Gijón, 13/03/13
A ratos oigo el ronquido
pacífico y tranquilo de Luis; fuera llueve ininterrumpidamente, un
tejado de plástico cercano hace de amplificador de ese repiqueteo
continuo que a modo de sonajero acuna mi sueño. Me sucede cada
noche, me despierto a las cuatro o las cinco de la mañana con la
sensación de que ya es hora, de que no voy a oír el despertador.
Quizás me inquieta la posibilidad de dormirme. Calentito bajo tres
mantas escucho el agua, el ronquido suave, el ruido de algún motor
cercano; me encojo como un feto en el vientre de su madre. Es el
comienzo del mundo, yo estoy por nacer y estoy tan a gusto que me
quedaría ahí el resto de la vida como un barquito de papel en el
liviano oleaje de una palangana, soñando, feliz de una vida amable
que a veces me echa un diluvio encima y otras me trae una amistad o
un panorama de olas como el que baila este momento frente a la playa
de san Lorenzo en Gijón mientras me tomo el café después de una
abundante y exquisita comida: sopa de pescado, pastel de carpacho y
escalopines al cabrales con un yogur de postre.
Dejé a Luis, que ya se había
despertado, escuchando la radio en la cama y salí a la mañana que
desperezaba envuelta en pesados nubarrones. No tardó en ponerse a
llover: estaba cantado. Como el día anterior me voy alejando de la
ciudad acompañado por el ruido aparatoso del tráfico de primera
hora. No había decidido todavía qué ruta seguiría, si volvería a
repetir el asfalto de una nacional o similar huyendo de los caminos
embarrados y llenos de agua o si por el contrario me ceñiría al
trayecto original que se subía a unas colinas e iba de acá para
allá entre caseríos y campos de aulagas y pastos verdes y ahítos
de agua. Cuando llegó el momento decidí que tenía que probar a
caminar lejos de la carretera. Fue un acierto, a la media hora
comenzó a nevar, me sorprendió gozosamente esta inesperada nevada
que dejó el camino y los prados circundantes bellos a rabiar. La
nieve desapareció del camino tan pronto como había caído. Volvían
los campos, la luz que pintaba los prados de un verde brillante que
más allá, sobre sus cabezas, era el juego de nubes que llenaba el
lienzo de la mañana de armonía. Eran nubes de las que dejan el
cielo bonito y en armonía con el mundo que habita bajo sus pies. No
sé que tienen las nubes, pero es cierto, a veces intento hacer una
fotografía con determinadas nubes y éstas no me dicen nada, no
añaden nada, sin embargo otras veces las nubes bastarían por sí
mismas para llenar de belleza cualquier toma que uno hiciera; es
decir, que hay nubes y hay nubes, y que unas, como todas las cosas
son bellas en sus formas, en su tonalidad, en la gradación de sus
colores que se yuxtaponen o mezclan armónicamente; otras son
diferentes, planas, sin formas que puedan armonizar con las montañas
o con el perfil de las copas de los árboles.
Y así ya estaba como en mi
casa, tranquilo, uno con el camino y el paisaje; era el momento de la
lectura, y de una buena lectura, por cierto. Andrea Camilleri y su El
beso de la sirena se convirtieron en los compañeros idóneos de
este deambular por los cerros que me aproximaban poco a poco a Gijón.
Más de una vez me sorprendí a mí mismo, sonriendo, riendo en otros
momentos, cautivado por la prosa suelta e imaginativa de Camilleri,
un risueño cuento en donde se mezclaba un refinado sentido del humor
y una fina sensibilidad para poner de relieve la idiosincrasia de
unos personajes que retaban la realidad y llenaban de poesía la
lectura: Vigueta, la patria de los protagonistas, alter ego de
la Macondo de García Márquez y que constituye el paisaje de algunas
novelas más de Camilleri; Marucha y su enamorado Genancio, los
personajes de este relato que al fin concluí cuando el camino dejó
de andarse por las alturas y empezó a planear hacia la llanura en
cuyo extremo Gijón, la patria de Clarín y de La Regenta,
yacía con las fumarolas de sus fábricas del extrarradio echando un
humo blanco y espeso que subía hacia el cielo en gordos borbotones.
Enfrente, al otro lado del valle las colinas lucían su vestido de
nieve llegada allí durante la noche anterior.
El mar de la playa de San Lorenzo bramaba alborotado con enormes olas que barrían la arena hasta desvanecerse a los pies del paseo marítimo. Comí opíparamente en uno de los restaurantes del paseo y después del café volví a cargarme el macuto para hacer los cuatro kilómetros que me restaban hasta los bungalows del camping Deva que hace las veces de albergue para los peregrinos. Una casita de madera en una ladera de las afueras de Gijón es mi hogar de esta noche; lugar tranquilo y solitario muy apropiado para mi gusto de esta tarde. Cuando termine con estas líneas, daré cuenta de una tortilla y una ensalada de atún y me meteré ricamente en la cama a recordar ese delicioso paseo por los altos de Chevina.
Aunque no sé, porque estaba
escribiendo estas líneas cuando sonó el teléfono; era el amigo
Fabián, que preguntaba por
mi paradero. Yo le había llamado al mediodía para vernos en Gijón,
pero tenía otros compromisos y no sabía si nos podríamos ver.
Quedamos en que pasaría a recogerme al albergue. Venía con Marichu.
En todo caso esta crónica termina aquí: mañana será otro día.
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