Cuando comas, come





Pendueles, 18/03/13

El mar está espléndido esta mañana. Atravieso las silenciosas calles de Llanes cuando apenas el alba ha empezado a encender sus pequeños farolillos sobre la Tierra, esos farolillos que el Principito, afanoso él de tener bien servida la tierra a la que alumbraba, no dejaba de encender y apagar de continuo debido a que su planeta era tan pequeño tan pequeño que cuando estaba terminando de apagar al amanecer las farolas el crepúsculo venía por el otro lado. El planeta del Principito era pequeño y sencillo, algo bastante diferente a aquel otro en que sabios y contables se dedicaban a la sesuda tarea de contar estrellas y hacer complicadísimos cálculos que el Principito no entendía. Cuando en un momento uno de estos sabios se dignó atender al Principito, que no entendía nada de aquello y quería saber, el sabio no fue capaz de contestar a su pregunta. ¿Cuál era la pregunta del Principito? Sí, el Principito quería conocer para qué servían todos aquellos cálculos. El sabio estaba tan sumido en su tarea, en sus números, en sus algoritmos que hacía décadas que había olvidado para qué servía todo aquello que hacía de una manera tan sesuda. ¿Para qué sirve lo que hacemos? Una buena pregunta que de ser contestada con sinceridad podría llegar a poner en aprietos al más pintao.


Sí, la verdad es que el mar estaba verdaderamente hermoso, nubes grises todavía con el tizne de la noche encima se apelotonaban sobre el mar dispuestas a dejar su cargamento temprano sobre el adormecido océano; pero no, la grisura se fue desvaneciendo, se hizo grisura azulada, apelotonamiento de espesa aguada que poco a poco fue hinchándose de luz hasta vestir el horizonte marino de incalculables matices que viraban poco a poco del gris al azul primero, del azul al naranja más tarde. Hubo un momento que por levante las nubes se rajaron, se abrieron como el mar Rojo ante la presencia de Moisés y entonces unos chorros de luz como el que atraviesa el crucero de una catedral en penumbras, se abrió paso y fue a posarse sobre el mar dejando en el aire la sensación de que se estaba procediendo a instalar una especie de escalera de Jacob en plena madrugada asturiana. Sólo faltaba un coro de ángeles y las trompetas de Jericó. Cosas que pueden suceder todos los días delante de nuestras narices si fuéramos capaces de despertar antes de alba y darnos una vuelta por el campo o junto al mar.



El camino es un chico obediente, obediente a los deseos del caminante, claro. Esta mañana me escuchó y enseguida se fue corriendo a asomarse al mar, el camino decía: ¿qué, tío, contento? ¿Has visto a donde te he traído esta mañana? Y era verdad, no eran las nubes o los prados o el mar simplemente, era el conjunto, la armonía de todos estos elementos lo que daba calidad pictórica al conjunto. Un rayo de sol que se posaba sobre un prado en que pastaban las vacas y que ponían un brillo de terciopelo sobre el tapiz de la orilla, que a su vez armonizaba con las tonalidades de plata vieja del mar, sobre el que a su vez se movían nubes de profundos azules cenicientos. El camino es bueno y amable en esta parte de la costa; corre por medio de un prado verde, se asoma al balcón de los acantilados, deja ver un gran peñasco aislado contra el que rompen aparatosamente las olas.



Hoy no había lectura que valiese. Primero amenazó lluvia y tuve que vestir mis pantalones de agua, y después se puso endemoniadamente ventoso, tanto que en alguna de las revueltas estuve a punto de dar con el cuerpo en el suelo. Imposible leer así. Había seleccionado un libro sobre sufismo para mi caminata matinal, pero hube de dejar la mística sufí para otro momento, con aquella ventolera no era capaz de oír un pijo. Para compensar recibí una llamada de Ramón desde su casa, allá por la tierra del vino, vino catalán. Me dio mucha alegría oír su voz tan cercana. Ya andaba preparando la segunda parte de su andadura, es decir la continuación de su vuelta a España a partir de Irún; y su opción me pareció magnífica, parece que se estaba decidiendo por tomar el GR-11 allá donde termina el Camino Norte de Santiago, siguiendo la ruta pirenaica hasta algún punto en que pudiera descender a encontrarse más allá de Jaca con el camino Catalán. Ya se lo dije: Ramon, me has envenenado, que yo sólo quería subir desde Andalucía a ver el mar a la altura de Ribadeo, y que de tanto trotar juntos se me ha ido metiendo día a día por dentro esa idea de dar la vuelta a nuestra sufrida España como hace él.



