar a nuestra hospedería, una escuela en el ángulo de una plaza. Los alumnos en el suelo con su tablilla de pizarra y el maestro, negro como el betún, que detiene su clase cuando yo levanto la mano para saludarle. Y el maestro hace un receso, dos maestros, yo y el, pegamos la hebra. Y mientras Victoria hace una fotografía, los alumnos sobre la arena, los dos maestros uno blanco y otro negro, uno vestido con una elegante túnica, el otro, de viajero con un robusto macuto a la espalda. La ley de la gravitación, que escribiría Munuera, había ido a dar con mis huesos a un perdido rincón de África. Nuestro viaje había concluido. El miedo a que aquella fiebre que se me había agarrado al cuerpo como una tenaza nos retuvo el tiempo imprescindible que tardamos en encontrar un todo terreno que nos devolviera urgentemente a Bamako y de allí a casa, que es donde mejor se está cuando uno se encuentra enfermo.



Y todavía después de este inciso me queda tiempo para echar un vistazo al capítulo siguiente que apenas ocupa una página. Ahora este hombre me lleva a 1914, al Tirol, y el siguiente a una prueba de MTB con miles de kilómetros de desnivel que pese al forúnculo en el culo el protagonista termina con éxito. Dejo los dos capítulos últimos para mañana.

En estas ando cuando me llega por guasap una larga cita de Sylvain Tesson que me envía José Manuel. Y como todavía son las cinco y el sol sigue largando oleadas de calor a través de la puerta de la furgo, mejor doy cuenta de la cita. Una cita por demás muy propia para quien gasta una parte considerable de la vida caminando. Escribe Tesson que consideraría una derrota moral ganar kilos de más. El ascetismo físico es el espejo del ascetismo espiritual y si quieres aliviar tu pensamiento, tienes que desengrasar el cuerpo. Cita a Yukio Mishima y a Cocteau pero no sé muy bien por qué, imagino que eso de citar da más lustre a lo que uno escribe. “Caminar agudiza el cuerpo y la mente, afirma. En resumen: mantenerse delgado, beber vino, leer libros, andar kilómetros, nadar en el mar, escalar rocas y amar a la esposa, ésta es la doctrina de cualquier andarín convertido al ascetismo de caminar”.

Ahí dejé a Tesson para echarme el macuto a la espalda y tirar millas cuesta arriba hacia la cima del Terril, donde esta noche correspondía dormir. Sobre la escarpada ladera de roca volaban solemnes cuatro o cinco buitres, el calor ya había remitido y se subía bien por el estrecho sendero de una ladera de apretada vegetación, bojes, carrasco, encinas enanas, muchos llantenes, algunas flores en la umbría y una senda que según se ganaba altura iba dejando por levante un paisaje de montañas envueltas en la leve bruma del atardecer, planos de leve luz, algún pequeño pueblo encalado al pie de las montañas.



Quizás correspondía haber hablado algo del monasterio de Tentudía, que pronto, cuando terminé de trepar a primera hora por las laderas del cerro se mostró espléndido allí sobre el paisaje circundante. Monasterio mudéjar de principios del siglo XVI, levantado allí como acción de gracias a Santa María por la victoria de la batalla de Tudía. El monasterio fue alzado sobre una pequeña ermita del siglo XIV, me explicaba amablemente el jardinero. Pero en la capilla lo que más atrajo mi atención era de factura reciente, un bello y estilizado cristo que enseguida me recordó una vieja relación que tengo yo con los tantos cristos que me he encontrado en lugares apartados de los Alpes. Siempre aparecen en rincones tan solitarios y agrestes que por fuerza en algún momento he terminado sentándome a su lado para charlar con ellos.

Esta noche tenemos a Marte, Venus y Mercurio (que me lo oculta la bruma) en conjunción bajo los brazos abiertos de Orión. Todo a mi alrededor es un mar sembrado por las lucecitas de los pesqueros que faenan en los campos de Sevilla. Buenas noches.










2 comentarios:

Javier dijo...

Impresionantes fotos de bellísimos paisajes

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, Javier