Noche en Montón de Trigo

 



Cumbre de Montón de Trigo, 21 de octubre de 2024

Los Alpes de mar a mar. Hace 21 años me diagnosticaron una condromalacia en la rodilla izquierda. El traumatólogo:

– A partir de ahora tendrá que olvidarse del macuto y de subir montañas.

Hace 21 años, unas semanas después de la visita al traumatólogo,  armado con una brújula y algún mapa de papel más un macuto cuyo peso oscilaba entre los catorce y los 16 kilos a lo largo de setenta días, volé a Niza con la somera idea de regresar a casa si realmente mis piernas no llegaban a estar a la altura de las circunstancias. Dos meses y diez días después descendía las laderas de los Alpes Eslovenos y acariciaba con las yemas de mis dedos las aguas del mar Adriático.

Esto escribí esta mañana pensando que ya estuviéramos en mayo de 2025 y me dispusiera a partir para un nuevo vagabundeo. Creo que se trataba de un ejercicio de exorcismo, un intento de alejar de mí esa cosa que me persigue diciéndome que sí, que ya tengo muchos años para cargar tantos kilos en la espalda durante dos meses. Quizás también sea un modo de invocar la clemencia de los dioses a las puertas de un cáncer (a la espera de biopsia) que amenaza con poner entre estos proyectos y mi presente una barrera infranqueable.

Si este año celebré mi 76 cumpleaños vivaqueando en la cumbre del Aneto bien podría ser que pudiera celebrar el 77 vivaqueando qué sé yo, en la cumbre del Monviso o en cualquier otra cima de los Alpes. El verano pasado la chingué en los Alpes Austriacos después de una penosa semana en que mi pierna izquierda y una infección de orina me hicieron volver a casa. Después he pensado largamente en que si sería señal de que mi periodo veraniego por Alpes había llegado a su fin o algo peor, que se acabaron estas veleidades de las grandes caminatas, de los vivacs, esas cosas. El amigo Luís Bernardo Durán, más experto que él pocos hay, me urgió después del verano a que dejara de cargar con semejante macuto si quería conservar mi salud en buen estado, pero… Me dije entonces que siendo el consejo el más lógico del mundo, cómo podría renunciar así por las buenas a algo que es connatural con mi ser sin perder por el camino etcétera… Fue quizás por ello que quise forzar el tiempo para grabarme en la cabeza un convencimiento que de dejarlo a su aire podía zozobrar al punto de ceder excesivamente a la presión de los años y de los hándicaps.

Hoy, después del diagnóstico sobre mí próstata, mi ánimo no estaba muy allá para salir al monte, que aunque la cosa no sea para caer en melodramas sí es verdad que algo me estaba afectando; sin embargo logré poner a raya a mi estado de ánimo;  una vez terminadas algunas tareas de jardinería que tenía pendientes, hice el macuto y tomé la carretera rumbo al Guadarrama.

Subiría a Montón de Trigo por Marichiva. Allá en lo alto recordé dos cosas, una, mi lucha con dos zorros que me robaron un par de inviernos atrás la comida mientras yo instalaba la tienda sobre la nieve, el salir inútilmente corriendo detrás del que llevaba mi bolsa de comida agarrada con la boca y el litigar después con otro que no huía y que quería jugar conmigo al ratón que te pilla el gato dando vueltas alrededor de la tienda y que posteriormente, cuando ya le había dejado por imposible y yo me encontraba instalado dentro, royó un par de tiros hasta romperlos. Lo otro fue el fenomenal macuto que llevaba entonces en donde además del material de abrigo propio de la época y abundante agua y comida, había añadido estacas largas para la tienda, las raquetas, los crampones y un piolet. El tema del peso es un mal sueño que me persigue.

En Marichiva el día de mi aventura con los zorros


Ayer en Montón de Trigo. Peñalara al fondo

Después de Marichiva cargué en el teléfono Ensayo sobre el cansancio, de Peter Hanke y subí leyendo hacia peña Bercial abriéndome paso entre los piornos. Me gusta Peter Hanke, su manera tan personal de hablar sobre asuntos desde la experiencia de su propia persona me acerca mucho más a los temas que, por ejemplo, Byung-Chul Han que me parece que se pierde muchas veces por oscuros caminos sólo propios para especialistas. Han está de moda y con frecuencia tengo la sensación de que también él se sube al carro del marketing con largas disertaciones marginales al tema central. Sin más ese último título que leí, La agonía del Eros, que más parece apuntar a un asunto en su título a algo que puede atraer al lector para luego mostrarle otra cosa. No trata el libro de lo que cualquier persona de la calle entiende por erotismo, y si lo hace es muy tangencialmente. Vamos, como esas imágenes que te muestran una hamburguesa enorme de tres pisos y que cuando ya has pagado y abres el envoltorio te encuentras con un escuálido pedazo de carne. Peter Hanke es otra cosa, éste escribe desde sus tripas, desde lo que siente y experimenta y además, y ello creo que es sumamente importante, lo hace con una calidad literaria a veces deslumbrante.

