El Chorro, 30/04/10



Estaba tan cansado que me eché bajo la sombra de un pino y me quedé profundamente dormido, inane, sin fuerzas para moverme. Al bello paisaje agrícola de las cebadas y los olivares de las lomas solitarias entre Serrato y Ardales habían seguido agrestes colinas que mi camino sorteaba bajando y subiendo, cuando no cresteando cual señor del lugar volando sobre una alfombra como Merquiades; sin embargo, con el sol ya alto un dolor persistente en la espalda me obligaba a caminar como si tirara de los arreos de un voluminoso carro imaginario. El camino lo aliviaba la lectura del segundo tomo, A la sombra de las muchachas en flor, que había comenzado nada más salir de Ardales, la ilusión del mismo Proust adolescente por asistir a una representación de la Berma (?), en Fedra, de Racine, sus consideraciones de nuevo sobre Odette o un Swan transformado por mor de su boda con esta última.


No es que me pirrie escribir en este bloc, o al menos no lo hago con las ganas que lo hacía antes, pero siento, sin embargo, que igual que no puedo dejar que se me oxide ninguna parte de mi cuerpo, de la misma manera debo hacer el esfuerzo tanto por mantener un cierto tono vital como por recoger trozos de trochas y lecturas que mi liviana memoria, cada vez más liviana, dejará si no perderse en la nada en menos que canta un gallo. 

 
Siempre hay momentos fuera del presente en que me gusta, gustará recrear, imágenes e instantes de ese presente en el que hay que esforzarse en vivir con plenitud; quizás de ahí el trabajo de cargar con la cámara fotográfica o el ordenador. Películas e historias que de seguro alimentarán mi cuerpo en algún momento posterior. No es sólo que necesite el testimonio para después poder recordarlo, sino que ver y leer suscitarán, como ya lo han hecho en otras ocasiones otras escrituras y otras imágenes; la memoria espontánea podrá ser sustituida por una memoria propiciada. Y así, junto a los hechos recordados surgirán los libros del momento determinado, lo que dicen los libros, las emociones que lo acompañaron. En busca del tiempo perdido lo leí por primera vez hace treinta años en la circunstancias del accidentado nacimiento de mis hijos mellizos, un tiempo que ejercía como maestro en una pequeña aldea de Asturias. Pues bien, este nacimiento y Proust formaron en mi memoria un conjunto de impresiones que en algún momento se entrecruzaban y formaban una peculiar visión del pasado; de la misma manera que no puedo separar mi lectura de Teresa de Jesús de mis largas caminatas recorriendo las sendas del Alto Tajo, o de Lezama Lima del paisaje gallego por el que me sorprendió su lectura dos primaveras atrás. 

 
Las lecturas duermen y, como el arpa de Bécquer, junto a los caminos que visito, mecidas también otras veces en una hamaca que cuelga de mi cabaña, otras apostado en algún acantilado de Lanzarote leyendo a George Eliot una noche de interminable lectura bajo el cono luminoso de una linterna, como aquel arpa, digo, despiertan, y entonces con suerte es un nuevo momento de gracia. Mi vida me arropa con el arrullo de sus múltiples evocaciones. Hace dos primaveras atravesaba la Guadalajara montañosa después de un largo caminar desde el Mediterráneo, envuelto en la lluvia; las jaras estaban vaporosamente hermosas, los verdes entre la niebla con sus mil matices pasaban a mi lado salpicados por miles de flores que la luz tamizada convertía en maravilloso cuadro pintado en exclusividad para mí en aquel día. Pues bien, en tal ocasión fueron los cuentos de Chejov y una inolvidable lectora cuya voz cálida de vibraciones andróginas muy peculiares quedaron grabadas en mi para siempre como una cálida experiencia. Al final, como tantas veces, me perdí en mitad de la lluvia en un robledal mientras bajaba una empinada ladera que me llevaba Retuertas. Ni aun así dejé de escuchar a aquella mujer entre la cortina de agua; aunque de vez en cuando perdiera el hilo entre los rastros de una senda y otra, volvía a la nieve, a la silla de postas en que viajaba el protagonista del cuento, eso si no se trataba de la señora del perrito y su amante. 

 
Y ves, estaba aquí y de pronto me he ido allá, a la Guadalajara de la lluvia. Algún día leeré estas líneas y entonces al hilo del recuerdo estaré con Swan, me daré una vuelta por el Oviedo en que nacieron mis hijos, recordaré alguna historia de Chejov, mi caminata por Guadalajara. ¿No es este un buen cometido, disponer de un tablero de billar en donde las carambolas sucesivas nos traerán sin lugar a dudas perfumes, recuerdos, emociones, trozos de primavera andaluza?
Es hora de levantar el culo y seguir caminando. No me quedá nada de comida y tampoco agua, así que no queda más remedio que llegarse hasta el paraje de El Chorro.



Y dormiré en un prado de flores... Sí, bajando a El Chorro, me decía que es una lástima que no tengamos a un Proust para nuestro mundo, un mundo no tan maravillosamente fútil como el que le rodeaba a él mismo, pero que sí se merecería la circunstancia de un escritor de sus características y talla que pudiera iluminar y adentrarnos en las contrariedades y sutilezas de una vida que a veces nos aparece tan hartamente superficial como la de la burguesía de su tiempo, pero que tiene sin embargo el matiz de ser accesible a todo hijo de vecino con tal de se lo proponga. La riqueza cultural y espiritual del hombre de la calle es un bien accesible que no era dado en los tiempos de Proust, donde las clases mejor favorecidas eran casi exclusivamente las única que podía disfrutar del bien de la cultura, por más que ésta se convirtiera con frecuencia en bien banal con el que mercadear en los salones y reuniones sociales, como el mismo Proust demuestra a lo largo de cientos de páginas. Tanto ser encopetato pendiente casi exclusivamente por defender y permanecer en una situación de rango superior. Ese invento que todavía subsiste y que consiste en considerarse de clase superior y tener en menos a todos aquellos que ostentan una cultura menor, un nivel de riqueza más bajo, la estúpida pedigree de la riqueza o el poder, cuando no de la fama o la ostentación.
Tantas realidades diferentes que el reducido mundo de Proust no pudo relatar, o cosas tan simples como este recoleto prado florido en medio del cual descargué mi impedimenta para disfrutar una vez más de este suave atardecer que se cierne sobre las anfractuosidades de El Chorro y del desfiladero de Los Gaitanes. Encontrar un autor para este mundo que es el mío, que sepa describir, analizar, mirar con la agudeza de una sensibilidad superior y que a su vez sirva a nuestro recreo e ilustración.
Anduve demasiado hoy, pero estoy contento y sobre todo es agradable finalizar así, en un prado levemente perfumado por el canto de los pájaros, llenos de color, rodeado de agreste montañas por detrás de las cuales la tarde despliega su panoplia de suaves colores al pastel. 

 

No hay comentarios: