A Gudiña, 21/02/13
A las siete de la mañana llovía. Ramón optaba por
tomarse un día de descanso. Yo preparé mis cosas e intenté colocar
a mano todo lo que pudiera necesitar, ya con la idea de que no me
quitaría el macuto de encima hasta las dos o las tres de la tarde.
Al final Ramón se decidiría por caminar bajo la lluvia, me seguiría
un rato después; nos despedimos con un hasta luego.
Nada más atravesar el pueblo, en la parte más alta,
hay un insospechado follón de grandes camiones haciendo maniobras;
los camioneros se dan los buenos días unos a otros a golpe de
claxon. Están calentando motores para comenzar la jornada en la
obras del AVE. Me encuentro con ellas desde hace tres semanas; parece
que el camino de la Plata y esta línea ferroviaria no puedan
separarse por mucho tiempo. Sorteo aquel tráfico como puedo y pronto
vuelvo a introducirme por las pequeñas calles por las que me indica
mi navegador, hasta dar por fin al camino. Está amaneciendo, la
niebla y la lluvia dejan un paisaje muy propio de la Galicia en la
que acabamos de aterrizar: chirimiri, niebla, chimeneas humeando. El
camino desciende con suaves curvas y luego inicia un ascenso hasta el
monasterio de Tuiza. A esta hora mi cámara ya es capaz de hacer una
bonita toma del edificio, de las sombras de los árboles desnudos, de
la fuente, que emite su rumor cantarín y conventual. Luego el
sendero se pierde en el monte, lleno de agua, chorreante, rodeado de
robles, de helechos herrumbrosos que yacen cabizbajos esperando la
primavera para levantar cabeza y enderezarse. Cuando los robles dejan
ver el paisaje, éste aparece gris bajo la cortina de agua, la niebla
ocupa las cumbres.
Llueve pero es hermoso caminar por estos bosques. A
veces los riachos quedan canalizados en el camino y el paso se
convierte en un ejercicio de equilibrio en el que hay que buscar la
piedra donde apoyarse, un trozo de ladera por donde sortear el agua.
La señales aparecen regularmente aquí o allí. La verdad es que me
encuentro muy a gusto en este ambiente, recuerdo un largo verano de
lluvias en que atravesaba de parte a parte el Pirineo Francés,
grandes hayedos en los que el camino se convertía en un auténtico
colchón de hojas como un colchón ahíto de agua; ocho, diez horas
de andar bajo la lluvia que acostumbraban al cuerpo a este medio
acuático sin más problema que desearse durante todo el día la
posibilidad de encontrar al final de la jornada un lugar seco donde
se pudiera secar algo la ropa, que tantas y tantas veces había que
ponerse de nuevo mojada a la mañana siguiente.
Es difícil hacerse una idea de por donde va uno,
preocupado por no mojarse excesivamente los pies en los arroyos,
indiferente a la niebla o la lluvia. Esta mañana ni siquiera
consulto mi navegador; obedezco fielmente a las flechas amarillas que
me encuentro con regularidad. En algún lugar desaparece la cuesta y
el camino inicia un suave descenso. Parece que ya he superado el
grueso del camino más duro; sudo como un pollo. En A Conda me paro a
fotografiar una fachada con grandes troncos troceados y abiertos en
canal debajo; un vecino, que viene en coche, se para, pegamos la
hebra, le hace gracia que esté fotografiando su casa y su leña: es
que el invierno es muy largo, me dice. ¿Cuantos vecinos son en la
aldea?, le pregunto. Tres, me contesta. A los dos restantes me los
encontraría más abajo protegidos bajo el alero de un tejado. En A
Cabeciña hay bar, pero me tendría que desviar y no me hace ninguna
gracia; continúo rumbo a A Gudiña.
Después de O Pereiro los robles desaparecen y el camino
vuelve a subirse a merodear por los cerros. Un antiguo incendio ha
dejado sus huellas en las laderas, retamas calcinadas, árboles
carbonizados; que por cierto, ya lo había observado esta primavera
en la isla de la Gomera, deja un paisaje un tanto desolador, pero que
en contraste con el verde que renace a su alrededor, y acompañado
por la niebla, forma un cuadro, un efecto plástico interesante.
Visto, claro está, desde una perspectiva estética. Más arriba
tendré la aventura más notable de todo este tiempo que llevo
caminando. El camino zigzagueaba entre roquedales y restos de retamas
calcinadas, más arriba, a mi izquierda pastaba un rebaño de ovejas
que yo observaba con indiferencia sumido en mis propios asuntos. Y
entonces, de repente, sin que los hubiera visto antes veo bajar a
toda leche a cinco o seis mastines grandes como elefantes y con las
fauces abiertas como si fueran caimanes hambrientos y yo un náufrago
en alta mar. Coño, visto y no visto se me subieron de repente a la
garganta, no los mastines, todavía no, los huevos, quiero decir. Y
bajaban a toda leche y en lo que tardé en coger tres o cuatro
piedras del suelo ya estaban aquí, como los apaches formando círculo
a mi alrededor, ladrando descosidos, con sus enormes bocas dispuestas
a soltar un mordisco. Y no sé si tirarles las piedras en este
momento, tan cerca estaban, porque debí suponer que tan próximos lo
mismo me lanzaban una dentellada al cuello o al culo. Arremeto con
los bastones contra dos que tengo delante agarrando cerca del regatón
con una mano y con otra en el mango a fin de clavárselo hasta el
duodeno si fuera necesario al que tengo delante, pero me vuelvo y me
encuentro uno detrás de mí tan grande como un elefante, y no se me
ocurre otra cosa que gritar: ¡pastor! ¡pastor!... aunque me guardo
dentro de mí el hijo punta correspondiente. Nunca había vivido una
sensación como esta, cinco... cinco bestias rodeándome dispuestas a
lanzar una dentellada al primer lugar de mi cuerpo que pillasen. Y
les chillo, eh.... eh.... y amenazo con los bastones mientras los
tengo na, a dos palmos. Y de golpe noto que la presión cede, que se
relajan, que se separan un poco, como si ya hubiera descargado toda
su agresividad y ya no les quedara fuerzas para seguir fingiendo que
me iban a devorar. Qué sé yo, quizás el pastor, que ahora veía
lejos tras unas piedras, se comunicó con ellos de alguna manera.
Vamos, que se alejaron poco a poco. Y ahora me tocaba a mí buscar al
cabrón del pastor y encararme con él. No, no le mandé a tomar por
culo, a uno la educación le sale por las costuras del cuerpo sin que
se lo proponga. No sabe usted lo que se está jugando, le dije. Bien
lo sé yo, contestó, un tanto apurado. Es que tengo una oveja que
está pariendo y me alejé del rebaño... me dijo a modo de disculpa.
Todavía me temblaba el cuerpo. Cuando ya me disponía a reemprender
mi camino me paré, no me sentía bien, todavía crucé unas palabras
con el pastor, tenía necesidad de poner en sordina la violencia con
la que había reaccionado.
En el siguiente pueblo, O Basteiro, estaba fotografiando
un fachada de una casa cuando oí los cascos de Vermell sobre el
asfalto, Dop se acercaba corriendo a saludarme. Ramón venía montado
en el caballo tocado con su sombrero de cuero y que a mí en aquel
momento me parecía la yacija que llevara don Quijote a modo de yelmo
cuando salió de su aldea a correr mundo y a desfacer entuertos. No
tardaríamos en llegar a A Gudiña.
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