El caminante hoy ha tenido una
larga conversación con la hortelana, la compañera de viaje de su
vida. La hortelana está algo desorientada, aunque no mucho más de
lo que solemos estarlo todos; yo creo que a la hortelana le falta
aire, ese aire que no corre lo suficiente a nuestro alrededor como
para airear nuestras neuronas y darnos una adecuada visión de
conjunto.
Mi hortelana, madre de mis hijos
a su vez, desearía tener una estabilidad más o menos habitable,
pero yo le digo que la calma chicha y esa estabilidad que ella dice
es un invento de nuestro cerebro para alejarnos de la verdadera
realidad, y entonces, yo, pedante como en otras tantas veces, voy y
le cito a Cicerón, que a su vez citaba a Montaigne, bendito
Montaigne, en sus ensayos, y le digo que la vida es militar,
sí, estar siempre con el rifle dispuesto, activo, guerreando, que no
hay descanso que valga, que para que las neuronas se sigan
reproduciendo a un ritmo adecuado hay que tenerlas en continuo
movimiento; que los estímulos no vienen solos; vamos, que lo que
tiene que hacer es darse un garbeo por el mundo y encontrarse con
gente. Injertarse a sí misma; injertar, lo que tenía que estar
haciendo yo ahora mismo en mi casa para que las almendras dejen de
estar amargas y se vuelvan dulces, pero que tendrá que esperar al
próximo año porque puesto a establecer prioridades ahora está el
camino y el mar y los madrugones y la lluvia y una larga tarde de
escritura que destila esto de caminar desde el alba, y que después
habrá lo que haya, que porque no los injerte este año no va a pasar
nada. Injertarse, injertarnos y tratar de vivir lo más intensamente
que uno pueda, lo más bellamente que uno sea capaz de concebir y
hacer. Y mi chica, que está muy a gusto con su huerta, sus gatos y
la relación con toda la familia, deja escapar una suerte de leve
insatisfacción que yo huelo ya desde hace días. Y entonces le
sugiero un proyecto. Mi chica va a irse a París a ver a un amigo
cuando yo regrese del camino, pero está claro que necesita algo más
denso, tener ante sí posibilidades diferentes, y es por ello que le
propongo, cuando yo me haya ocupado de nuestra parcela y sus
habitantes, que se coja un autobús y se vaya a Roncesvalles y que
desde allí trate de encontrar en el camino todo aquello que le puede
estar faltando en la santa paz del hogar, es decir, madrugar,
caminar, encontrarse con gente, abrirse a un abanico de posibilidades
que se le van a presentar, amén de disfrutar a pleno pulmón de todo
esa espléndida fiesta que se está preparando ya en torno a la
primavera. Y recuerdo anoche mismo a Gabriel, el peregrino empresario
menorquín con quien compartí un largo rato de conversación, que
hablaba tan elogiosamente de ese milagro que está empezando a
producirse en los campos astures, que ahítos de lluvia explotarán
en poco tiempo hinchando las venas de la tierra y de todas las
plantas que de ella se sustentan.
En el mundo sobrarían los
psicoanalistas, los psicólogos y toda esa gente que trata de
arreglar nuestros desaguisados mentales, si optáramos por hacernos
de vez en cuando una cura de cuerpo y alma bañando nuestro ánimo
con grandes caminatas, con largos paseos junto al mar, con madrugones
en los que recolectar el canto de los gallos, los ruiseñores y todos
los habitantes que pueblan las ramas de los bosques, el perfume de
los eucaliptos, el olor del hinojo, la fragancia que exuda la tierra
mojada.
Y antes de hablar con la
hortelana, el caminante conversó por teléfono con Marichu-Isadora,
que animosa ella ha contagiado a su hija Ana de veintidós años con
la euforia del camino, que a su vez le sopló en el oído el viajero;
y así, ambas parecen decididas a alcanzarme más allá de Llanes
mañana mismo para hacer compañía al amigo del caballero andante en
sus derroteros hacia Santander. El caminante se pregunta después de
los postres y de una comida de lujo -frijoles y escalopines al
cabrales- por la suerte de su amigo Ramón del que hace días que no
tiene noticias. Ya avisó ayer a Gabriel, el peregrino con el que
conversó en Ribadesella, de que le saludara de su parte, que en
alguna parte del camino habría de encontrarle.
