Col Galmont, 44,91122474°N, 07,05405816°E, 6 de julio de 2025
Una ligera brisa barre el collado, cantan los pájaros, de tanto en tanto se abren las nubes y el sol acaricia el prado en el que he instalado mi tienda. Echo la vista atrás al recorrido de hoy. ¿De dónde coño habré salido esta mañana?, me digo. Hago el esfuerzo, sí, de muy lejos. Era mañanita de niebla y tarde de paseo. La montaña se había puesto su vestido de muselina clara… Llovizna, me desplazo a los aposentos de mi castillo. Se reía el personal del restaurante donde comía, cuando ante la lluvia que estaba cayendo me proponían una hostería cercana, a lo que les contestaba que prefería mi castillo de tela, la tienda de campaña. La niebla jugaba por aquí y por allá de las laderas dando una suavidad al paisaje digna de un lienzo de Rafael. La presencia de la niebla en mis correrías siempre me proporciona un nosequé de paz, como si ese cerrazón en torno mío meciera blandamente mi soledad. Recreo de los sentidos, del hecho de estar ahí en esos momentos. Era un ascenso largo de dos collados que me llevó cerca de cinco horas. En cierto momento dejé atrás la niebla y debajo quedó un vaporoso mar de arreboladas nubes que constantemente lamían las laderas como encrespadas olas rompiendo contra los acantilados. Al fondo, el señor de este reino, el Monviso, al que pensé no volver a ver, se alzaba sobre el vaporoso mar recio y señorial.
Hice una corta parada en el segundo collado para dar cuenta de los tomates y el plátano que la gentil mesonera me había metido de propina en una bolsa. La cifra mil aplicada a los descensos se ha convertido últimamente en la rutina diaria. Hoy menos pedruscos y un senderillo coqueto que atravesaba una pequeña selva cuajada de flores y de recoletos rincones de abigarrada vegetación, hicieron el descenso menos doloroso a mis piernas. En realidad se trataba de una intrincada selva de una vegetación tupida ausente de grandes árboles y por donde corrían alborotados arroyos. La niebla daba a esta pequeña selva un punto de suavidad y delicadeza.
Estoy perezoso con la lectura, pero me he propuesto leer todos los días un rato. En los últimos días, tras el esfuerzo fallido con algo de la historia de España del primer y segundo tercio del pasado siglo, se me venía imponiendo, siguiendo la línea de pensamiento de seguir abriéndome paso en la vida sencilla por encima de todos los condicionamientos que nos impone nuestro complejo presente, volver a nuestras raíces, y para ello elegí a Marvin Harris, un antropólogo al que habría que recurrir constantemente para no perder la pista de donde venimos. El libro de hoy, Nuestra especie. Hoy vemos esa imagen clásica en donde aparecen las siluetas de los distintos animales que precedieron al hombre y nos quedamos tan panchos. En el fondo, en un mundo saturado de imágenes, es una imagen más, no cala, no dice nada. El ejercicio de transportarnos conceptualmente a la inmensidad del tiempo que las especies necesitaron para evolucionar, y naturalmente entre ellas el hombre, necesita de datos, necesita de un importante ejercicio de inmersión en la dimensión del tiempo. Sin esta inmersión banalizaremos la representación que nos queramos hacer de las sucesivas transformaciones que sufrieron los que serían los antecesores del hombre, unos cuatro millones de años. Cuatro millones. Cerramos los ojos e intentamos comprender esto. Es un imposible, pero algo ayuda el libro de Marvin. Imposible para hacernos una idea de ciertas realidades tanto sobre el tiempo como sobre el espacio, pero que admitimos más que otra cosa sólo como convenciones. Decir que una galaxia, una estrella, está a miles de años luz, será una realidad, pero una realidad fuera del alcance de nuestra comprensión. Que transcurrieran miles y miles de años para que los primeros homínidos fueran más allá del perfeccionamiento de algunas de las prioridades de parte de las herramientas primitivas, nos pone en situación si lo comparamos con esos exiguos pocos miles de años en los que se ha construido nuestra civilización.
Mencioné ayer someramente a Giulia, una ragazza italiana con la que compartí la habitación la pasada noche. Yo no la recordaba pero el día anterior en el refugio Berbara ella sí se había fijado en mí. Debí de entrar con una cara tan tremenda de cansancio, que llamó su atención. Sí, te recordaría durante la cena, le dijiste a la camarera que ibas a comer, pero dentro de un rato, que ahora estabas muy cansado. Giulia aparece como levemente distante. Descubrió hace muy pocos años esto de la vida salvaje, de caminar indefinidamente por montañas y costas, y este año ha dejado su trabajo en el Reino Unido, ella es italiana, para atravesar los Alpes de parte a parte. ¿Cuánto tiempo?, le pregunto. Y se encoge de hombros, como diciendo, es lo mismo. Cuando termine el recorrido ya se preocupará por encontrar un trabajo. Giulia se ha preparado a fondo un itinerario sin usar las grandes etapas clásicas. Me enseña sobre el teléfono el recorrido donde aparecen puntualmente los refugios y lugares de abastecimiento. Se puede uno imaginar el curro que puede llevar eso, semanas enteras ante el ordenador recopilando información. Le digo que a mí me asustaría semejante trabajo. Y es hablando con ella que sale a colación el Sendero Italia, al que ya me he referido aquí en alguna ocasión. Yo había empleado una gran parte de la tarde anterior en buscar infructuosamente una ruta que me permitiera atravesar entre Domodossola y las Dolomitas sin repetir las consabidas rutas por el sur o norte del Bernina, ni tampoco por los Alpes Oróbicos que atravesé trabajosamente en 2003 porque ni refugios ni lugares de abastecimiento tiene. Y sucedió, cuando enseñándome su ruta Giulia, que tropecé con la traza del Sendero Italia que seguía un interesante itinerario alternativo. Busqué enseguida la página oficial… una mina. Tendré que esperar algunos días con tiempo suficiente para descargarla y hacerme una idea de cómo voy a pasar del Bernina a las Dolomitas.
Giulia, que se había levantado una hora más tarde que yo, a las siete, me alcanzó cuando yo llevaba ya un buen rato de charla con dos aldeanos que estaba dispuestos a hablar indefinidamente. Como vi que aquello era interminable, me despedí de la pareja y de Giulia poniendo la disculpa de la hora de la comida. Allí se quedo ella dándoles palique.
Desde hace días me levanto antes de las seis de la mañana, así que se acabó. Voy a cenar. Necesito diez horas de sueño y son las ocho.
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