Avilés, 12/03/13
La chica estoniana explotó bien
su supuesto enfriamiento (después de conseguir quedarse en el
albergue los días que quisiera, tener un calefactor y poder
desplazar su cama a la sala de reuniones, que era acogedora y
pequeña, ya no la volví a oír toser), usándome de intermediario
ante el hospitalero. Ni siquiera la molestaron cuando el servicio de
limpieza entró en el albergue a cumplir su trabajo. Ya tenía hotel
gratis para toda la semana, una pequeña suite con calefacción y
vistas al jardín. Por la mañana se me aclararon las ideas, tenía
el convencimiento que esta chica se había montado un circo apropiado
a sus circunstancias de visionaria sin recursos; el batiburrillo de
los sellos de su credencial (tenía varias) no podía ser otra cosa
que el resultado de un vagabundeo de aquí para allá, no
precisamente a pie, acaso con la idea remota de pasar por Santiago y,
eso sí, recalar en Lourdes y en Fátima para rendir devoto homenaje
a su bienamada Virgen.
Llovió durante toda la noche,
el chapoteo en los cristales, la monótona melodía de la lluvia, la
seguridad de que no habría prisa para levantarse, hizo mi sueño muy
agradable allá bajo las cuatro mantas que encontré dispersas en el
dormitorio. Abandoné el albergue embutido en mi equipo de agua; el
macuto me pareció ligero; había asumido que después de llover
durante más de doce horas seguidas los caminos fuera del asfalto
estarían convertidos en pequeños riachuelos, con lo que no me
quedaba otra opción que el asfalto de la N-632. Cuando entré en
ella el tráfico era abundante, los coches y los camiones pasaban
como una exhalación levantando una cortina de agua. Intenté poner
mi ipod en funcionamiento, pero fue inútil, sólo me quedaba
refugiarme en la lluvia y el continuado ruido de un tráfico
endemoniado. La lluvia no
cesaba, en el arcén se formaba un riachuelo que no era fácil
evitar. El oficio de caminante obliga a cargar con lo que el tiempo
le echa a uno encima; esto es todo menos silencio y recogido
deambular por la tierra, pero estamos en invierno y en el norte, no
cabe esperar una cosa muy diferente de ésta. Caminar por el arcén
bajo la lluvia se convierte en un ejercicio nada grato, requiere
estar atentos en todo momento, los camiones y los autobuses no se
mueven un palmo de su carril y pasan a muy corta distancia a una
velocidad que a mí me parece excesiva. En Soto del Barco hay una
derivación a la autovía y la nacional se aligera un tanto;
aprovecho para empezar la novela de Andrea Camilleri, El beso de
la sirena, pero pierdo parte de la historia continuamente,
termino por abandonar cuando el protagonista anda haciendo gestiones
para que la casamentera le proporcione una novia. Siento pasar los
kilómetros con lentitud, mis botas son ya un puro charco; después
de sobrepasar un cartel en el que se indica que faltan trece
kilómetros para Avilés, al final de una larga cuesta, encuentro un
restaurante.
En el comedor me desprendo
parsimoniosamente de la capa, del macuto, desentumezco mi espalda.
Llevo demasiadas horas bajo el agua sin parar. No es de las jornadas
más notables. Después de comer todavía tengo por delante tres o
cuatro horas de camino en condiciones similares a las de la mañana.
Una jornada un tanto monótona.
El albergue de Avilés es cómodo y está caliente. Extiendo toda mi
ropa mojada en los radiadores y termino el día de charla con Luis,
un peregrino de Madrid, y con Noé, el hospitalero.
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