Huésped de Renfe


Embalse de Alcántara, estación de Río Tajo, 05/02/13


Abandono Cáceres con el sol despuntando sobre el horizonte. Delate de mí un perrito de palmo y medio hace pipí en el tronco de un árbol; perritos, gatos, canarios, trozos de ternura que empleamos aquí y allá en recíproco intercambio. En el fondo no somos tan cabrones como a veces parecemos; alguno sería capaz de permitir que se hundiera el mundo si tuviera que elegir entre éste y su perrito de ocasión. Nada más natural.

  
Estoy contento, bien dormido y bien nutrido tengo la mañana por delante para pasearme por el mundo. Los cuerpos de las mujeres revolotean esta mañana sobre mí como mariposas en torno a un candil. Como esto es una especie de diario de los caminos y en los caminos no está ausente cierta fresca fragancia que recorre el mundo alegrando el cuerpo y el alma de los hombres, pues eso, que quede constancia de ello. Es cierto, desde hace días no sé qué pasa pero en los alrededores de mi hipófisis hay un revuelo de alas de paloma que parece haber equivocado el mes de mayo por el mes de febrero. La cosa va de primavera, sí, de hecho hasta me oigo cantar entre los rastros de zumbido que van dejando los automóviles a su paso. Por otra parte qué delicia cuando las piernas funcionan sin quejarse, contentas ellas de llevarme aquí para allá.
Y vuelvo a pensar en mi sombra, subiendo y bajando por el talud o caminando allá lejos sobre el verde de la cebada. Nunca había sentido su compañía tan cercana como la siento últimamente, tengo la impresión de que durante décadas la he ignorado, siento que la he tenido arrebujada dentro de mí en algún rincón esperando a que me jubilara y tuviera tiempo para dedicarle un rato. A fin de cuentas qué mejor conversación que la que tienes con ella. Sentirla ahí a tu lado, en el dolor y en la dicha, hasta que la muerte nos separe. Ese sí que es un auténtico maridaje.
Y cuando el camino se toma un respiro fuera del asfalto me tropiezo con una fragante taza de váter en mitad de un prado lleno de flores como esperando pacientemente unas posaderas que quiera hacer uso de sus servicios. 
  
Paro el ipod, tomo nota, el autor dice de Raimon, su protagonista: sabía que la cólera y el odio eran prolongaciones del amor. Me encontré con está idea muchas veces en mis lecturas a partir de determinado conflicto. Se ve que cada uno retiene aquello que como una nube etílica sigue dándole vueltas en la cabeza al cabo de un tiempo que parece no terminar. Ella dijo querer librarse del sufrimiento y estar deseosa de alcanzar un bendito olvido. Uno no puede nunca estar seguro de nada.
Entrando en Casar de Cáceres me encuentro un cartelito frente a un árbol: un cinamomo. Bonito nombre, ¿verdad?






Al final la suerte me deparó una pequeña estación de ferrocarril para mí solo. Rodeaba el embalse de Alcántara abstraído en el cercano atardecer que daba relieve a las pequeñas colinas que se hundían en las aguas del embalse, cuando descubrí junto al agua algunas pequeñas construcciones. Miré el mapa, estación de Río Tajo; pensé que sería una vieja estación de ferrocarril abandonada. Dejé la carretera y seguí un camino que se dirigía a ella. De las cuatro vía, tres de ellas estaban cubiertas por una herrumbre que delataba su estado fuera de uso. En la estación lo primero que me llamó la atención fue el reloj, marcaba la hora correcta, no se había parado en algún remoto día en que ya no hubiera sido necesario medir el tiempo, porque para la estación éste ya se habría acabado. Hacía tic tac. Fue el indicio de que a la estación todavía no se le había parado el corazón. Junto al reloj, bajo un breve porche, había una puerta sobre la que estaba escrito: Gabinete de Circulación, la puerta se encontraba entreabierta. Llamé, salió un hombre de uniforme, un hombre tímido que me miraba un poco extrañado y acaso con una pizca de desconfianza. El cuento del peregrinaje, un peregrino a estas horas de la tarde, siempre parece merecer consideración; fue suficiente para que me ofreciera enseguida las dos salas de espera para pasar la noche; una de ellas, que mira a poniente, está totalmente acristalada, más que una sala de espera parece un invernadero. En él me refugio este final de tarde después de un paseíto de cuarenta kilómetros.