¿No te parece a ti así?

—Sí, por cierto, pero ojo que estás tratando de escribir un post relacionado con la ascensión de Montón de Trigo y me da que, como tantas veces, estas empezando a irte por los cerros de Úbeda.

—Bueno, es que es un día muy corrientito, en el cielo bailando algunas nubes, pequeños crocus junto al camino, alguna merenderas, Siete Picos y Majalasna allá a mi espalda recordando otras ascensiones y otros vivacs. Peñalara al fondo y, cuando he sobrepasado el último repecho allí estaban la Pinareja y Peña Oso. Habría tenido tiempo de llegar hasta la Pinareja, pero creo recordar que allí no existe ninguna corraleta de piedra que proteja al durmiente (al día siguiente me cruzaría con un caminante que me confirmó que sí existe un vivac bien apañado), así que opto por quedarme en Montón de Trigo que tiene junto a la cima dos buenos vivacs que te protegen del viento. 

Y no sé por qué, acaso porque en algún momento Hanke habla de algún tipo de idiota, me acuerdo de ese otro idiota sin remedio que es el novio de la IDA; sí, vaya pareja de imbéciles perdidos, idiotas con una ristra de jueces a su servicio que no merecen otro adjetivo que el de mamporreros. Y es que el sistema, ese jueguito que se traen políticos y no políticos con los jueces y las interpretaciones de la ley, son para mear y no echar gota. Niños en el patio de recreo, que si la Begoña, que si el escapado ese tal Puignoséqué, que si el Fiscal, que… y mientras la casa que la barra tu tía. Memos, aprovechados, idiotas: así está el patio. De idiotas está el mundo lleno, sí señor.

Escribe Hanke que el cansancio te rejuvenece. Algo de eso he notado yo en ocasiones, esa clase de cansancio que es como un placentero regazo en que acurrucarte. Sin embargo el cansancio que producen los idiotas es otra cosa.

He dejado la cámara montada en el trípode por si el cielo y las siluetas de las montañas se prestaban, pero no, el atardecer ha sido corrientito, sólo he podido hacer la foto de siempre contra el fondo turbio e incandescente de las últimas luces, y poco más. La contaminación lumínica que tiene nuestra sierra y unas nubes ligeras que cubren el cielo, me ahorran salir del saco y andar de aquí para allá probando una toma imposible. Se acabó. Hoy es pronto. Voy a ver si echo una partida de ajedrez.





 

 


Dos solateras perdidos en un barranco

Hoyo Borrascoso desde el sendero de Malagosto

 

El Chorrillo, 5 de octubre de 2024

Quizás debía de haber comprobado antes de soltar la carcajada que Julio no se había roto un hueso, pero el caso es que me dio por reír como hacía tiempo no me salía. Ver allí a Julio, vamos no precisamente a Julio sino los pies de Julio sobresaliendo por encima del mar de brezos y enebros, un sector donde con creces la vegetación sobrepasa nuestras cabezas, era una escena que ni Chaplin ni Buster Keaton podrían haber representado mejor. Vamos, que podéis imaginar la escena. Llevábamos caminando un buen rato no por el suelo sino sobre una espesa vegetación, bueno eso de caminar es un decir, más valdría decir abriéndonos paso como en medio de una selva impenetrable, cuando de repente la vegetación cede y Julio desaparece totalmente como si hubiera sido tragado por la tierra. Hay que decir en mi descargo que la escena la conocía de sobra, porque minutos antes yo había caído igualmente succionado por la masa vegetal en un punto en que un metro más debajo de donde yo pisaba corría un arroyo que no había visto. Sólo que cuando yo fui succionado por la vegetación boca abajo no llegué a reírme. Salir a la superficie me costó algo más de ese ejercicio que hago en el Sputnik trepando, sólo que allí me agarraba a las ramas como podía y ni flores. Cinco minutos estuve allí pataleando y moviéndome como alguien que no sabe nadar entre las olas. Así que se comprenderá que viendo que aquello de caer en las profundidades del riachuelo entre brezos, zarzas y enebros no era cosa de hospital ni de llamar al 112, que más bien se trataba de una secuencia cómica, se comprenderá, digo, que cuando viera a Julio asomando la cabeza intentando salir a la superficie me saliera del cuerpo una carcajada.