Salgo del albergue tan pancho y
tengo que volverme a meter enseguida: qué raro: llueve. Debo
enfundar todo el equipo de lluvia. Un ruiseñor cantaba en las ramas
de los árboles en las calles de Ribadesella a la hora temprana en
que el caminante cruzó la ría camino de levante. Más allá, cuando
las luces de la ciudad quedan lejos, la pajarería de la mañana
había invadido el campo, los gallos, los grajos, todos los pájaros
a una organizaban un improvisado concierto nocturno.
Llueve, hace sol, llueve, vuelve
a hacer sol y parece que va a llegar un día de verano y diez minutos
más tarde está diluviando. Paso frente a un cementerio. Junto a su
puerta un contenedor de basura y los pies de éste una corona de
flores marchitas. A través de los barrotes de hierro puede ver el
espectáculo de siempre, la fealdad mortuaria de todos los
cementerios por donde paso desde hace más de mes y medio. Yo hubiera
deseado que los cementerios fueran lugares bellos, rincones propicios
a la meditación y a la reflexión que, como los claustros de un
monasterio con el monótono chapoteo del agua sobre un estanque,
ayudaran a sus visitantes a considerar las cosas de la vida en su
justa proporción, lugar en que recordar a amigos o familiares que
fallecieron en un tiempo anterior, un emplazamiento de encuentro con
uno mismo, con el destino que nos espera, acaso un sitio en donde
reconciliarse con nuestros errores y tratar de modificar nuestra
conducta, buscando entre el polvo de la muerte una realidad más
armonizada con otros aspectos de la vida. Pero no, los cementerios
siguen siendo una feria de las vanidades, fea, ostentosa, llena de
frases pretenciosas sacadas de algún prontuario que el encargado de
la funeraria de turno redactó en largas noches de aburrimiento. Ay
Dios, cuánto nos cuesta aprender. Polvo eres y en polvo te
convertirás, pero que el polvo siga vistiendo el pulido mármol, el
vestido ceremonioso de la ostentación; más grande y más
pretencioso cuanta mayor sea la fortuna del fallecido.
Y hablando de papas, ayer mismo,
y de vanidades ahí está la tumba más famosa de la cristiandad (y
la más hermosa, también hay que decirlo), la tumba del Papa Julio
II, que no conformándose con ser representante de Cristo en la
Tierra quería pasar también a la posterioridad embalsamado en el
noble mármol de Carrara cincelado por el mismo Miguel Ángel. Sin
embargo todos los esfuerzos son vanos, ni Julio II, ni los paisanos
fallecidos del cementerio por el que pasé esta mañana, pese a estar
cargados de mármoles y oropeles, se salvan de la quema, del abismo
de la nada; se trata sólo de un último esfuerzo por vivir fuera de
la vida en los ojos de los otros. Ridículo pero cierto. No sólo
dejamos de existir y aspiramos a vivir en un chalecito en el Paraíso
calentitos y sin problemas, sino que, además, pretendemos auparnos
por encima de los otros ostentando costosos y feos trajes de mármol
que cubran la podredumbre de nuestro cuerpo, que oculten el trabajo
de esos gusanos blancos que empiezan a zamparse nuestro cuerpo apenas
pasados unos días de nuestra defunción.
Está hermoso el mar esta
mañana. El camino se asoma en varias ocasiones a él, el mar
misterioso, salvaje, pacífico, melancólico, tan bello, tan
acogedor, tan sugerente, está ahí, primero cargado de nubes como
una aguada al final de una tormenta, después de azul, brillante,
veraniego, y más tarde de nuevo oscuro y amenazador, lleno de
lluvia.
