Barranco de los Carneros, 07/05/10




Me pregunto si sesenta y dos años, casi ya, no serán muchos ya para estas fenomenales caminatas. Hoy estoy muy cansado, ando como si me arrastrara, no hay la frescura de otras veces, esa sensación de que uno pudiera caminar durante todo el día sin notar apenas el cansancio. Qué grata esa sensación tantas veces como la he sentido. Llevo caminando dos semanas ininterrumpidamente y creo que es la primera ocasión en si hubiera tenido a mano un autobús lo habría cogido sin pensármelo dos veces. Desde ayer después de la comida el camino se ha subido al monte y por allí ha transcurrido durante toda la fría jornada de hoy. Dos veces paré, la segunda me adormecí durante un buen rato, me despertó el frío. Volví al camino, me dolían los pies, especicalmente la ampolla del izquierdo, que allí anda desde hace días y que sólo dejo de sentir cuando llevo un rato caminando. En las curvas de nivel no se ve gran cosa, tampoco me molesté en mirar el libro que fotografié de la ruta, Walking the GR-7 in Andalucia, que sólo uso de referencia para localizar los lugares donde puedo comer o comprar algo de lo que pueda necesitar; así que tiro para adelante y el camino sube y baja, se arrima a los cerros, los atraviesa, encinares, quejigos, retamas, amplios prados salpicados de la blanca roca caliza. Leí durante un rato en las páginas de El Quijote, pero mi ánimo no está para sus locuras; en un breve descanso que me tomo me imagino llegando al pueblo y buscando un transporte para Madrid; tenemos un par de localidades para ir al teatro, El avaro, de Molière, ya las había dado por perdidas; imagino tomándome un descanso y volviendo hacia final de mes otra vez al camino. Y el desfiladero que bajo es largo, larguísimo, sin fin, montañas que siguen a montañas, hacia el fondo se yerguen roquedales anaranjados y abruptos que caen sobre el río como un tajo. Me sorprende este inesperado cambio de paisaje. La pista cruza el río y se encarama a la loma; como cada vez que llego a algún punto significativo, saco el gps y compruebo la ruta. No, no sigue la pista el track; miro extrañado, porque pensé que no me quedaba mucho para llegar al pueblo, y me encuentro que las indicaciones de la brújula apuntan a una pequeña senda que se interna en el desfiladero. Al poco rato mi humor ha cambiado de tono, me encuentro con una profunda garganta en cuyo fondo suenan broncas las aguas del río. Inesperado y bello paisaje por el que dar término a este fatigoso día. Apenas tengo comida, pero es tan hermoso este lugar, que apenas encuentre un prado de un par de metros para mi tienda allí me quedo. En algún momento, tras una larga travesía de este barranco, el sendero desciende al río y lo cruza por un puente de madera. Un poco más allá, en un altillo sobre el agua, instalaré mi vivac. El lugar merece demorarse para pernoctar. Una empinada cuesta trepa por la ladera del desfiladero: mañana será otro día. 

 
Entre mis pensamientos del camino ha surgido con frecuencia hoy las secuencias de Rompiendo las olas, que terminaré de ver esta noche; aunque anoche pensé que no vería la continuación, creo que sí que intentaré enterarme de qué sigue a esta malograda segunda parte de ayer. Una bella historia de amor que mantiene una frescura y una fuerza encantadora hasta el primer tercio de la película, pero que pierde irremisiblemente aquellas frescura, aquella ingenuidad para caer a partir del accidente de Jan en una decepción. A uno le entran ganas de gritarle al director, al guionista, no, tíos, probad otro camino, no estropeéis esta historia, estos principios de capítulos tan bien llevados, ese encuentro en una dimensión superior; coged las tijeras y recomenzad, haced una obra maestra con esa historia. Pero me temo que no, que los grandes aciertos, esa magnífica escena, tan breve, tan emotiva de ella gritando su desesperación frente al mar embravecido, allí sobre el perfil de los acantilados llenos del fragor demoniaco de las olas, la fiesta de boda, el encuentro de los amigos de Jan con el mundo petrificado de la familia de ella, la franca amistad, tan espontánea, tan atrayente de aquellos hombres; todo eso se pierde durante la enfermedad de Jan, un laberinto del que no sale bien parado el guionista, al menos en lo que llevo visto. El doctor Pasavento también languideció en su trocha final. Creo que Vila Matas gasta demasiado papel con aquello del hecho de desaparecer, de querer efectivamente esconder definitivamente a su personaje. Uno tiene la impresión de que el autor hacia el final no sabe qué hacer con su protagonista, tanto nos ha hablado de su pretendida desaparición, que más le hubiera valido darle un trancazo al personaje a fin de que la banalidad de la vida hubiera dado el testimonio lógico que acaso merece cualquier endiablada inquietud que se interpone con tanta fuerza en nuestro camino. Esa engañosa y no creída necesidad, que hace de este personaje un material literario propio sólo para llenar los huecos entre publicaciones de más monta.
Veremos en qué para mi ánimo de mañana, si me vuelvo o continuo.


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