Aquí está Julio intentando salir de las profundidades marinas

Amanece sobre Peñalara y Claveles

Y es que la excursión, amén de las muchas penalidades, para las que ya íbamos preparados, Julio portaba consigo un machete de esos que debía de llevar Tarzán cuando con la mona Chita trataba de abrirse paso en la selva, Julio eso, y yo una motosierra de mano que al final se quedó en casa, que Julio ya me convenció por guasap que probablemente no sería para que la sangre llegara el río; amén de las muchas penalidades hubo cosas muy curiosas. Por ejemplo, yo, tan acostumbrado a ver las fotografías de Julio, tan buenas, montes, noches, atardeceres y esas cosas, estaba sorprendidísimo porque comprobé que en una buena parte de la salida Julio se paraba, sacaba la cámara del macuto, examinaba algo que había en el suelo, algunos zurullos de mucho cuidado, y con la lente macro se dedicaba a fotografiarlos. Sí, porque por mucho que fueran dichos zurullos de lobo, la cosa no dejaba de ser curiosa. Y es que los había en cantidad. La única manera de alcanzar a Julio, que siempre iba bien por delante, era ponerle un zurullo de lobo en el camino. Digo yo que ya puestos a hacer comprobaciones bien podría haberse metido uno de ellos en el bolsillo para examinarlo cuidadosamente en algún laboratorio.


Y por cierto, que no se crea que esa selva era una selva cualquiera, que por los restos que encontró, también Julio, que no se le escapa ni una y es un observador extraordinario, excepto cuando la espesura de la vegetación le obliga a hacer submarinismo, no como un servidor que parece caminar pensando siempre en las nubes; por los restos que encontró en el subsuelo de la selva descubrimos que por allí hubo una guerra. Lo prueban los restos de un obús, un nido de ametralladoras y una larguísima trinchera camino del collado de Malagosto. Ah, por cierto, también encontró una cantimplora. Cómo todo esto pudo llegar a la susodicha selva, ni Dios lo sabe.

Bueno, a todo esto, que digo yo que algo tendría que contar sobre el susodicho Hoyo Borrascoso. Fue un descubrimiento que hice en un invierno en que semana tras semana me dediqué a subir a dormir a cada uno de lo cerros que levantan la cabeza sobre el resto entre el puerto de Somosierra y Peñalara. Haciendo la cuerda entre el Nevero y el collado de Malagosto observé que en la ladera sur se abrían tres escapados valles franqueados por altas rocas que no daban muestras de tener descenso fácil. Así que un día subí a vivaquear a Peñacabra (no confundir con Peña de la Cabra, sierra del Rincón) decidido a bajar por uno de esos Hoyos, el Hoyo Cerrado. Iba solo y fue una buena aventura de la que salí escaldado y lleno de arañazos. Más de quinientos metros de desnivel de absoluta selva intransitable, pero con unas magníficas praderías entre selva y selva y con un aspecto tan alpino que me hizo recordar alguna parte del Pirineo. Era invierno y hacia lo alto subía algún magnífico corredor de nieve que bien habría merecido una breve ascensión en hielo.


Julio comprobando el rastro de los lobos

Después desde Bailanderos y la Najarra volví a ver aquellos tres hoyos y los puse en mi agenda. Así hasta que se me ocurrió invitar a Julio a probar descender por el más occidental, el Hoyo Borrascoso.

Y no vaya a creerse que todo fueron penurias, sarna con gusto no pica pero mortifica. No sé qué pensará Julio, pero quizás tenga que decir que ese hoyo, ese y el Cerrado (no confundir con el que hay sobre la Hoya de San Blas) es uno de los rincones más bellos de nuestras sierras.




