Dios, qué bello es este mundo




Camino de Santiago. El Burgo Ranero, 11 de agosto de 2008


La música venía de lejos, el sol apuntaba en el horizonte, sonaba a noches excepcionales que se habían prolongado hasta el amanecer. Música, voces susurradas, oscuridad y, en determinados momentos el día rompiendo entre las conversaciones a media voz. Noches de excepción, de farra, de charla entreverada con el sonido de una guitarra, del escarceo de las manos y el cuerpo. Madrugadas de afilada sensibilidad con el sistema nervioso como las cuerdas de un arpa tocando las fibras del alma suave, intensamente, como si las notas se estuvieran clavando en el alma. En el aire ahora se mecía la tonada de Amapola lindísima amapola, que traía a su vez de la mano a la voz cálida de María Creuza y la música brasileña.
Cosas de los veintitantos. Siempre una guitarra en las manos de alguien, una voz en el rincón de una habitación, frente al fuego de una chimenea.
En cuestión la música que venía de lejos era de un coche aparcado en el camino. Pensé que se trataba del mismo grupo de jóvenes que me habían despertado la noche anterior desde su fiesta de fin de semana bajo los chopos, pero no. Música saliendo de un amplificador a todo volumen, extendiéndose por el campo mientras levantaba el sol. El coche tenía todas las puertas abiertas y dentro un hombre de mediana edad limpiaba el interior acunado por la música; al borde del canto del gallo cargaba la batería del ánimo con música, música a tope.




El perfume que nos viene de lejos tuvo efecto, alentó mi memoria, la llenó con la voz cálida y asalvajada de Liza Minelli. El pasado y las noches de jarana mezclaban esta mañana con el tránsito de los caminantes. A lo lejos sonaban ahora las campanas de la iglesia del pueblo próximo.
El paso siempre el mismo, el sol, el polvo, la reiteración del momento durante toda la mañana sin cambio alguno me produce en algún momento la duda de si no tendré algún problema relacionado con el equilibrio, la sensación de en algún instante perderé el control de la verticalidad. El sol y la interminable línea recta del camino, sin apenas referencias, unos árboles lejanos, el ruido de una acequia que corre paralela al camino. Tengo dificultades para seguir el texto que vengo leyendo. A lo lejos suena otra campana, el jaleo de los pájaros en el silencio irrumpe en el silencio horizontal del llano. Veinte kilómetros para León. Una sombra, me siento sobre los rastrojos, pasan algunos caminantes, las hojas de algunos sauces se bambolean con la brisa. Un respiro.
Ahora se trata de jugar, jugar con uno mismo. ¿Los elementos del juego?: el calor, el cansancio, el llano llano, el acercamiento a ese punto de no poder más, caminar más allá, mas allá… Un juego. Qué extraña cosa es esta de sufir de puro antojo, porque a uno se le ocurre no más, porque a uno se le ocurre que no va a terminar el camino en León, cosa bastante lógica, sino decenas de kilómetros más allá, más allá de la provincia de Palencia, en la propia catedral de Burgos, lo que requiere ahora largas jornadas de camino, andar hasta reventar, no parar en todo el día. Hoy experimento sensaciones parecidas a las del correcolari, cien kilometrotros en veinte horas consecutivas de caminar, nostalgias de esa fiesta, la ebriedad de caminar noche y día hasta quedar totalmente roto.
El puro ejercicio de andar es comparable al puro ejercicio de escribir; andar por andar, escribir por escribir, otra pasión; los actos agotan su significación en sí mismos. Y recuerdo la música de la mañana. Quedaba la leche de bonita esa música en aquel momento.
Más allá del mediodía me digo que no sé muy bien por qué continúo caminando junto a la carretera nacional 120 por más tiempo. El ruido del tráfico es excesivo, ni música, ni novela, ni siquiera el fluir de los recuerdos. Se perdió el atractivo del camino. Paciencia.
Después vienen tiempos mejores. En una curva tropiezo con un irlandés entusiasta que me saca de mi aburrimiento, derrama su buen humor conmigo. Me para, me pregunta, le pregunto, lleva los ojos llenos del oro de los campos. Un poco más allá es una holandesa de carina sonriente, esas personas que son difíciles imaginar tristes. Are you alone?, le pregunto. Su cara es una fiesta. Me encantan las mujeres, tú. Qué cosas tan bonitas hizo la naturaleza. Esos ojos vivos, esa risa, esa risueña espontaneidad con que se para ante el viajero y empieza una cháchara admirativa y llena de curiosidad y entusiasmo. Este mundo definitivamente es un fiesta.







Día nublado, una bendición caminar a la sombra de las nubes pese al tráfico intenso de la cercana carretera. Gonzalo Navajas, en su Más allá de la modernidad, diserta sobre el erotismo en la novela. Yo y tú, una realidad no definida que podría ser, considerarse como un universo por explorar. Seguir explorando nuestras relaciones como si de un territorio virgen se tratara. Campo de experimentación en donde descubrirnos a nosotros mismos, investigarnos; descubrir qué hay en nosotros y qué en el encuentro, y qué pueden parir esas dos realidades. Las relaciones concebidas como mundo por experimentar, una búsqueda de las raíces. Ver qué pasa, cómo somos llevados, transportados en el cambio imprevisible y diversificador, cómo nuestros mundos llegan a mezclarse.
Por cierto que era tan bonita la luz en la fachada de la catedral de León, tan bellas las nubes que colgaban sobre sus piedras... Dios, qué bello es este mundo.












3 comentarios:

Anónimo dijo...

Experimetar a tope. Siempre. En todo lo que tenemos cercano. A veces viene el momento del ánimo bajito, de la blandura y se nos olvida
Precioso texto el tuyo.
Un beso

Anónimo dijo...

Muy bueno el blog, y sin duda una gran travesía.

Sin embargo me permito corregirle el dato de que León no es Castilla, por mucho que usted haya martirizado mis ojos con esa horrible mención.

Me parece increíble que pasando tantas horas y días en nuestras tierras no se haya dado cuenta de eso. Si hubiera preguntado a cualquier leonés acerca de ello le habrían dicho que no se considera castellano y que más bien es un insulto a nuestra identidad y nuestra cultura.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Hola Franz

El tema no es para dos líneas. Yo me siento ciudadano del mundo, aunque haya nacido en Madrid. Creo que es una lástima que urdamos las peloteras que urdimos en torno a la identidad con esta o la otra parcela del mundo, o con la propiedad de esta u otra tierra. El mundo es bello en exceso y nos pasamos la vida maltratándolo y maltratándonos con nuestras “sutilezas” diferenciadoras y con los afanes de pretender parcelar y dar cariz de exclusividad a unos cuantos metros cuadrados.

Nací en Madrid y he viajado y caminado lo suficiente por todo el mundo como para amar ese mundo y sus gentes hasta el punto de entender que mi lugar de nacimiento no es significativo, porque me siento uno más en ese mundo, pese a las fronteras y esas cosas. La cultura que hemos creado durante milenios en todo el mundo es patrimonio de todos.

Cuando, metido en mi saco de dormir tantas noches sobre esa tierra, miraba al cielo cada noche y contemplaba las estrellas, no era difícil que me asaltara con frecuencia esa sensación de insignificancia y de gozo que se siente ante el universo nocturno; una situación muy propicia para que uno sienta vergüenza ajena ante el modo en que tanta gente se empeña en ponerle puertas al viento.

Martirizar, horrible mención, insulto a nuestra identidad y nuestra cultura, son cosas que no me suenan a un reposado encuentro con lo que yo creo es el mundo y sus gentes.

Un saludo.