Tras la comida y, cuando ya he
llamado al albergue que el FEVE tiene en Llanes, encuentro en mis
bolsillos una tarjeta de otro albergue más cercano, apenas a
cuatrocientos metros de donde como. Allí terminaría mi jornada de
hoy. Playa de Poo, a dos kilómetros de Llanes. Albergue de Llanes,
playa de Poo, encargado: Iván, un joven alto de cabello rizado que
habla demasiado y demasiado rápido para mi gusto. El escenario de
hoy no es menos sugestivo que el de ayer. Hoy, de espaldas al mar,
frente a mi ventana lo que aparece son las montañas nevadas al sur
de Picos de Europa. El albergue, un chalecito en pleno campo bastante
cuco, pero con un guardés tan cortés y atento que resulta cargante.
Nada más entrar procede a enumerarme las normas del lugar, un rollo,
por demás totalmente lógico, pero un tanto largo que tengo que
aguantar poniendo cara bovina; las botas se ponen aquí y en el
albergue hay que usar zapatillas. Si quieres tender la capa de lluvia
fuera no puede ser, a él le gusta que se tiendan las cosas en el
lugar destinado a ello, un perchero o un tendedero portátil en el
que no cabe obviamente mi capa de agua. Trabajar, sí, el me mete una
mesa junto al televisor; no, aquella otra en el lado opuesto tiene
otro cometido; el volumen de la televisión no importa, él la bajará
un poco. Sin decir nada termino cogiendo todos mis trastos y
trasladándome a los dormitorios del primer piso donde estoy solo.
Desde aquí le oigo perorar a voz en grito con un paisano. Un mal
menor en todo caso.
Es desacostumbradamente
temprano, a las cinco y media tengo todos mis deberes terminados.
Habría echado con gusto una siesta. He intentando entablar
conversación con una pareja mayor de italianos pero no parecen
prestarse a ello, contestan con monosílabos. Así que aquí estoy
frente a la ventana y a la nieve dando grandes bostezos como de
costumbre e intentando despabilarme para continuar con un abandonado
volumen que llevo en el ebook de Lautrémont, Los cantos de
Maldoror. Con mi última lectura no estoy teniendo suerte, empecé
una novela titulada La voz del árbol, de Mercedes Salisachs y
me parecía tan mala tan mala que lo abandoné; esta mañana, sin
embargo, como no tenía cargada otra cosa hice el esfuerzo de
continuarlo, pero me fue imposible. Debo de ser un raro porque Ramón
la leyó anteriormente y no me comentó nada en especial, la
finalizó. Lucía, su protagonista, una niña abandonada durante la
guerra es un personaje chapuza, pobre, sin contornos, la consabida
huerfanita de la que se aprovecha todo el mundo, una cenicienta de la
posguerra; los que la recogen, unas manos tras otra, son siempre
malvadas y malas personas con ella; tan pronto parece que tiene
cuatro años como nueve o catorce. A los personajes que la rodean les
sucede otro tanto, son manidos e inconsistentes. Alucino del hecho de
que haya novelistas que aparezcan en la historia de la literatura
después de dar al editor un trabajo como éste. Quizás fuera una
excepción porque otra novela suya que leí hace tiempo, La
gangrena, sí creo recordar que me gustara. Creo que es el tercer
o cuatro libro que dejo sin terminar desde que comencé a caminar.
Harold Bloom escribió un libro interesante, El canon occidental,
en el que argumentaba que una de las tareas que se proponía con su
escritura era ayudar a sus lectores a moverse dentro de una
literatura de calidad. Y es que uno va cumpliendo años, ve día a
día como el tiempo huye, desaparece con una inaudita rapidez, y en
esa situación no le queda más remedio que aprovechar lo mejor que
pueda su tiempo. Son tantos los miles y miles de libros escritos que
uno se perdería sin la ayuda de un buen lector que nos ayude a
abrirnos paso en esa sobreabundancia que es el mercado del libro en
donde lo bueno y lo mediocre andan excesivamente mezclados y
confundidos.
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