Ahora un poco más en serio, que hoy me salió algo chistosa la cosa, decir que el recorrido es muy recomendable, siempre que se esté dispuesto a salir de allí con un buen número de arañazos y alguna que otra incursión subterránea bajo la masa vegetal, de cabeza o de costado, y de abrirse paso como a golpe de machete en muchas zonas. En compensación están los prados altos, bellísimos, rodeados de altas rocas y el postre, un hermoso recorrido final por un robledal junto al cual canta un caudaloso arroyo. Los prados hoy estaban además adornados por la presencia de multitud de crocus y merenderas (mataburros las llaman en tierras de Zamora). Echamos en la excursión cerca de ocho horas (media hora para personajes bala como Kilian Jornet probablemente), horario para tarras como nosotros que además de gustar caminar viendo crecer la hierba apreciamos cada rincón del monte como un regalo.


Por último agradecer a Julio su compañía y sus enseñanzas, setas, flores, topónimos. Fue una jornada realmente guapa. Una curiosa jornada donde dos cualificados  solitarios, esos raros amantes de las montañas que gustan caminar y vivaquear en soledad, dejaron a buen recaudo esa pequeña pasión para compartir y charlar por los codos durante horas.

 

Nota: Si alguno está interesado en repetir la experiencia, le puedo regalar el track que hemos seguido nosotros.

 

El fotógrafo en acción



Una noche en Siete Picos

 


Siete Picos, 23 de septiembre de 2024

Había planeado subir a Siete Picos desde Camorritos por Majalasna, pero yendo con tiempo sobrado al final tiré por la senda Herreros que hacía tropecientos años que no recorría. No recordaba yo esa senda tan complicada y larga. Tres o cuatro veces tuve que recurrir al gps para volver a encontrar el sendero. Es un pequeño y complejo mundo esta ladera de Siete Picos.

A veces, cuando camino por Guadarrama, me acuerdo de Machado, que nos dejó un breve poemario sobre nuestra sierra, una sierra que en realidad sólo conocía, creo,  muy someramente. Machado trabajó como catedrático en Segovia entre 1919 y 1932 y algo debió de visitar la sierra, pero me da que mucho no pudo ser y que su conocimiento acaso se reduce a esporádicos paseos o al simple hecho de contemplarla desde el tren en sus frecuentes viajes de Segovia a Madrid. No es raro que con cierta frecuencia poetas y pintores se refieran a lugares de la naturaleza específicos de manera pasajera y que generaciones posteriores, queriendo engalanar con el valor añadido de la poesía o el arte en general determinados lugares, sobrestimen la importancia de obras de estos artistas acaso con la intención no manifiesta de celebrar un encuentro entre el artista, en este caso Machado, y cierto entorno, nuestra sierra. Vestir nuestra sierra con los versos de un gran poeta puede adornar, como la nieve o la delicadeza de un atardecer, nuestras montañas, pero entiendo que ello tiene algo de artificio, en este caso artificio porque el poeta difícilmente puede hablarnos del alma de nuestra sierra si no la ha visitado. Y si no la ha visitado sólo nos puede ofrecer el producto de su imaginación. Que no puede ser en ningún modo la sierra del poeta la de quienes la han recorrido durante más de media vida, la de quienes han dormido en sus bosques o sus cumbres. El sentimiento que me surge cuando compruebo cómo tantos identifican la poesía del poeta con nuestras montañas, como si se tratara de la misma cosa, es de rechazo. Traer por los pelos a un poeta para ensalzar nuestra sierra, un poeta bastante “ajeno” a ella, encaja mal en la lógica de la coherencia. Se da además el curioso detalle de que   Machado detestara el deporte o la gimnasia. Lo dejó bastante explícito en su Juan de Mairena:  “…Absurda y ambiciosa es la expresión educación física…, no hay que educar físicamente a nadie…, todo deporte es trabajo estéril, cuando no juego estúpido…”. Como se ve la extraordinaria sensibilidad de don Antonio, al que leo como uno de mis poetas preferidos, dista mucho de sintonizar con los sentimientos que suscitan nuestras largas ascensiones, el esfuerzo de caminar por nuestras montañas; algo que probablemente a Machado le pudiera resultar un trabajo estéril, cuando no un juego estúpido. Acaso, quizás, no estoy seguro. Leí hace muchos años Juan de Mairena y creo recordar que su mucha sabiduría a veces desbarraba.

