Gerard, el hospitalero





Albergue El Galeón-San Vicente de la Barquera, 19/03/13

Hoy me faltaron los céfiros de la madrugada para inspirar mi primer encuentro con la mañana. A la hora acostumbrada en que suelo encontrarme con el canto de los pájaros y el rugir de las olas en la semioscuridad del amanecer, estaba sopísima soñando con los angelitos. Ya lo dije ayer, Madrichu-Isadora, la de los ojos verdes y voz de sirena aunque robusta como buena asturianica, había preguntando un tanto asustada por la hora del toque de diana, una pregunta, claro, que llevaba implícito el mensaje consiguiente y que yo acepté de buena gana a fin de que las damas no se encontraran en la tesitura de verse asaltadas por algún sátiro ambulante o lobo hambriento de carne fresca a tan temprana hora de la mañana. Por lo demás, pasadas las diez de la noche todo había quedado tranquilo en el albergue. Yo había jugueteado un largo rato con la hospitalera para que me diera una habitación para mí solo (?), pero ella, broma aquí broma allá, sólo me ofrecía la alternativa de dormir con los dos peregrinos de las tierras centroeuropeas que habitaban la estancia próxima; cosa que, por supuesto, yo no acepté. Dormir solo y tener la esperanza de ser visitado en la noche por la dama de los ojos verdes era mi escondido anhelo. Pero, amigo, no cayó esa breva. Con la carabina apuntando a dos metros y, además, con el frío que hacía, quién iba a arriesgarse. Y más todavía con aquel endemoniado somier que hacía un escándalo de la leche con solo que hicieras una inspiración un poco más profunda, como esas que se hacen cuando uno está ayuno de y no encuentra manera de atravesar el inmenso espacio de un palmo que separa el propio colchón de aquel otro de la princesa que duerme a tu lado, cerca pero como a dos kilómetros de distancia. Diantres... así que cariñitos de adolescentes, besitos en la punta del dedo pulgar, suspiros como a la luz de la luna, porque de luna nada, sólo una débil luminosidad que venía de la calle, escenario como para velar armas al modo de don Quijote en la venta por si acaso cayera la breva, pero ni breva ni nada. Creo que después de estos ejercicios castísimos de fallido encuentro me quedé fritísimo. Dormí como un angelito que no hubiera roto un plato en su vida.


Antes de comenzar estas líneas me encontré un par de notas que había grabado el día anterior. Una decía, eran palabras de Fabián cuando estaba enamoradísimo de Marichu-Isadora, que “estaba tan enamorada que podía saltar las vallas de culo”, una expresión que me pareció tan castiza y acertada que merecía la pena consignar. Y es que cuando uno está enamorado, Dios santo, parece como si uno se hubiera metido en el cuerpo un medio kilo de alucinógenos; qué saltar vallas de culo ni que cuernos, uno podría dar la vuelta al mundo a la pata coja. Sí, misterios de la fe. La otra nota decía escuetamente: feniletilamina. Ni idea a qué venía la palabreja, imagino que me la dictaría Marichu-Isadora al hilo de la conversación y puestos a hacer un innecesario ejercicio de racionalización para justificar tanta locura intentaríamos echar la culpa de todo ese desaguisado a alguno de los neurotransmisores que operan en nuestro cerebro fabricando pequeñas dosis de locura.



El camino fue especialmente tranquilo, una cuesta abajo hasta Unquera rodeado por las montañas que mostraban todas su copete de nieve. Desayunamos junto a la ría en unos bancos públicos, fotografiamos patos, chochas, pollas de agua, o animales similares, que no hay quien retenga todas estas especies de aves acuáticas que viven en los pantanales, y luego vagamos por las colinas parando aquí y allá a hacer fotos. Ana debió de hacer tropecientas mil, la pobre va a tener que dedicar toda la semana a hacer una mediana selección de sus miles de fotografías sacadas estos días. A Ana le pesan las cuestas pero no se arredra, la cámara siempre está funcionando, plas, plas, plaplasplasplas; sí, como una metralleta cose aquí y allá todo lo que ve, hierba, árbol, casa, iglesia, vacas pastando, lo que se tercie.



