Entre Almedinilla y Alcalá la Real, 05/05/10



Mediodía bajo un olivo, el bosque permanente sobre el paisaje andaluz que atravieso. Hoy paisaje desteñido, reiterativo, con una cruda luz cenital sobre las laderas que desluce la posibilidad de mostrarse sugeridoras, llenas del claroscuro, la ondulada gracia de otras jornadas. Acaso, como todas las cosas, la reiteración un día y otro de determinados perfiles y dibujos termina por alterar la calidad de la percepción. Algo no del todo improbable, ley de vida más bien contra la cual se levanta tarde o temprano nuestro deseo de cambiar de panorama, de hábito para dar así variedad a la monotonía de la concatenación de los hechos. En el bar donde desayuné no se habla de otra cosa que de este repentino fresco que asola la región. Se cuenta historias memorables de otros años, lejanos, cuando la nieve cayó primaveralmente sobre esta tierra de olivos y tierras como mecidas en olas por el viento.
Veamos, demos un repaso a mis anotaciones antes de que éstas se pierdan en los requiebros de los caminos. Ésta, de una máxima tibetana: El viaje es un regreso hacia lo esencia. No está mal, algo de eso tienen los viajes y los caminos. Dejémoslo registrado, acaso ello calme en algo el dolor de las ampollas o la reiteración que tarde o temprano se produce en los caminos.





Otra: esta imagen sobre estas líneas que me encontré en el camino a la salida de Priego de Córdoba: ¿aleatoria coincidencia?, ¿realidad plausible, la evidencia por más que los eufemismos pretendan tantas veces desfigurarnos el aspecto de una realidad monda y lironda, esa en que de una manera u otra nos va convirtiendo en deshecho por mor del tiempo, de la conclusión lógica y natural de la vida? Así en los cuerpos hermosos y en los que no lo son, admirables o admirados, siempre el seco retortijón del final de una vida como un accidente más en el ser de la naturaleza, tan prolija, tan dada a sustituir un ser por otro, tan dada a renovar la materia viviente por otra.


Vila Matas. La novela como medio para escribir sobre esto o lo otro, aquello que a uno le viene a las mientes, las obsesiones que lo visitan, el olor del campo que se atraviesa; así Vila Matas en este Doctor Pasavento, que no ociosamente se refiere esta mañana, entre curva y curva del camino, a Tristan Shandy, la novela de Sterne, que en ocasiones parece repetir en la urdimbre de su propia escritura zigzagueante siempre entre uno y otro tema. Me pilló un buen trozo de asfalto, los coches pasan ruidosos junto a mi lectura, un ruido que tamizan mis cascos antiviento, antitráfico. Y cuando quiero darme cuenta, sin que encuentre yo el porqué, la lectura anda por la torre de Hölderling en Turingia, y aquella otra de Montaigne, baluartes ambos donde la locura del primero o la fecundidad ensayística del segundo, tuvo lugar. Recuerdo esa torre semicircular sobre el río, tan poética, que nos vimos empujados a visitar el pasado verano y cuya presencia tuvo por efecto hacer desaparecer en mí el encanto que hasta entonces había tenido en mi imaginación aquel lugar de trabajo del poeta trastornado. El diálogo entre el doctor Pasavento y Morante, residente de un psiquiátrico de Nápoles, se convierte en un lúcido divagar por ese fenómeno que llamamos realidad. A al dicho tibetano, en donde el viaje parece la única posibilidad de articular una narración organizada con su principio y final, se opone ese al modo de Godard que cuenta el no tan loco Morante, cuando refiere la afición de aquel a entrar en los cines a mitad de proyección, para salir antes de que la película hubiera terminado, apoyando así la tesis de la innecesidad de una trama argumental; cosa que de alguna manera Morante subraya al manifestar su aprecio por la película de Rossellini, Viaggio in Italia, donde una pareja, Ingrid Bergman y George Sanders, como sorprendida en mitad de un argumento que no se narra, da comienzo al film. La literatura consistente en un relatar sin objeto, las imágenes y los hechos como actores esenciales de la escritura; la desarticulación de un argumento líneal al modo de Godard.
Sólo los caminos y los viajes, pues, parecen tener un principio y un final. El viento trae el inconfundible olor de las retamas en flor. Las flores me piden desde la proximidad del camino que saque la cámara y les dedique una mirada amable.


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