Laza, 22/02/13
A la noche, cuando me dormí, llovía con cierta
intensidad, todo parecía indicar que el día siguiente sería un día
de descanso; sin embargo poco antes de las seis de la mañana el
cielo está desacostumbradamente estrellado. La pista de asfalto
abandona el pueblo y sube sin interrupción hasta situarse en la cota
de los mil cien metros; en ella se mantendrá durante todo el día,
pequeñas subidas y bajadas, pero siempre en la línea de las cimas.
Arriba la niebla es muy cerrada, dos o tres aldeas que atravieso
surgen de ella como fantasmas ateridos de frío; aldeas donde
probablemente no viven más de dos o tres vecinos. En la mayoría de
ellas muchas de las viviendas son un montón de escombros invadidos
por las algas y los líquenes.
La niebla aísla, te sumerge en el prístino mundo de tu
mismidad. El yo se hace centro de todas las cosas y a tu alrededor,
allí mismo, no existe otra cosa que tú. Y hoy, que la lectura no es
algo apetecible en medio de este universo en donde por más ha vuelto
a desencadenarse el acostumbrado chirimiri, se hace día de
reflexión, de largos paseos por la memoria, más todavía cuando las
flechas amarillas indican un sendero a la izquierda en el que apenas
se alcanza a ver veinte o treinta metros por delante. La perfecta
nada y el líquido goteo de la lluvia sobre mi capa de agua. Una
experiencia que viví muchas veces, pero como tantas otras cosas
gusto volver a experimentar, ese presente que debería ser nuestro
anhelo principal, sin futuro, sin pasado, y ese pretérito que da
densidad a la hora del momento por cuanto repitiéndose, siendo el
ahora también pasado, remembranza de otros tiempos, sustancia la
experiencia como una continuidad del ser y el existir. Y caigo
fácilmente en pensamientos reiterativos, tengo la vaga impresión de
que hemos magnificado hasta límites insospechados la complejidad de
la vida y que todo, absolutamente todo puede llegar a ser mucho más
simple de lo que pensamos. En las afueras de una de las aldeas que
atravieso hay dos hombres cortando leña con el hacha y desgajando
troncos con cuñas de hierro. El invierno es largo. Lo primero que se
me ocurre es que cuánto trabajo, que una motosierra simplificaría
las cosas bastante. Uno de ellos es bastante mayor, pero golpea la
cuña de hierro con el mazo de hierro de una forma tan vigorosa que
me da cierta envidia; un ejercicio que yo ya no me atrevo a hacer.
Últimamente pienso con una cierta frecuencia que en la siguiente
vida seré pastor y que no tendré motosierra, y acaso ni siquiera
coche; bueno, quizás no lo pienso, creo que lo soñé días atrás.
La niebla invita a los porqués, el organismo y el alma
aprenden en este pequeño universo que se forma alrededor de uno
minimizando las distancias y haciendo de unos pocos metros cuadrados
el punto de referencia del caminante.
Otra aldea aparece entre la niebla, la atravieso, la
mitad de las casas están en el suelo; pueblo abandonado y sin
embargo en una de las ventanas descubro un geranio. Y el chirimiri
deja de ser chirimiri para convertirse en lluvia abundante. El cuerpo
termina acostumbrándose a todo; con las manos en los bolsillos
camino como quien está paseando por el Retiro, sin prisas, de una
manera automática. Tras seis horas de caminar ininterrumpidamente
bajo la lluvia decido parar a comer algo en una antigua parada de
autobús, un cobijo de chapa donde doy cuenta de todo lo que tengo.
Me visita la tentación de echarme una pequeña siesta en el asiento
que atraviesa de parte a parte aquel refugio, algo sumamente
tentador, pero desisto, no va a acampar, me repito dos o tres veces a
fin de convencerme del todo. Por fin vuelvo a cargar el macuto y me
salgo a la lluvia de nuevo. Un buen trozo después de Portocamba el
camino empieza a descender hacia el valle, la lluvia arrecia, las
laderas están preciosas, los robles de siempre, el manto de helechos
con su color de hierro viejo, un caminillo que culebrea más abajo
como una simpática pincelada que alguien hubiera dado después de
finalizar el cuadro a fin de dar a este movilidad y gracia. Un
larguísimo descenso, tranquilo, lleno de paz, siempre lloviendo, que
me convierte en un espectador suertudo que ha encontrado el momento,
la luz más propicia para atravesar este último paraje que me dejará
en Laza.
Cuando estoy intentando abrir la puerta del albergue,
cuya llave he conseguido en protección civil, recibo una llamada de
Ramón, que está a su vez entrando en el pueblo. Después de
ducharnos y poner toda la ropa a secar hacemos relación del día,
merendamos algo. Más tarde buscamos un restaurante. Y mientras
hablamos largo y tendido sobre el desierto que Ramón ha visitado en
un todoterreno y yo con un cuatro latas y tres churumbeles cuando
tenían uno y tres años, o sobre Marruecos al que ambos somos
adictos, los macarrones y las lentejas han desaparecido y llega la
hora del café. Le estaba contando a Ramón algo de nuestra lejana
aventura por el Magret donde tanta hospitalidad encontramos, cuando
de repente empezó a ponerse blanco, apoyó la cabeza sobre las manos
y me dijo que no me preocupara si se desmayaba. Estaba teniendo un
bajón de tensión. Esperé un poco pero no se le pasaba, no sabía
qué hacer, la mujer que nos había atendido en el restaurante
propuso llamar a los de protección civil. Estuvieron allí en unos
minutos, la tensión la tenía por los suelos. Propusieron a Ramón
llevarle en la ambulancia a Verín; éste se resistía al principio,
pero terminó por aceptar. No fue nada, en el camino hacia el
hospital terminó por recuperarse. Ahora, mientras yo termino estas
notas él duerme. Mañana partiremos juntos a las seis y media de la
mañana. Serán menos kilómetros que hoy pero en nuestro camino
tendremos que superar seiscientos metros de desnivel.
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