El sol brotaba en el horizonte como una flor carmesí



Cala de S'Estanyol, Punta de sa Mata, 18/05/11

El día estaba nublado y ventoso, así que no me moví del saco. Había dormido sobre el labio superior de un acantilado. A cada rato me adormecía y me encontraba de lleno dentro de un atractivo sueño, salía y entraba en ellos con la suavidad con que se debiera entrar por la puerta de algún misterio; de golpe había desaparecido el mar y su golpeteo contra las rocas y me encontraba de nuevo en un espacio mágico, como en aquella película, El imaginario del doctor Parnassus.

El sol se elevaba lejos del horizonte cuando me puse de camino. Mi gps me llevaba hacia el interior, pero mis ganas tiraban para el lado opuesto, una pequeña senda que bordeaba los acantilados, camino de la bahía de Talamanca; acantilados abruptos y con la ladera superior cubierta de pinos enanos. No merece la pena narrar mi encuentro con la propiedad privada. Estaba demasiado ensimismado en el hilo de mi novela como para reparar que tras una alta puerta de madera podría encontrarse un quisquilloso propietario. De todas maneras no había otro camino practicable entre el mar y la propiedad. Me lo tomé a broma cuando el criado del propietario se puso algo antipático; al final tuvo que acompañarme hasta cincuenta metros de la puerta automática. Desde allí levantó el brazo y apretó el botón del mando a distancia. Le día las gracias con la cortesía de quien en un hotel le han prestado el servicio de abrirle la puerta del ascensor.


Mi caminar es lento, me sobra tiempo y por lo tanto lo esparzo lentamente por la mañana dejando vagar mi ánimo por la Cala de Talamanca, por las laderas sembradas de urbanizaciones, por el mar agitado que golpea bajo mis pies. Si alguien que leyera estas líneas quisiera caminar dando la vuelta a Ibiza, le diría que se puede ahorrar la casi totalidad de la costa oriental. Demasiado asfalto y demasiadas urbanizaciones, al caminante apenas le quedan unos breves espacios de campo abierto para dar salida a sus gustos.

Tras la comida, elegí junto al agua mi mórbido lecho de algas, extendí mi aislante e, instalado como si estuviera en la hamaca de mi cabaña, me dediqué a mi novela, Caballos desbocados, con los ojos cerrados, oyendo cerca el golpeteo del mar contra los amontonamientos de las algas, siguiendo paso a paso las pequeñas circunstancias que iban llevando a Isao, el protagonista, a la muerte. Me sentía tan inmerso en la novela, tan dentro de ella misma, que si alguno me hubiera dado un golpecito en el hombro, al despertar de mi lectura no habría sabido en un primer momento en donde me encontraba. En el momento en que Isao se da muerte, mientras la daga se hundía en su estómago, el sol brotaba en el horizonte como una flor carmesí.

Isao y sus correligionarios quizás tuvieran algún parecido con los grupos de extrema derecha de nuestro país, aquellos camisas azules de los primeros tiempos de José Antonio, y de los que tan irónicamente se apoderara Franco y sus secuaces para sus propios fines. Las fuerzas de la juventud, su entusiasmo, su pureza intoxicada por grandes ideales de pies de barro... y al final de todo, la muerte, la autoinmolación como ofrenda floral a los dioses, la réplica a la adormecida conciencia social.

Intentaba sacar algo en limpio de mi lectura, pero era inútil. Yo camino, miro, observo, guardo dentro pequeños detalles, procuro no meterme con nadie, ser gentil con quien me interpela, pero aunque viniera de Marte, por poco inteligente que fuera, no dejaría de llamarme la atención cuando camino, un buen número de detalles, cierta cala, por ejemplo, en la costa occidental, que era totalmente inaccesible, propiedad cerrada a cal y canto, propietario con yate y fiestas por todo lo alto, al decir del camarero; las enormes y abusivas propiedades. Estos desorbitados lujos hablan por sí mismos a todos aquellos que no son sordos. Luego paseo por Eivissa y me encuentro la colada electoral tendida por todos lados, ese personal que pide a gritos ser elegidos, con tu dinero y el mío, claro, esos dos grupos políticos endogámicos que han monopolizado el poder en nuestro país, tejiendo una ley electoral que sirve a sus propósitos y a su hegemonía, la malhadada ley de Hunt; y las cosas no cuadran, más todavía, cuando, como parece, los destinatarios a recibir la mayoría de los votos son precisamente los que con el hisopo en una mano y su cinismo en la otra pretenden santificar y conservar a toda costa privilegios y bienes. Algo huele a podrido en Dinamarca, sí, señor.

 

El día se hizo primero de ceniza clara, después chispeó y a la tarde se convirtió simplemente en desagradable, así que desacostumbrado como me he hecho al contacto con el turismo de ocasión, la verdad es que me siento raro en estos tinglados multitudinarios hechos para pasear, comprar cachivaches de dudosa utilidad, tomar el sol o mirar al infinito tras una cerveza; desacostumbrado como estoy, decía, sólo me queda la playa o las cercanas colinas que se levantan al sur de la isla para poder refugiarme. Extraño bicho éste que, amenazando lluvia, prefiere el monte o la venteada playa.

A la noche, mientras oscurece y chispea esporádicamente, escucho un cuarteto de Beethoven junto al cha-chap del agua rompiendo sobre las rocas. La tarde noche tiene una suave textura de abandono y soledad. Junto a los acantilados del parque de las Salinas he logrado encontrar un toldo que de momento me protege del liviano chirimiri. De vez en cuando el despegue de algún avión irrumpe entre los violines y el violoncelo con el temblor de una tormenta.



















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