Otra cosa es el caso de Sorolla cuando pinta Tormenta sobre Peñalara. Sorolla pinta lo que ve, lo que le inspira aquello que tiene delante; no inventa, como Machado barrancos, por ejemplo, que no existen en nuestra sierra. Vale que aceptemos y disfrutemos lo que a él le inspira de nuestra sierra cuando la ve desde el tren, pero no más…

 Me temo que esta noche voy a pasar frío, al menos en los pies. Hice el macuto no con mucha atención, como quien se va a dar una vuelta alrededor de casa y ni desayuno ni ropa suficiente me he traído con las prisas.

Vivo esta segunda salida a Guadarrama, después del largo verano de ausencia en otras montañas, como un regreso a casa. Sigo si poder quitarme de encima esa sensación de que unos usurpadores convertidos en okupas, los administradores del llamado PN, hayan venido a perturbar la paz de nuestra sierra erigiéndose en dueños y señores del lugar, pero ya apenas me molesta, los ignoro del todo. El hecho me lo recuerdan esos cartelitos que esta gente ha clavado en los troncos de los árboles diciendo que “eso” es un PN. Los veo aquí y allá. Son como las meaditas que van dejando los perros cuando marcan su terreno. Me sigue molestando esa intromisión de administradores y ecologistas, pero ya cada vez menos. Ahora vuelvo a estar en casa de verdad. Lo estaba el otro día subiendo a Bailanderos y en lo que me quede de seguir visitando nuestras montañas creo que voy a renovar esa agradable sensación de quien corretea por las habitaciones de su casa.

Es una sensación que nace precisamente de la soledad y que poco a poco creo que se ha ahondar con el tiempo. Y ello porque confío en seguir caminando por Guadarrama o su prolongación, los Carpetanos, sin encontrarme un alma. Es cosa de huir de los horarios habituales de la gente y dejar a un lado las rutas concurridas. Esta actitud hace que el vínculo entre mi persona y la montaña siga siendo de una perfecta intimidad.

El otro día charlando con Julio Gosan sus palabras me transmitían  sentimientos similares. La profunda relación que mantiene Julio con alguna parte específica de Guadarrama y con la Pedriza en particular, hace pensar en una relación quasi amorosa que sobrepasa en mucho la sencilla afición a la montaña. Sus fotografías nocturnas, esa actitud a la búsqueda de la belleza en perdidos rincones de la Pedriza para encerrar en el receptáculo oscuro de su cámara la esencia de lo bello, su afición a la soledad, valga decir el diálogo íntimo con los elementos, los pájaros, las rocas, las estrellas, todo ello invita a considerar nuestras salidas a la montaña, al menos la mayoría de las veces, como un ejercicio de íntimo encuentro con uno mismo y con ese Todo que nos rodea,  la Naturaleza, las montañas, el firmamento.









 

 

Noche en Bailanderos

 



Cima de Bailanderos, 10 de septiembre de 2024 

La línea del horizonte más allá de los altos de la Najarra ha empezado a vestirse con los colores del alba, prendas  humildes de naranja sobre las que se alza un leve malva que poco a poco se va fundiendo con el azul que ha ido dejando atrás la noche y en donde todavía puede verse el rastro de alguna estrella. Sobre la cumbre de Bailanderos corre una leve brisa. 

Anoche tenía una clase de placidez encima que no merecía ser perturbada por mi afición a la escritura, así que estirado en el saco y con las manos en los bolsillos ocupé un largo tiempo en contemplar las estrellas más allá del Triángulo del Verano y la W de Casiopea que cubrían las cercanías del cénit en donde había instalado mi vivac. Por encima de las Torres de la Pedriza un trozo de luna compartía el cielo del universo con las estrellas. Ni qué decir que no tardé en quedar sumido en un apacibilísimo sueño al poco rato. Una noche llena de sueños que iban de un asunto a otro como esos pensamientos que te asaltan cuando viajando en tren a través de la ventanilla más que paisaje lo que corren son los rastros que la memoria va depositando sobre el presente. Eso cuando viajar en tren era un continuo alejarse hacia otros mundos, otras vivencias, no ahora que hemos ganado tanto en eficiencia y en velocidad que ya no es posible soñar ni recrearse en los paisajes del mundo. Lo que hemos ganado en eficiencia hoy lo hemos perdido en el placer de viajar. Con tanta velocidad vamos perdiendo la experiencia del estar, del mirar, de ese leve asombro que producía el final alborozado de un atardecer camino de Zaragoza, ese mirar los arbolitos pasar, ¡Ese placer de alejarse! / Londres, Madrid, Ponferrada, / tan lindos... para marcharse.


Refugio del Pinganillo

El sol al fin levantó, ya digo, sin aspavientos de hermosura vistió Peñalara y Claveles a duras penas de un ligero ámbar y eso fue todo. No es frecuente que la madrugada me pille así de despierto, pero como dormí bien aquí estoy haciendo los deberes y tratando de ver sobre qué coño voy a escribir yo a tan hora temprana. Revisando estos días atrás mis fotografías del verano en la pantalla del ordenador, no ha sido pequeño el placer de encontrarme con bellas imágenes que mi cámara ha ido recolectando a lo largo del verano en que mis piernas me llevaron a las más altas cumbres del Pirineo en esa precisa hora de los milagros en que las montañas se visten de una belleza proverbial. Así que viendo aquellas imágenes fue que se despabiló de nuevo en mí el deseo de tentar una vez más esa hora de los milagros. Esto es como ir a recolectar setas, un día vas y regresas a casa con un cesto a rebosar de ellas y otras tienes que conformarte con algún que otro níscalo o boletus. 

Ayer la ascensión no fue ascender corriendo como quien sube trotando las escaleras del metro, pero se me dio bien, mil metros de desnivel desde el río Lozoya no estaba mal, tan bien que en cierto momento pensé que se habían llevado el refugio del Pinganillo, que no aparecía y es que tan bien iba que me lo había pasado de largo; tuve que volver sobre mis pasos para sentarme un poco en el poyo de la entrada. Qué majo este refugio, qué acogedor, y lo más guapo ese banco con respaldo frente a la chimenea. Vamos, que viéndolo ya me entraron ganas de que fuera invierno. Me veía allí aislado en mitad de la nieve con un buen fuego enfrente y ya el gusto me corría por el cuerpo contento como unas castañuelas. 



Bueno, pues hablando de subir las escaleras del metro corriendo es que es una fijación que tengo encima, es mi test de envejecimiento, mi referencia para saber si tengo que ralentizar mis caminatas y proyectos montanos. Me explico. Cuando voy a Madrid me suelo bajar en la estación de Embajadores del Cercanías. Allí, desde hace mucho tiempo, nada más bajar del tren, tomo carrerilla y me lío a toda leche subiendo a la carrera las escaleras del metro. Llego arriba, a la superficie, como si estuviera terminando un maratón, con el flato a reventar. Sin embargo hace ya un año que eso de subir corriendo aquellas escaleras ha pasado a mejor vida. Mis rodillas chillaron la última vez de tal modo que me dije, la jodimos, hasta aquí hemos llegado. Probé alguna vez más un tiempo después, pero nanáis. Se acabó, me dije. 

Así las cosas lo único que cabía era tomarme en serio la recuperación de mis piernas y en consecuencia pasé el invierno y la primavera levantando sacos de arena con los pies y haciendo otros ejercicios varios. El caso es que después de mi vuelta del Pirineo y mi regreso también a la rehabilitación, mis piernas me están pidiendo que a ver si las llevo a las escaleras de Embajadores para probar de nuevo con una de aquellas carreritas que las hacían en tiempos tan felices. Así que mi aspiración en la vida  es poder seguir subiendo a la carrera las escaleras del metro de Embajadores :-), no un ochomil, no escalar un 8C+, no atravesar el Estrecho de Gibraltar a nado, sino algo mucho más modesto como subir las escaleras del metro de Embajadores hasta la misma glorieta, aunque por el camino tenga que echar el bofe. 

Y el sol se elevó un palmo por encima del horizonte, llegó al saco de dormir, subió la temperatura y yo termino con mi post. Sólo me queda desayunar, recoger y emprender mi camino de vuelta, en esta ocasión a través del refugio Aguilón, que todavía no conozco. 


Noche en Peña Trevinca, techo de Zamora y Orense

 



Cumbre de Peña Trevinca, 22 de agosto de 2024

A veces este trajinar de monte en monte me hace sentirme más peregrino que otra cosa. Ellos buscaban en su ruta santos de su devoción, ermitas, iglesias por donde pasar, de oca en oca y tiro porque me toca. Yo no hago otra cosa, desciendo de un monte y coge carretera para llegar a otra montaña. Visto así fríamente, en este momento en un feo laberinto de pistas y escombros de pizarra, a lo que hay que añadir el calor, estas cosas me parecen  un tanto curiosas, toda la zona parece una oscura cantera en donde proliferan las minas. A los peregrinos les engordaba la gracia de algún dios, una devoción por un santo o patrón. ¿Y a nosotros, los caminadores de senderos y amantes de las montañas?