 
Mi intención era hacer noche en Casar de Cáceres, pero estaba allí antes de las once de la mañana; no me resignaba a quedarme allí, había algo que tiraba de mí pese a que no tendría tiempo de llegar a Cañaveral antes de que se hiciera de noche; no obstante me propuse probar suerte y dormir por el camino allá donde me pillara la noche o encontrara algún refugio de ocasión. Me aprovisioné de comida y agua en Casar y tiré camino adelante enchufado a mi lectura y con parecida actitud de alguien que, absorbido por la novela que está leyendo, deja pasar el paisaje o el tiempo como si éstos no existiesen. Por demás hoy me encuentro excepcionalmente bien, apenas me duele la espalda y me siento fresco y descansado. Tengo la impresión de que la semana y media que llevo caminando ya está siendo suficiente como para que el camino sea una prolongación de mí sin que tenga que preocuparme por la distancia y el cansancio. Mis piernas están fuertes, sólo una pequeña molestia en la rótula me sigue recordando que debo tener cuidado para no dar ningún paso en falso.
Así que hoy soy un huésped de Renfe. Mi cuñado Kike, que trabaja en Adif, ya nos había hablado de estas estaciones no rentables que parece van a subastar próximamente. Esta de Río Tajo podía ser una de las mejores gangas a adquirir, en medio de la nada (¿de quién sería la idea de construir una estación aquí, donde el pueblo más cercano, por demás pequeño, está a quince kilómetros?), el mar del embalse de Alcántara para ti solo, sin nada alrededor en un radio de treinta kilómetros, todas las tardes delante de tu casa el espléndido crepúsculo, las colinas, los bosques que crecen por el oeste desde la orilla del agua hasta lo alto de la cordal de pequeñas colinas. La estación resucita en mí las sensaciones que tuve cuando me dieron mi primer destino de maestro; en el concurso me tocó Grandas de Salimé, en Asturias, junto a un bello embalse rodeado de robles y hayas. Cuando vi las listas me faltó poco para ir a comprar una barca aquella misma semana; me veía con las primeras luces del alba remando por las calmosas aguas del embalse. Luego pensaba en el esplendoroso y dorado otoño, en sus bosques de cuento reflejados en las aguas profundas del lago; era una idea desasosegante. Salir de Madrid para vivir en un paraíso de agua y montañas era excesivo para mis veintisiete o veintiocho años. Aquí el paisaje es un tanto más austero pero lo compensa la soledad y el paisaje dilatado que se pierde al sur y al oeste en la distancia.
Se cierra un día más de este sosegado caminar de invierno. En el fondo de mi retina quedaron las suaves lomas al norte de Casar, sus campos cubiertos de jaramagos, de margaritas, de dientes de león. Inmensos campos que se perdían en el horizonte y donde las vacas retozaban de tanto en tanto perezosamente; donde los corderos pacientemente pastaban, donde algún perro salió también a hacerme compañía, un mastín color canela que abandonó el rebaño y que ponía cara de gustito cuando le acariciaba con la mano el cuello y el lomo.
Fue desagradable encontrarme con las obras de una autovía y con un cartel que decía escuetamente: Desvío provisional, y que me llevaba en sentido contrario por un camino que yo imaginaba daba la vuelta por Lisboa; cuando hube recorrido cien metros decidí que aquello no me gustaba, el sendero provisional seguía impasible junto a un profundo barranco que estaban abriendo las excavadoras. Me di la vuelta y decidí pasar por delante del cartel que en grandes caracteres decía: Prohibido el paso. Ya encontraría el modo de cruzar aquella hecatombe. Todavía tuve que saltar dos o tres vallas que me cerraban el paso. Nada extraordinario. Después de atravesar monte a través durante media hora volví a encontrarme con las flechas amarillas que sigo desde Sevilla. Más adelante el paisaje se hizo amable y acuático, el sol empezaba a declinar en el horizonte. Mi siesta sobre el cálido granito de una llambría después de comer era la culpable de este temprano atardecer.





1 comentario:

manuel coronado gil dijo...

Como emerge la Torre de Floripes del fondo del embalse, las últimas lluvias le han dado vida a pesar de las electricas que lo machacan continuamente.
Tuviste suerte en encontrar la estación de Rio Tajo con personal, la mayoria del tiempo se encuentra cerrada, y pudiste pasar la noche