Día 36. Encuentros en el camino

 


Piedicavallo, 45,69082784°N, 07,95403361°E, 23 de julio de 2025

Piedicavallo es el último pueblo del valle y pretendí subir un poco más arriba para buscar un sitio. El tiempo amenazaba lluvia desde mucho atrás pero había ido alargando mi decisión de buscar un lugar hasta que algo más arriba del pueblo vi que aquello no tenía pinta de ofrecerme ese par de metros cuadrados que necesito para pasar la noche. Regresé a las últimas casas del pueblo, salté una cerca y me instalé en la trasera de una casa presuntamente deshabitada. A medio instalar la tienda, comenzó a llover. Desde que comí a la una en Agroturismo Galleria Rosazza amenazó todo el tiempo lluvia, incluso tormenta, así que iba preparado para en caso necesario plantar la tienda en el mejor sitio posible. Agua y comida lo llevaba conmigo. 

Estaba recogiendo la tienda esta mañana cuando un grupo de alemanes vino a darme los buenos días. Me llaman la atención estos grupos de cinco o seis hombres metidos en una pequeña aventura de caminar juntos una o dos semanas. Mi temperamento de solitario comprende mal el estar atado día y noche a un grupo así. Con mujeres, o mejor con mujer, eso podría ser otra cosa. El conocimiento de las mujeres me sigue pareciendo tan sustancioso que no me bastan los libros de antropología para entrar en contacto con un poco más de comprensión hacia el otro sexo. A veces tengo la sensación como si hombres y mujeres fuéramos animales de distinta especie. Mi admiración, tantas veces manifiesta, nace, creo, pese a la aparente proximidad, de percibirlas bajo cierto halo de misterio que debe de conjugarse de un modo complejo con esa atracción mutua de que nos ha dotado la especie. Los bonobos o los chimpancés no tienen capacidad para llegar a semejantes sutilezas, pero los sapiens, con nuestra manía de buscarle, acaso, cinco pies al gato, urgidos por nuestra innata curiosidad, no podemos dejar de admirarnos por esta permanente tensión que las sapiens suscitan en el cerebro del otro género.

Me paro a charlar con muchos caminantes y caminantas solitarios, pero son estas últimas las que mejor alimentan mi gusto. Ayer atravesando una de esas pequeñas selvas en donde el sendero debe sortear grandes contrafuertes, me di de bruces con una de esas caminantas de recia mirada y pronta curiosidad. Metro y medio, rubia, pelo suelto al aire, una mujer resuelta de esas que tanto aprecio especialmente cuando logro reprimir mi timidez, cómo fue el caso. Hablamos un rato en medio de ese desierto. Era la única persona con la que me había cruzado en todo el día. Le pregunto. Me cuenta. Le cuento. Le parece una enormidad llegar hasta las orillas del Adriático a través de las montañas. Las mujeres solitarias me pirrian. Ya se lo dije en una ocasión a Silvia Vidal cuando me encontré con ella. Eres el amor de mi vida, le dije. Se partía de risa. La verdad es que no entiendo a los monógamos. Ya se sabe que nuestra sociedad se dice monógama, pero igualmente se sabe que eso en general es mentira en la práctica. Imposible, de hecho o soñando, substraerse al encanto que las féminas suscitan en el sistema hormonal masculino. En un mundo como el nuestro encontrarte con estas mujeres solitarias, días atrás una joven alemana, hace tiempos una rusa, Tatiana, hace menos aquella muchacha italiana que también quería llegar al Adriatico para besar sus aguas.

En fin, ya lo dije en otra ocasión, el que quiera socializar que se coja un macuto y se venga a los Alpes. A los altos pastos llegan muchas veces unas endiabladas pistas que los ganaderos arremeten no sé cómo. Ayer, sin más, andaba sobre los 2.200 metros subiendo una cuesta por una pista de padre y señor mío, cuando arriba en un repecho veo un automóvil. De detrás sale un paisano de esos que se han pasado toda la vida con las vacas. Estaba trenzando una cuerda, ese tipo de tareas que pertenecen al neolítico y que mi hijo Mario en su etapa de cabrero también hacía. Total, me paro y pegamos la hebra. Le digo en broma si es que ese coche, un Fiat utilitario de los más pequeños, lo ha subido hasta allí un helicóptero. Se ríe y me dice que el coche tiene 38 años y que sube y baja con él todos los días desde el pueblo, unos mil metros de desnivel más abajo. Toda una pista pedregosa bastante inclinada. Elogio de aldea y menosprecio de corte. Ya se ha escrito mucho sobre esto, pero hoy, recordando donde me perdí días atrás entre la niebla y la lluvia, todo un lodazal enorme de mierdas de vacas, no me siento inclinado a hacer elogio de este tipo de vida, pese a que me caiga simpático lo del coche y el que este hombre gaste su vida haciendo una cuerda a base de trenzar otras pequeñas. Cuando visitaba a Mario en su cabaña y le veía hacer estas tareas o llevar a pastar durante todo el día a un puñado de cabras, la verdad es que algo me chirriaba por dentro. Elogiaba aquella vida de Mario, su entereza, su primitivismo, su vida en una choza hecha con sus manos, pero en la recámara de mi conciencia sonaba el rumor de un cierto escepticismo. ¿Se puede vivir hoy como en la Edad Media?, ¿es posible? Los pocos sabios que en el mundo han sido, de Fray Luís de León, requieren hoy de una vara de medir muy diferente, entre otras cosas porque la descansada vida del que huye del mundanal ruido, no existe, a no ser que te haya tocado la lotería o seas hijo de unos papás con mucha pasta.



Tras despedirme de los alemanes, a poco de bajar, el paisaje, adornado por las azules aguas del lago del Mucrone, se hizo especialmente bello. Pasé de largo el refugio Rosazza y me sumergí en las innumerables zetas que me llevarían hasta el santuario de Oropa, un templo neoclásico de colosales dimensiones entre la nada que sorprende por su fastuosidad en medio de las montañas. Tradicionalmente se atribuye al siglo IV, pero el complejo actual comenzó a tomar forma entre los siglos XVII y XVIII. Se erigió en honor de La Virgen Negra de Oropa (Madonna Nera), una talla medieval de madera de color oscuro, que es objeto de gran veneración. Se trata de uno de los santuarios marianos más importantes de los Alpes. Junto a él sequé la tienda al sol, comí algo y emprendí una nueva ascensión de trescientos metros para llegar a Galleria Rosazza. Parada y fonda. Nuevo descenso de mil metros de desnivel, un buen trozo de carretera y final de jornada en el pueblo de Piedicavallo. 

Me voy con mi cena. 





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