Llegué al comienzo de mi ruta siguiente por un laberinto de pistas, todas ellas sirviendo los trabajos de las minas de la zona. La mañana la había empleado en bajar del Teleno y en conducir por estrechas y abandonadas carreteras en donde de vez en cuando como una aparición me encontraba con alguna pequeñísima aldea. El gps en algún momento tiró por lo más directo y lo más directo cuando me di cuenta era un laberinto de polvorientas pistas por donde circulaban camiones inmensos; todo territorio de minas que horadaban las montañas. Tuve que darme la vuelta para seguir las indicaciones que me dio un camionero.

La zona la conocía. Había estado aquí hacía dos años en uno de mis recorridos otoñales que buscaban tanto el encanto de las hayas y los bosques en general como la posibilidad de seguir vivaqueando en algunas cumbres del norte. Pasé una noche temeroso de que la lluvia que no paró hasta la madrugada embarrara las pistas a punto de quedar atrapado en el barro. Cuando amaneció una espesa niebla lo cubría todo y la ladera del monte era azotada por fuertes ráfagas de viento. Pasé miedo aquella mañana. Hasta que logré alcanzar el asfalto tuve el alma en un puño.

Hoy el desierto era el mismo sólo que la lluvia y la niebla habían sido sustituidas por un sol inclemente. Comí, me eché una siesta de hora y media y a las cuatro me puse en marcha. El track era circular, pasaba por una serie de cumbres, una de las cuales, Peña Negra, exigía una trepada algo delicada, eso decía el autor del track, así que elegí dar un largo rodeo y subir directamente a Peña Trevinca. Al principio una aburrida pista que terminó por convertirse en un entretenido y agradable sendero que se abría paso en todo momento a través de enormes brezales y retamales que cubrían todas las laderas. Hoy también había empezado a leer nada más comenzar a andar. En realidad leer mientras caminas es como ir metido en una burbuja. Obviamente no todos los libros sirven para todos los caminos. Si el sendero requiere una atención especial es mejor dejar la lectura, pero si es como el de hoy, incluso en la parte más empinada, si el libro te tiene atrapado con su historia o sus ideas, leer se convierte junto al caminar en un placer que te hace olvidar el calor o el esfuerzo que requiere la subida. De hecho las cuatro horas que me llevó alcanzar la cumbre de Peña Trevinca fueron horas en las que el placer de caminar y el de la lectura se daban la mano.

Un mundo cerrado sobre sí mismo y solitario éste de los extensos brezales; grandes praderas que finalizan en un amplio circo y en donde los brezos poco a poco según se va ganando altura van disminuyendo de tamaño hasta no sobrepasar unos pocos centímetros cuando se alcanza la cuerda cimera. Viniendo de donde vengo, Pirineos y Picos de Europa, estas montañas parecen montañas menores, otra cosa. Su encanto es más leve, en sus atardeceres es difícil encontrar el juego de luces y tonalidades que la última hora del día deja en la alta montaña.

Santiago Pino me recordaba esta tarde por guasap que habíamos correteado en el invierno del 74 una pequeña panda por estas montañas, él, Ignacio Aldea, Victoria y su hermano Víctor, un Víctor que sus padres nos habían endilgado de carabina. Victoria y yo nos habíamos conocido un mes o dos antes y la madre, cuidadora de la virginidad de su hija, había accedido a dejarla venir a Sanabria con la condición de que viniera también el hermano. Recuerdo vagamente aquella excursión. Yo debía de andar coladísimo y en mi memoria someramente han quedado las ternezas nocturnas que nos trajimos hasta el amanecer en medio de un frío delirante que sólo nos permitió hacernos caricias con la yema de un dedo a través del mínimo agujero del saco de dormir. En aquella ocasión debimos de partir de la laguna de los Peces, pero ni idea si subimos o no. Como tantas veces tendré que sustituir mi falta de memoria con la de los amigos.

La tarde se puso tan fría en la cumbre que hube de meterme en el saco un buen rato antes del atardecer. Entre la bajada del Teleno por la mañana y el ascenso del Trevinca a la tarde me habían dejado el cuerpo tan cansado que ni me molesté en salir del saco para hacer alguna foto cuando el sol empezó a acercarse al horizonte.