Noche en monte Caro, techo de Tarragona

 


Cima del monte Caro, 8 de julio de 2024 


Me pilla de sorpresa - monte Caro, techo de Tarragona- esta niebla que se mastica. Hoy he hecho trampas. Acercándome al macizo dels Ports todo él lucía la boina de unas espesas nubes. Mala hora para caminar abriéndose paso en la niebla. Eran cerca de las ocho cuando llegué al puerto y poco más abajo en la bifurcación que señala el refugio Caro decidí coger a la izquierda la pista que lleva hacia la cumbre. Era otro mi itinerario, pero se me hizo tan tarde que me dije, bueno, más arriba dejo la furgo y subo por la pista. En unos minutos una espesa niebla lo cubrió todo… ¿Qué hago? Pues lo más cómodo, es que es muy tarde, es que se me va a hacer de noche haciendo el macuto, es que… Aparqué a pocos metros de la cumbre. No se veía nada, pero arriba lo que hay es un complejo de antenas similar al que me encontré en la cima de Aitana, el techo de Alicante, nada interesante. Eso sí, me propuse poner el despertador para antes del amanecer. Los ritos del alba, si no está a esa hora todo envuelto de nuevo en la niebla, esa hora de los milagros, bien merecen un madrugón. Acaso después subiría un monte más al norte a esa hora temprana. Y con esto ya tuve mi conciencia descargada del peso de mi indolencia. Al fin y al cabo es el primer día de mi gira por el norte y mi cuerpo parece tan despistado que cuando ha visto la niebla y el frío que hacía fuera, ha dado un respingo para atrás como de susto. Últimamente no estoy muy satisfecho de él, que de hecho me dejó tirado en los Alpes hace una semana y, ahora que lo observo, tengo la impresión de que hasta esta niebla le tira para atrás, cuando él sabe que es capaz de caminar una semana entera subiendo y bajando montañas sin apenas ver donde pone el pie. De todos modos se lo disculpo. Le tendré que ir acostumbrando poco a poco a las alturas y a todo lo que se tercie, lluvias, nieblas o lo que sea. 


Estaba anocheciendo, no se veía absolutamente nada a nuestro alrededor y en ese momento llega una furgoneta de alemanes. Hace frío, sopla un fuerte viento y sale toda la familia, padre, madre y dos dos chicas adolescentes todos ellos con el teléfono en la mano. No les da tiempo a ver nada. Encienden el omnipresente móvil y se dedican a hacer fotos a diestro y siniestro a su alrededor… ¡pero es que no se ve absolutamente nada! Luego a continuación la consabida colección de selfis y a continuación para rematar la faena, graban un video trescientos sesenta grados alrededor… y repito, no se ve absolutamente nada. Hemos llegado hasta tal punto en el ranking de la estupidez que ya no somos capaces de dar un paso si no vamos a cada minuto fotografiando o grabando lo que hacemos, lo que vemos, cada cosa que nos llama la atención. Curiosa enfermedad  que los sapiens hemos engendrado que nos entontece hasta al más espabilado. Leí el otro día una entrevista a una psicóloga maldecir contra esta costumbre y aconsejaba vehementemente a los jóvenes que no tomaran fotos en sus fiestas si no querían aguar un tanto la diversión. 



Me incorporo en la furgoneta, porque en la furgoneta duermo que no es cosa de andarse con tiquismiquis, para beber agua y, date, la niebla ha desaparecido y todo bajo nuestros pies luce como un mar en donde multitud de barquitos faenan con las luces encendidas en medio de una oscuridad marina. 

Seis de la mañana. Suena el despertador. Todavía está oscuro pero aunque las luces del lago negro a mis pies no brillan, sí lo hacen las estrellas. Lo que indica que las nubes duermen plácidamente por debajo de mí. El amanecer promete. Sólo tengo que incorporarme, vestirme y coger la cámara y el trípode a la espera de que la aurora de rosados dedos despunte por levante. Ya desayunaré más tarde. 



Cinco minutos hasta el lugar más prominente, la cima del monte Caro. Los barrancos que descienden abruptos al oeste duermen todavía en la oscuridad. Esperar que esa oscuridad se vaya diluyendo y que poco a poco vaya vistiendo el mundo de claridad. La Barcina, la cumbre más prominente hacia levante emerge como una enorme península del mar de nubes. Más al norte las nubes irrumpen contra las montañas levantando halos de claridad cual si fueran grandes olas. Las antenas de la cumbre estorban a mi cámara, así que desciendo un poco hasta unos peñascos que hacen de proa de la montaña para esperar allí la aparición del sol. Mientras tanto saco el trípode, busco la mejor posición para una toma, ojo que a mis pies se abre un respetable patio, y con mucho cuidado dedico unos minutos a mi cámara que está pidiendo que recoja un poco de esa belleza matinal. La pose de casi siempre, mi propia silueta oscura sobre las primeras luces del alba. 

Unos minutos después el sol asoma entre las nubes. Comienza un nuevo día. 





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