Pic de Cabirolera (2604 m.) , 9 de julio de 2024
He tenido que dejar pasar un buen rato hasta que la tiritona y los nervios me han dejado en condiciones de hacer algo constructivo. Llego ligero de ropa a la cumbre pero el sol está a punto de desaparecer y mientras preparo el trípode, hago las fotos y levanto un pequeño muro que me proteja algo del viento en la misma cima, me quedo frío. Además me ha sorprendido un ramalazo de nervios, algo que me sucede en ocasiones cuando al esfuerzo se le suma cierta inquietud, la altura, el frio, el abismo que se abre a mis pies nada más pisar la cumbre.
Ahora, algo más tranquilo ya y confortablemente instalado intento escribir unas líneas. Me envuelve una espesa capa de niebla que ya ha dejado mi saco totalmente empapado en apenas media hora. Hace un rato, cuando ya tenía la cumbre cercana, me ha asaltado un breve sentimiento de plenitud. La sensación de soledad, el esfuerzo, la satisfacción de comprobar que mi cuerpo ha funcionado bien. Amo esta salvaje soledad que me proporciona esta larga ascensión donde los únicos seres vivos que he visto son los sarrios y las marmotas. Estoy en la sierra del Cadí. Son montañas solitarias que invitan a caminar ensimismado en uno mismo y en el paisaje. Volvía a tener esa sensación de fuerza que me acompaña algunas veces. Ninguna dificultad para caminar cuatro horas y medias seguidas sin parar con 1200 metros de desnivel y un larguísimo valle que ascender. Hoy no era el peso que me dejaba baldado en los Alpes, sólo lo necesario para desayunar y cenar y los útiles de vivac; ni siquiera la tienda, aunque no pude librarme de los dos litros y medio de agua. Así sí se puede caminar.
Mis recuerdos más lejanos de la sierra del Cadí pertenecen a final de los años sesenta. Aquel año había pasado todo el verano viajando con mi amiga Raquel Fernández en un 2CV que nos llevó hasta el norte de Escandinava y sus montañas y de regreso rematamos el viaje con un recorrido por el Cadí. Tuvimos un problema con el agua y atravesamos el macizo con una terrible sed de la que nos rescató un ganadero que encontramos camino de Tuixent. Guardo un recuerdo entrañable de nuestra estancia en ese pueblo, que por entonces estaba en fiestas. Hoy me sorprendió encontrarme en sus cercanías de repente. Cuando hago itinerarios como el de hoy, descargo el track, tomo las coordenadas del comienzo de la ruta, la pego en el Google Maps y me dejo llevar por donde la aplicación le de la gana. Conclusión, que me desentiendo de por donde voy. Si el Google Maps se equivoca, lo cual no es raro, lo mismo un día aparezco en las islas Filipinas. Así que hoy aterricé en Tuixent sorprendido y a la vez agradecido porque con ello resucité algunos recuerdos que me sirvieron en otro tiempo para escribir parte de una novela titulada El último invierno.
Hago una pausa. Saco la cabeza por el agujero del saco. Desapareció la niebla. Por encima de mi cabeza cruza la Vía Láctea y enfrente tengo la Osa Mayor. El firmamento aparece nítido y brillante sin ninguna contaminación lumínica que lo perturbe. Es medianoche y estoy muy cansado, así que mañana sigo.
Despierto poco antes del amanecer. El cielo por levante tiene ese aspecto ferruginoso que preludia un comienzo del día sin demasiado interés, lo que me invita a seguir durmiendo hasta que el sol me da de plano en el saco. Hace realmente frío. El descenso se me hará largo larguísimo y hacia la mitad, la pierna motivo de mis regreso a casa la pasada semana, empezará a dar señales evidentes de que dista de estar en óptimas condiciones. Ya veremos.
Repaso estas líneas a la sombra de una alameda después de echar un vistazo al FB y allá me encuentro con un comentario de Julio Gosan que como siempre nos recrea con los hechos y sensaciones que se derivan de su afición a hacer de los vivacs y las noches en la montaña instantes de plenitud, esas noches, como dice él, en que todo es goce y tranquilidad. Le comentaba hace un momento que resulta curioso que seamos tan pocos para los que la noche en la montaña sea algo tan entrañable. Esta mañana bajando del Cabirolera me encontré con un numeroso grupo de catalanes con los que me entretuve un rato a charlar, previa petición mía de que por favor me tradujeran. Pues bien me miraban extrañados cuando les contaba que había pasado la noche en la cima en vez de hacerlo en un pequeño refugio que había en la ruta.
Había pensado subir esta tarde a dormir al Puig Pedrós, techo de Gerona, pero voy a darle un día de descanso a mi pierna que ha empezado a soliviantarse contra la autoridad de su dueño. Mosca me tiene…
No es que me apetezca mucho ese monte, un cerro al que faltan sólo unos metros para los tres mil. He pasado varias veces junto a él cruzando los Pirineos por el GR10 u 11 y atractivo desde luego no es. Por el camino venía pensando que esto de hacer colecciones, en este caso vivaquear en todos los techos de España, es en ocasiones un estorbo. Llegué a pensar que lo dejaba, pero es que me quedan tan pocos… ¿Os imagináis cuando erais niños que en determinado momento hubiéramos decidido no acabar el álbum de cromos de Los diez mandamientos o cualquiera de aquellas colecciones que todos los niños hacíamos? Mi litigio conmigo mismo en este instante es que me cuesta dejar de ser niño. Creo que el día en que deje de ser un niño me convertiré en un viejo.
4 comentarios:
Preciosas fotos 😘😘😘
Gracias, Anónimo.
HOLA Alberto. Por casualidad me encontré con tu blog. Hace muchos años sufrimos la sed en la Sierra del Cadí. Me alegro sentir que sigues caminando por el mundo.Mucha suerte. Raquel
Me alegra verte por aquí. Preciosos recuerdos de un verano inolvidable. Hay que seguir pedaleando, que si no te caes de la bicicleta :-). Suerte igualmente y que la vida te sea bonita.
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