My tent is my castle




 7°38.9700'N 15°34.0740'E, 3 de julio de 2023

 

Refugio Schneneealpenhaus – 47°38.9700’N 15°34.0740’E

 

 Acostumbrado a caminar sin pausa, ahora que las rodillas empiezan a dolerme más de la cuenta, ya tengo disculpas para darles descanso. Es así como mi atención se amplía y puedo oír con más gusto la cháchara de los pájaros y contemplar de cerca las flores. El bosque está silencioso. Sentado en el abetal bajo el chirimiri contemplo este pequeño mundo que me rodea, escucho el canto del pinzón próximo que parlotea con otro más lejano. Me vuelvo a poner en camino.

Ha debido de llover parte de la noche y el bosque y el sendero chorrean agua por todos los lados. Hoy me duelen especialmente las piernas y lo abrupto de la senda me obliga a caminar muy despacio atento siempre a cualquier resbalón. No sé si mis piernas han perdido definitivamente elasticidad o es cosa momentánea, pero es que a veces me veo caminar como un viejito sostenido por una garrota. De todos modos mil metros de desnivel de descenso por una rigurosa pendiente de piedras y prados bañados entre el bosque de abetos y cargado no es para menos.



Antes del mediodía estaba en el pueblo. Tras salir del supermercado debería haber comido, pero entre que para el restaurante tenía que caminar kilómetro y medio y que no me hacía gracia permanecer en el pueblo con el anuncio de lluvia que tenía, me decidí sin más por continuar ladera arriba, la del otro lado del valle. De nuevo el macuto experimentó un aumento de peso.

La lluvia cae ahora mansa y agradable sobre la montaña, suave, como si pidiera disculpas por esta irrupción en mi caminar. Por mí no hay problema, la veía venir desde que salí de Neuberg, el pueblo al que me tuve que desviar para abastecerme, y subía atento memorizando los lugares que me podían servir para montar la tienda. Quizás tuviera que darme la vuelta en algún momento. No hizo falta buscar mucho, me había parado a fotografiar un bello jardín de lupinos y allí mismo detrás de las flores el prado estaba esperándome, justo cuando  empezaba a algo más que chirimear.

Una de las cosas que me gustan de esta tienda es lo clarita que es. No es un tiempo oscuro de esos que parece que se hace de noche. Esta mañana había amanecido cubierto, pero por encima de las montañas. Estaba desayunando en el refugio cuando se me acercó Sara. ¿Qué vas a hacer?, se interesó. No lo sé todavía. Entonces ella me dio el último  parte del tiempo que algo había variado desde la noche anterior. Se mantendría sin lluvia y a primera hora de la tarde lloverá algo. Mañana lo mismo, pero para pasado mañana lo que se anunciaban eran lluvias intensas. No me hacía mucha gracia permanecer en el refugio hasta el sábado, que era cuando se anunciaba una mejoría, así que tras el desayuno me despedí de Sara y de la gente del refugio y dejando la ruta que llevaba tomé el sendero que me acercaría al pueblo más cercano. Desde allí ya tomaría de nuevo esa ruta de este a oeste de Austria que parte de las cercanías de Viena y termina en el lago Constanza. Desde el refugio tenía dos jornadas hasta el siguiente abierto.


 

Mientras hago ganas para incorporarme y dar cuenta de ese salmón ahumado que me espera, contemplo el techo de la tienda. My tent is my castle. En mi castillo, en una micro SD, hay una biblioteca que no cabría en las salas de una biblioteca pública corriente, en mi castillo los milagros de Internet hacen que tenga una infinita discografía a mano. Tumbado como estoy, si me giro a la izquierda en mi castillo tengo la despensa; si a la derecha, teniendo en cuenta que la ropa que visto me importa en general un pimiento, que podría llevar lo mismo durante años, está el ropero, toda la indumentaria que podría necesitar para un par de años; un poco más debajo de la bolsa que hace de ropero se encuentra la farmacia, las típicas pastillas de los septuagenarios y octogenarios, tansulosina para la relajación de la uretra, paraprés para la tensión, antibióticos para una posible infección de orina, algo por si a las piedras del riñón les da por migrar y producir un cólico nefrítico, pastillas potabilizadoras… en fin cosas por si te caes y te haces pupa o parches por si aparecen las ampollas. Una farmacia entera en un apretado y pequeño bolso.

Hay quien presume de casa grande, yo presumo de casa pequeña. Es la casa que habito algo más de la tercera parte del año si cuento mis salidas esporádicas de otoño e invierno. Me gusta mi casa. Todas, todas las que he habitado, muchas, a lo largo de este vagabundear por montañas y caminos. También aquella que diseñaba y cosía mi madre para pasar el entero verano junto al río Alberche, una casa pequeña de lona, los catres, los colchones, la vajilla, un enorme carro que mi padre y nosotros, tres hermanos, empujábamos cada 1 de julio hasta la estación del tren junto al Manzanares. Aquel vivir como los apaches junto al río todos los veranos de la infancia debió de incorporar en mi ADN alguna suerte de disposición para el resto de mi vida.

Me gusta mi tienda, amo esta vida de vagabundo, este caminar sin prisas, este atravesar montañas y valles; parar donde te place, compartir un rato de conversación con quien te encuentras, esta mañana una larga charla con un matrimonio austriaco y con un trotamundos de coleta y pelo cano. Y qué coño, amo también la niebla, y la lluvia y el bosque chorreando una humedad milenaria, y los arroyos, y las flores, y este jardín de lupinos que rodea hoy mi castillo de tela.



Creo que con esto ya vale. Ahora si que  voy a dar cuenta de lo que haya en mi despensa, lo primero el salmón. Hoy creo que incluso tengo por ahí algún capricho gastronómico. La lluvia ha parado, así que me parece que voy a tener una tarde de lo más tranquila. Volveré al vuelo de Saint Exupéry, me marcharé después a Islandia con Thor Vilhjálmsson y si todavía me quedan ganas seguiré leyendo sobre la importancia que tuvo para la armada inglesa, y para el dominio del mundo, el éxito de algunos sondeos petrolíferos en Persia, una Historia de la que llevó arrastrando su lectura algo más de un año, El corazón del mundo, de Peter Frankopan.

Cuando las horas de caminar son las que deben ser, como hoy y gracias a la lluvia, ser vagabundo es una de las mejores cosas del mundo.







  


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque no te escriba cosas te leo. Feliz y ligero camino. Los demás nos dejamos aprisionar por las cosas. Bss

Alberto de la Madrid dijo...

Se te olvidó filmar..