45,45194036°N, 07,41133243°E, 16 de julio de 2025
Abandono el prado junto al río donde he dormido. Son las siete de la mañana. Ayer evité subir monte arriba para volver a bajar al valle de donde partía el itinerario. En lugar de ello tomé un camino junto al río, todo cuesta abajo, un barranco de donde se erguían a derecha e izquierda formidables y compactas masas de granito y por medio del cual discurria a grandes saltos el río, cuyo lecho el agua había erosionado formando un curioso y blanco conglomerado de grandes bloques romos. En uno de los recodos del camino sorpresivamente encontré el prado que me estaba esperando.
Unos pocos kilómetros de asfalto y en la pequeña aldea de Grusiner tomo por un camino lateral que atraviesa un frondoso castañar. El sendero, durante un buen rato, aparece hecho con el empeño de una calzada romana durante un buen rato. Su lecho es una espesa alfombra de hojas y amentos. Me llama la atención el trabajo que debieron acumular los paisanos de por aquí, suelo de grandes losas bien dispuestas, y a los lados dos muros formados por grandes bloques que es impensable que pudieran mover cada uno entre varios hombres. He encontrado con frecuencia este tipo de caminos, caminos viejos en lugares altos y siempre me ha parecido trabajo de titanes, tanto como para pensar que un camino de estos pudo llevarse la vida entera de muchos montañeses.
El camino desaparece y termina convirtiéndose en un sendero mínimo. Trepa por la pendiente al modo de Killian Jornet, todo derecho. Con frecuencia tengo que agarrarme a las ramas o a las rocas para abrirme paso o superar algunos tramos. De repente aparecen los muros de lo que pudieron ser casas de una pequeña aldea, ahora comida por la vegetación como lo pudieron estar antiguamente la ruinas de Palenque o de Angkor. Por momentos desaparece el sendero, sólo sigo el rastro a través de hierbas que muestran pasos anteriores. El esfuerzo que requiere sortear y trepar por la ladera densa como una selva es considerable. En tramos es necesario usar piernas y manos. La ladera está salpicada por grandes cortados de granito que las leves trazas de sendero sortean con dificultad. ¿De que viviría esta gente que habitó estas casas, dos o tres conjuntos de ellas atravieso? De castañas, de avellanas, tantos avellanos por todos los lados. No veo otras posibilidades.
Pierdo el sendero en ocasiones, pero al llegar a un bronco arroyo que se despeña en el vacío, tiento arriba y abajo varias veces sin encontrar posible continuación. Paro un momento a comer algo y a ver si mientras tanto se me despeja la mente. El agua, que cae como una cascada, deja un pequeño vado de rocas erosionadas, pero más allá no veo modo de continuar. En algún momento me pregunto si no me veré obligado a volver por donde he venido. Al cuarto o quinto intento, después de subir y bajar trepando por la izquierda del arroyo un par de veces, veo una remota posibilidad en un rincón que me había pasado desapercibido. No hay rastro de paso, pero pruebo. Y sí, un poco más adelante vuelvo a encontrar restos de lo que algún día fue un sendero. No sé si me he encontrado alguna vez en tales dificultades, preocupado continuamente por encontrar señas de paso, trepando con pies y manos en la incertidumbre de una espesa selva en una ladera que supera los cincuenta grados en algún momento y en donde tienes que probar antes de poner el pie para no encontrarte con el vacío. Aquí te caes e imposible encontrarte. Miro el altímetro. Apenas he superado trescientos cincuenta metros y esto se me hace eterno. Me faltan todavía ciento cincuenta metros de desnivel para llegar a una cota en que el sendero ya no sube más. Sin embargo después de unas zetas, de repente el sendero se humaniza, llego a la cota más alta, los mil quinientos metros, y no sólo eso sino que el camino empieza a estar protegido por grandes bloques. Más allá, parece mentira, aparecen unas pocas casas, una iglesia con su campanario y todo. Las casas en estado ruinoso excepto dos, pero la iglesia en buenas condiciones. Miro el mapa, es la ermita de Santa Anna. Me admira que la devoción pueda llegar hasta el mismo centro de esta selva vertical. El camino de acceso al lugar evidentemente viene del sendero que me queda por recorrer y que parte de la localidad de San Lorenzo.
Bajo el campanario hay un banco y una fuente de dos caños. Estoy tan cansado que ni siquiera intento darme una pequeña vuelta alrededor de la ermita. Bebo agua suficiente como para poder criar peces en mi barriga.
Miro la hora. Me quedan seiscientos metros de desnivel, un sendero horizontal por un buen trozo y después, todo él como un camicace se precipita ladera abajo. Imposible llegar a la hora de la comida. Me tengo que parar en la bajada varias veces. Las piernas me duelen. Aquello se me hace interminable.
Ya abajo el sendero termina sobre el asfalto, un asfalto cuesta arriba que echa fuego. Cuando llego a la trattoria estoy en las últimas. Está vacía. La dueña en un principio no parece estar dispuesta más allá de ofrecerme un bocadillo. La pinta que llevaba y el sudor corriéndome por todo el cuerpo debió de sacar de ella el alma del samaritano.
Después de comer no deseo otra cosa que buscar un lugar para mi tienda, pero me tropiezo con las legalidades. En todo el Parque Nacional del Gran Paradiso está prohibido pernoctar en tienda, me había dicho la señora de la trattoria. Al final el marido de la mesonera me dice que no haga caso y que ponga la tienda. El chamizo observatorio del guarda esta casi en el punto más alto que tengo que alcanzar, mil metros de desnivel más arriba. Termino echándome la manta a la cabeza y cuando he acabado de comer cojo agua y tiro para arriba.
Doscientos cincuenta metros de desnivel más alto me encuentro las ruinas de unas casas, un lugar llamado Ciadagn. Hay un pequeño prado entre las casas que podría servirme, pero prefiero no tener que encontrarme con la posibilidad de uno de los guardas del parque, así que después de darme una vuelta por entre las ruinas encuentro un espacio para mi tienda algo alejado del camino.
Día agotador de selvas, precipicios, senderos que hay que buscar con lupa y sí, jornada durísima, una de esas que raramente se olvidan.
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