Y empieza a hacer calor y la chica de los ojos verdes se desprende de parte de la ropa y queda en camiseta lozana y hermosa como la molinera dispuesta para correr una medio maratón bajo el sol de la mañana. Pero qué guapa se pone esta asturianica cuando le da el sol y lleva un mediano sofoco por lo empinado de la cuesta. Caray, caray. Y la excursión de hoy debe terminar antes de las cinco y media en que quieren coger el tren de vuelta para Gijón y veo que a Marichu le entran algo las prisas y quiere atajar y tomar la nacional a toda costa para llegar antes a San Vicente de la Barquera, pero yo no tengo ni idea de dónde está la nacional, y además, la verdad, no me apetece meterme en el follón del tráfico, así que a la chita callando terminamos por seguir el camino como Dios manda.



Como Dios manda; y me acuerdo de mi madre para quien cuando algo no iba como ella pensaba se remitía al mandato de Dios; es decir lo que mandaba Dios era aquello que ella pensaba que debía de ser así o asao. Sí, más o menos como nuestros exquisitos Borbones, Austrias o el mismísimo Francisco Franco Baamonde, que lo eran por la gracia de Dios. Buscarse un padrino de tan alta alcurnia hacía posible que uno hiciera per secula seculorum lo que les saliera de las pelotas. Y lo más curioso es que la cosa funcionaba, y los tíos, el pueblo y similares, iban y se lo creían. La historia la verdad es que tiene cosas terribles, hubo calzonazos y aprovechados para todos los gustos, pero es que el personal también se las traía, le nombraban a Dios y ya estaba todo hecho, humildes y servidores no les ponían peros a nada. Claro, también era cierto que si ponías algunos peros podían hacer contigo una barbacoa los grandes señores del Vaticano (que gente ésta la de los bonetes y los oropeles, todos los antecesores de papa Francisco actual, que parece tener tras de sí un enorme y nada grato plumero).

En San Vicente de la Barquera nos despedimos, nos damos los besos de rigor; ellas marchan al Alsa y yo me dirijo a la ciudad vieja a buscar el albergue.


¿Tú sabes cocinar?, me pregunta Gerard, el hospitalero. No, no, por favor. No tengo ni idea. Le veo tan despistado a este italiano metido provisionalmente a hospitalero, diciendo saber muchos idiomas pero desconociéndolos todos; se entiende malamente con todos los peregrinos que entran, bastantes, y ya estoy temiendo que me coja por bandolera y me haga hacer de interprete, de cocinero, de informático, de cualquier cosa. Y oigo en la cocina a alguno que ya va a hacerse la cena; Gerard escurre el bulto y trata de cargarle el muerto de la cocina a cualquier peregrino que se preste a ello. Al poco rato siento un fuerte olor a plástico quemado; me voy a la cocina, a la olla exprés se le están quemando las asas, pero él no se entera, no pasa nada, dice. Tienen que transcurrir diez minutos para que venga corriendo asustado a apagar el fuego. Le veo abrir de par en par todas las ventanas del albergue para ventilar el pestazo que ha quedado. Luego se me acerca y apesadumbrado me dice que si le voy a echar una mano, que son nueve peregrinos a la cena. Y le ayudo a poner la mesa, a traer sillas. Y luego me pide que le ponga música en el ordenador, quiere una música específica: Jean Micheal Jarre y su LP Oxigene, Vangelis, Robert Cray, Enigma. Cada vez que se termina un disco me llama para que le ponga el siguiente en el Youtube. Lavar la ropa y secarla cuesta ocho euros, pero se acerca a mí y me dice que yo gratis, que no me preocupe, e insiste; empieza a necesitar a un ayudante de una manera apremiante.

Entra Sonia. Sonia y Luis regentan este lugar. Su salón es una exposición fotográfica de encuentros con peregrinos de todo el mundo. Sonia enseguida me dice que si voy hacia Irún no puedo dejar de ver a Ernesto, de Huelmes, y me enseña una foto en la que aparecen su marido Luis y Ernesto. Esta pareja parece dedicar una parte importante de su vida a los peregrinos que transitan por el Camino Norte. Hoy seremos nueve peregrinos a la mesa: alemanes, ingleses y españoles, unos a pie y otros en bici.






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