Y se hizo la luz





Vilar de Barrio, 23/02/13


La lluvia de estos días ha lavado el paisaje y lo ha dejado limpito como una camisa recién lavada y planchada; más, ha preparado todo para que el sol de esta mañana pueda bañar con su temprana luz invernal los valles y las montañas con la luz propia de los fondos de un cuadro de Rafael o aquella con la que Cezanne vestía los pueblos y la montaña de su tierra en Aix-en-Provence. Hoy he vuelto a ver algunos de los cuadros de su Provenza natal y me pareció como si el pintor se hubiera dado una vuelta por la Galicia de los alrededores de Laza para recolectar los colores que la lluvia había dejado dispersos en los prados y en las fachadas de las casas. Fotografiar la luz, pintar la luz; la luz, como las personas, tiene sus estados de ánimo, sus momentos de emocionada plenitud, su aterciopelada grisura, su infernal negrura, y cada una de ellas tiene sus pintores; el mar, la luz luz: Sorolla o Goya en su primera época; las luces y las sombras y los rostros duros: Zuloaga; la liviandad de los tonos sin contornos precisos de las telas de Velazquez. También a la fotografía, aunque, claro, no es lo mismo, le cabe la gracia de dejar constancia de estas cosas; sólo hay que ser un poco madrugador y estar ojo avizor a que la luz en su variado abanico de posibilidades haga acto de presencia y produzca el milagro de manera que el campo, gris y anodino del día anterior, plano y uniforme bajo la luz cenital de un mediodía, se transforme en la caja de Pandora, en sutiles gamas, en una paleta cálida o en una aguada suave allá donde el río, encerrado entre dos filas de abedules corre bajo la delgada capa de su calina mañanera.



Y así, con la luz bañando la aldea de Soutelo Verde y sus prados donde las lindes han sido construidas con grandes lajas de piedra hundidas sobre la tierra, el camino se adentra en los pinares y suavito suavito va ganando altura... y perdiendo, también, aquella luz de la primera hora, hasta convertir los alrededores en grandes brezales salpicados aquí o allá por algún pino. Las colinas monótonas y sin relieves especiales se interponen impidiendo ver las cumbres nevadas de Cabeza de Manzaneda que veíamos aparecer el día anterior entre las nubes.


Hace frío, un frío venteado que deja en la nariz y la cara sus señas de identidad. El sol no aminora esta sensación heladora. Los charcos están helados, la tierra cruje bajo mis pies. Intento durante un rato leer a Faulkner, pero se convierte en una tarea imposible: los seiscientos o setecientos metros de desnivel de una pendiente respetable que piden mi atención y mi esfuerzo; el frío; el viento y luego las múltiples voces de Faulkner que me confunden, y me cuesta saber quien está hablando, si esta parte de la historia está narrada en el presente o pertenece a medio siglo atrás, a la infancia de Stupen, si es del abuelo o del nieto de quien se hacen tales afirmaciones. Sólo retengo la larga caza del arquitecto por Stupen y sus negros. Stupen se está haciendo una mansión en un lugar inhóspito y para ello se ha llevado consigo un arquitecto, pero allí la vida es dura y éste se siente como entre rejas y un día decide escapar a través del bosque, y Stupen, los perros y sus esclavos negros lo persiguen; estos últimos relamiéndose pensando que el amo en compensación les cederá al arquitecto para hacer una barbacoa con él, sólo piensan en lo sabroso de las mejores tajadas de aquel hombre de gruesas lentes y de aspecto asustadizo. Cuarenta y ocho horas de rastrear el bosque terminan por dar con él, pero los negros están equivocados, Stupen no desea la muerte del arquitecto, Stupen quiere al arquitecto para que termine la casa. El encuentro casi es una celebración, aunque el hombre, maltrecho en su huida, se ha quebrado una pierna. Nunca había bebido un trago de whisky, pero cuando le ofrecen la botella en son de paz, casi da cuenta de su última mitad. Sigo leyendo pero después de media hora desisto, me rindo, no es un libro que se deje leer si la atención no está completamente centrada en sus páginas.


En A Alberguería se alcanza la cota más alta de la jornada, en torno a los mil metros. Desde allí el camino desciende amablemente ya hasta Vilar de Barrios, nuestro destino para hoy. Bajaba pensando en mis cosas cuando de repente sentí los morros de un perro junto a mi mano izquierda, me di la vuelta sobresaltado: era Dop; Ramón, el muy espabilado venía orondo y apaciblemente cabalgando a Vermell; tan silenciosos todos que no los oí llegar. Ramón me propone montar un rato a Vermell, pero uno no tiene alma de vaquero y se siente ridículo encima de aquel enorme animal, al que por otra parte me cuesta subir porque mi rótula está reñida con determinado tipo de esfuerzos. Ya encima hacemos las fotos de rigor, una con el sombrero de cuero propio de este tipo de caballeros andantes modernos a lo Ramón, y otra con el habitual tocado del caminante, su gorro verde de lana que le regalaron en un celebrado maratón otoñal que se celebró en Madrid y del que él guarda una hermosa memoria. Por cierto que ayer en algún momento perdí el gorro de lana, vamos que se me cayó de la cabeza y ni me enteré; me desgañité después pensando dónde lo podía haber dejado, pero las cuentas no me cuadraban; toda estaba controlado, hice examen de mis actos uno por uno del único lugar en que me paré y llegué a la conclusión de que no me lo pude dejar en ningún sitio; así que el gorro se cayó solito y el caminante ni se enteró. Menos mal que detrás vendría el caballero andante y su ancho sombrero de cuero que a no dudar terminarían encontrado mi modesto gorrito, uno de esos amigos que te dan calor en las frías mañanas de esta cabalgada camino de Santiago.

Vamos, que por empeño de Ramón todavía cabalgué un rato a lomos de Vermell, pero sólo un poco; no me sentía cómodo allí arriba a más de metro y medio del suelo; y eso que Vermell es lo más pacífico en caballos que he visto. Animal paciente y sufridor que cabalga plas plas durante millas sin chistar y que se pone a comer hierba allá donde nos paramos un rato; que sufre la lluvia sin decir ni mu y que echa a andar a cualquier hora del día o la noche en que su amo tenga el capricho de cabalgarlo. Sí, en esto se parece a muchos dóciles españolitos que por no decir no dicen ni mu, como el caballo, sumisos y obedientes a votar aquello que le dice la teletonta o los señores de las gaviotas; en esto se parecen, que no en otras cosas, porque la nobleza del caballo, si cabe, es probable que no la alcancen todos esos susodichos votantes que tanto contribuyen con su voto a que las cosas vayan como van. ¿Quién les habrá engañado para que piensen que votando a esta panda de chorizos y listillos les va a ir mejor?


El albergue, un edificio todo luz, funcional, acogedor. La señora Noemí ha tenido la gentileza de tener la calefacción puesta desde el día anterior para mantenerlo en condiciones de habitabilidad. Se agradece. Tras comer en el restaurante de la esquina, nos refugiamos en este hábitat, nuestra acogedora casa del camino.



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