Cercanías de Priego de Córdoba, 04/05/10





Hace frío. Como en los días soleados de invierno. Dejé las riberas del río Genil y después de Rute me interné en las sierras de Rute y de la Horconera, lo que llaman feamente parque natural de las Sierras Subéticas. Cuando amaneció había confundido ciertos ruiditos en la tela de mi tienda con lo que a mí me pareció lluvia, pero no, allá estaba el sol vistiendo de luz el pueblo de Cuevas de San Marcos, las nubes con sus panzas anaranjadas, un vientecillo que preludiaba bajas temperaturas. Salvo una primera parada para repostar y tomar un café, arriba en las faldas de la sierra de Rute, todo fue caminar, despacio, pausado, eso sí, perdiéndome de tanto en tanto; así hasta que llegó la hora de la comida. Atención abejas. Tuve que alejarme todavía un poco no fuera a ser que me encontrara con un ejambre a mitad de camino; son cientos las historias de abejas persiguiendo a desgraciados curiosos que equivocaron unos cajones de madera con acaso asientos en los que descansar de un paseo; historias más propias de la familia Ulises de mi tebeo de niñez que otra cosa. Paro bajo la inmensa copa de una encina, aunque procurando que me diera el sol; pero nada, el frío no me dejó sestear siquiera unos minutos, así que pacientemente me eché a la espalda mi impedimenta y puse en funcionamiento mi ipod: El doctor Pasavento, de Vila Matas. Era agradable no tener ninguna prisa y, con las manos en los bolsillos, ir desgranando las páginas de un nuevo libro; el doctor Pasavento huye de la notoriedad, pretende escribir exclusivamente para él, como decía mi exnovia mientras por otra parte hacía todo lo posible para que le publicaran sus bellas cartas al Fusi. Pero una cosa es que uno escriba y quiera ver sus libros en las librerías y otra muy difente, como me sucedía a ella o podría pasarme a mí, es que la escritura le haga discurrir a uno por situaciones que no son propias de un carácter más bien reservado que sobre todo busca su contento en la soledad o en esporádica compañía.


El sol se ha ido ya y un viento desagradable barre la desabaratada pelambre de los olivos bajo cuyas ramas me he refugiado para pasar la noche, a tiro de piedra de Priego en donde quizás desayune mañana temprano. Pero al ruiseñor no le arredra el frío, aquí mismo sobre mi cabeza, penetrante maravilla, como ya me sucedió tantas veces, me obligará esta noche a dormir, en aparente contradicción con mi afición al canto de los pájaros, con tapones de cera; porque los escarceos amorosos de esta ave, por más que me gusten, si el pájaro se pone a cantar en una rama próxima no hay quien pueda dormir, ya que es capaz de pasarse horas en alocado canto. Y, cómo no acordarme una vez de mi cara Marisa, aquella vez que se empeñó en alguna entrada de este mismo blog en discutirme que no era un ruiseñor sino un mirlo; y que, además, como por entonces andábamos reñidos, volvía anónimamente a la carga presentándose como la chica del mirlo. Tiempos aquellos, que tienen para mí hoy el sabor de toda esa última lectura de la mañana cuando concluí con A la sombra de las muchachas en flor, y no es que nosotros ni remotamente nos acercáramos a la edad de aquellas muchachas de Proust, pero, ay, cuánto me lo recordaron, cómo uno puede llegar a percibir ese sortilegio de seres encantadores, cómo podemos llegar a pasarnos horas y días embelesados en la figura cambiante y risueña de una mujer a la que queremos, cómo podemos soñar, vivir la mayor pena y el mayor regocijo cuando aquel rostro se nos apartece con la endemoniada fuerza del amor. 

 
No me cae bien este frío traicionero, estoy en el sur, es primavera y por imperativo moral esto no debía de suceder. Transgresión metereológica. Pausa. Un paisano para el coche, apenas se ve, yo escribo con la espalda sobre el tronco del olivo. Nos saludamos, el hombre alucina. Charlamos. Va a pasar frío esta noche, eh. No digo que no, que cometí el error de venirme de veranillo. Trabaja en el cortijo próximo. Se le ve con ganas de charlar, pero el viento y la baja temperatura le obligan a subir la ventanilla del coche. Nos despedimos.



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