Altozano sobre el río Genil, 03/05/10



Cuando el día se nubla los colores entran en una especie de sorprendente conjuro destinado a convertir el campo en un cuadro impresionista de delicados tonos sobre las hondas verdes de las laderas, sobre los caminillos que serpertean por las lomas todas salpicadas de flores como para una fiesta íntima, sencilla, alborozada de insinuaciones y susurros. Hoy con música de Shostakovich, conversación armoniosa entre un violín, la viola, un violoncello que subraya las frases como un eco que se perdiera en las montañas suave, con decisión. Luces tamizadas, arcilla resquebrajada solando la vereda. Campos de margaritas con su aspecto de neviza a los pies de austeros olivos. El manto de sangre de las amapolas frente un otero de caliza clara. Una casa solitara con su línea de siena cálida sobre el oscuro del olivar, por encima del arriante de las retamas, los cardos en flor, los chupamieles, el valsámico olor del hinojo. Día sin sol y de apariencia desapacible, pero fértil en colores y luces de rincón de iglesia vieja.



Altozano sobre el río Genil, un poco más allá, como a los pies del vuelo de un milano, Cuevas de San Marco donde pocas horas antes había comido. Mi afición a las prominencias tiene su capricho cumplido esta tarde. Recostado sobre un olivo, millares estos días como grandes ejércitos en formación, sorbo a poquitos el café de la última hora de la tarde. El día, que amenazó lluvia nada más levantarme sólo sirvió para pintar sucesivas gamas de colores sobre las laderas que en caso contrario sólo habrían podido vestir la fragancia de sus verdes y la exuberancia monolítica de sus ocres; no así con una luz que hacía todo más delicado, más sutil, gamas que salían de las sombras a engalanar la mañana y para las que sólo era necesario mirar con deliza y atención.



Y cuántas veces identificándome con mi lectura, todavía A la sombra de las muchachas en flor, sintiendo con el autor como si ambos formáramos parte de una humanidad parecida, vivo aquella dilatada complacencia en qu ye tanto se recrea cuando el atardecer se cernía sobre su habitación de Valvez o seguía con su pensamiento a las muchachas que sus ensoñaciones traían constantemente a las páginas del libro. ¿No es acaso leer otra cosa que recrear at infinitum nuestro propio mundo, el que fue, el que pudo ser, el que soñamos, el que por una u otra razón adopta su forma a nuestros deseos más íntimos? Vivir la expectativa de que tras este párrafo o el siguiente voy a encontrarme un trozo de mi propia existencia, un matiz de mis propias sensaciones que el libro vendrá a dar forma precisa y poética. Como un buscador de tesoros rastrear en los libros y en la mañana, en la soledad del camino, en la brisa que se entretiene entre las ramas del olivar oscuro y terroso como dispuesto ahí exclusivamente para el goce de los sentidos. Y el día se acaba y recuerdo mi sueño de anoche puesto en mi descanso como una reminicencia aventada por mis lecturas, un extraño reencuentro con una mujer a la que quise y que acaso vino a transustanciarse a la sombra de alguno de esos personajes con los que vivo una larga parte del día. Me desperté y me fui difícil volver a mi sueño, las sombras de los olivos estaban allí diciéndome, duerme tío, esas cosas le pasan al más pintado. A la mujer del sueño le sucedía algo parecido a Albertina, se revelaba desagradablemente en su aspecto menos favorable. Acaso cuando nos enamoramos estamos incapacitados para la objetividad y ciegos pero contentos sólo somos capaces de vivir la exuberancia de la pasión.

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