Luego fue llegar a la estación del FEVE de Pendueles donde al abrigo del viento traté de hablar del Principito y del mar mientras esperaba la llegada del tren en donde venían Ana y su madre, Marichu-Isadora. Casi me dio tiempo a completar la mitad de la crónica antes de que llegaran. Marichu-Isadora y Ana me recuerdan a mi hijo Guillermo cuando recorríamos el Pirineo de parte a parte, Guillermo siempre llevaba el macuto descabalado, el anorak colgando por un lado, el jersey por el otro, el saco de dormir tambaleándose en la picorota de la mochila. Yo me reía diciéndole que su macuto era el espejo del alma. Me admiran estas dos compañeras de camino, así de golpe, tan decididas, aquí te pillo, aquí te mato. No se lo pensaron mucho, se les cruzó la idea por la cabeza y ya está; Marichu-Isadora no es de esas personas que tardan años en decidirse a hacer algo. Me gusta esta mujer, qué leche; mete cuatro cosas en el macuto, hace tres sandwichs y andando, a tirar millas; cuando se canse ya se sentará. A Ana le sucede lo mismo, sólo que ella además carga con una voluminosa reflex que no para de funcionar durante todo el trayecto. Después de caminar un rato por un asfalto con excesivo tráfico vemos a nuestra izquierda una indicaciones: camino a los bufones. Bufón, no aquel al que Shakespeare vestía con el atuendo de la elocuencia y la picardía, más listo él que todos los nobles de la corte, en su Rey Lear; aquel diablejo inteligente y marrullero de cuya filosofía de la vida deberían haber aprendido todos los otros personajes de sus tragedias. No, bufón de bufar, grandes agujeros sobre la costa en los que en la profundidades de sus tripas bufa, grita, se solivianta el mar haciendo grandes aspavientos y levantando espumarajos a través de sus fauces. Nuestro bufón de hoy era un bufón tranquilo, alguien que va por la vida sin meter demasiado escándalo, como pasando desapercibido y que sólo se enfada y regurgita como un géiser cabreado cuando su madre la mar está en línea con la luna y anda un poco picado.



Nos salimos del Camino y vagamos por prados verdes y ralos sobre los acantilados. Hubiera sido de nuestro gusto seguir por allí, pero un alto peñasco se interpuso en nuestro camino, eso más una selva de aulagas que pinchaban como demonios. Un pastor andaluz que hablaba una extraña mezcla de asturiano mezclado con las terminaciones en u del país, nos recondujo amablemente hacia el camino que debíamos tomar para continuar por la senda del Apóstol Santiago.



Mientras tanto al chico de Ana, que se había quedado en casa y no disponía de la cocinera habitual, se le quemó la sartén y a poco estuvo la cosa de acabar en incendio, como no hace mucho sucedió al caminante y a la hortelana en su propia casa. Uno está cocinando, suena el teléfono, sale a cogerlo y de golpe la conversación se vuelve tan interesante que el aceite, los huevos o lo que se esté guisando pasan a un ultimísimo plano. Moraleja: pues eso, que hay que estar a lo que se está; si estás comiendo lentejas, pues al sabor de las lentejas, si estás haciendo tararí tararí, pues al tararí no pensando en el culo de la vecina... y así todo. Esta conseja, que conste, no es mía, la saqué de un libro de budismo en donde el monje superior del monasterio aleccionaba a sus discípulos muy severamente para que estuvieran siempre en donde estaban. Cuando estéis comiendo, comed, nada más que comer, decía. ¿Sencillo?, de eso nada; mucho más difícil de lo que parece.



Fuimos a parar a un albergue en Colombres. Marichu-Isidora ya me ha sondeado sobre la hora de la partida de mañana, me mira renuente, interrogadora, como preguntándose si será verdad eso que dice el caminante de que suele levantarse a eso de las cinco y media de la mañana. Parece ponérsele el susto en el cuerpo pensando en hora semejante, en los lobos que pueden andar por ahí merodeando, en la noche noche, en el frío frío. No, el caminante no es de los que va a piñón fijo, por demás, el caminante debe aprender a ser atento con las damas, cortés, servicial, etc. Ya se sabe que este caminante es un poco bruto; sí, algo salvaje. Él lo sabe bien, pero poco a poco va aprendiendo, de momento las largas semanas pasadas con el caballero andante ya le han pulido un poco, se está haciendo más sociable, habla con la gente, lleva de las rienda al caballo, acaricia a Dop el perro tranquilo y pacífico de Ramón, habla con los italianos, intenta hacerse entender con los alemanes de hoy, se sale del camino para ver “bufones”; en fin, que después de esta andadura con damas, hijas de damas, con caballeros andantes y con gente de todo tipo el caminante va a volver a casa hecho una seda, una persona educada y si se quiere hasta sociable.




 

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