¡Socorro, Ramón!





Soto de Luiña, 11/03/13

A las seis de la mañana Ramón y yo nos despedíamos frente al albergue de Cadavedo donde habíamos pernoctado después de la larga jornada gedrezana. Cuando el coche tomó la curva y nos dijimos de nuevo adiós con brazos y manos sentí nacer en mí un brote de emoción. ¿Cuántos días llevábamos caminando juntos, compartiendo el camino, la comida, la conversación, nuestro mutua afición a las mujeres? ¿De qué estaba hecho ese delgado hilo de emoción que me subía suave, levemente por el cuerpo? Montaigne defiende que la amistad es con mucho superior al amor; Montaigne ensalzaba la amistad como uno de los mejores regalos de la vida.


Cuando amanece el mar queda al fondo, tras el tapiz verde de los árboles y los prados, brumoso, azul ceniza, no convencido de que el sol vaya a durar mucho sobre la superficie de sus aguas. El camino deja el asfalto del llano y se dirige hacia las alturas, hacia la ermita de San Andrés donde un hórreo y la propia ermita parecen puestos ahí como exigencia estética del lugar.


El camino cabalga la dorsal de una breve sierra, pasa entre bosques de eucaliptos y pinares, culebrea por el medio de un campo de altas hierbas color crema que no pasan desapercibidas a mi cámara. Hacia el norte pequeñas agrupaciones de casa a las que llega el sol de la mañana, forman conjuntos para pintar algunos cuadros de corte rural. El viento sopla con tal fuerza en algunos momentos que hace difícil mi avance hasta que logro alcanzar un collado y ganar la vertiente sur. Por allí encontré un lugar en que sentarme al sol a dar cuenta de parte del paquete con que me había cargado el día anterior Nieves. Ella deseaba darme una montonera de chorizos de distinto tipo, beicon y cosas así provenientes de la última matanza hecha en casa, pero no entendía que no tenía coche, que todo eso lo tendría que llevar a la espalda que está reñida con el peso excesivo. Al final acepté el paquete y, cuando hice el macuto por la noche, le pasé la mayor parte de la charcutería a Ramón. El chorizo, picante, estaba realmente bueno. Yo recordaba otro chorizo que nos ofrecía treinta años atrás Luis, su marido, que era duro y terso y que él cortaba en delgadas rodajas para que lo acompañáramos con un vino espeso que hacían en la zona de Degaña. Aquel vino y aquel chorizo eran los compañeros habituales de nuestras tertulias cuando subíamos a su casa a pasar parte de la tarde en una charla que duraba hasta la hora de la cena.


La senda que subía y bajaba por la pajiza dorsal de las lomas terminó por alcanzar un alto desde que la vista de la costa hacia el este se perdía en la lejanía; desde allí daba un salto y como metiendo prisa por alcanzar los prados del fondo se precipitaba ya en las cercanías de Soto de Luiña.


A las doce del mediodía ya estoy en mi final de etapa, Soto de Luiña. No es excesivamente acogedor el albergue, pero tiene grandes ventanas y desde la antigua sala de reuniones oigo y veo llover; tengo una placentera sensación del tiempo, o mejor, del no tiempo. Con el cielo cerrado a cal y canto y la niebla merodeando por las copas de los árboles en las laderas próximas el tiempo parece como detenido.


Oigo el ruido de un motor en el exterior, salgo, hay un coche estacionado en la puerta, una chica está cargando su macuto, el taxista se adelanta y me saluda cordialmente; se entiende mal con su clienta y trata de explicarme que lo que ella quiere es quedarse unos días para descansar y curarse el enfriamiento que tiene. Charlamos unos minutos y se despide como quien deja en mis manos un paquete un tanto sospechoso. La chica es de Estonia. Su hablar brusco de un inglés como cortado a hachazos mezclado acaso con su lengua nativa, su cara de candidez y de encanto cuando se encuentra en los muros de la escuela una foto de algún papa, resultan chocantes. No ha descargado todavía su macuto, pasea por la sala y cuando ve el retrato levanta su mano y, llevando el dedo índice al cuadro, dice exclamativamente: ¡Papa! Está jodida, tiene una tos de la leche, ha llegado en taxi cargada con una mochila que sobresale un palmo y medio de su cabeza. En lo alto del todo, atado con una cinta, sobresale un voluminoso saco de dormir. Al poco averiguamos que podemos entendernos en italiano, sólo a medias, porque le sucede lo que a mí en ocasiones, mezcla todo, el inglés, su lengua natal, el italiano. De español no sabe una pizca. Cuando le pregunto de donde viene, se sienta junto a mí y me enseña su cartilla de viaje, un extraño recorrido que comienza en Saint Jean Pied de Port en el mes de septiembre y salpica aquí y allí un itinerario que parece no ajustarse al camino norte nada más que en algunos lugares. Quiere ir a Fátima y después a Madrid a solucionar algo de su pasaporte.

Rubia, de pelo caído sobre los hombros, asoma su cabeza por el chubasquero y me mira sólo muy brevemente a los ojos; después los vuelve a sus papeles y continúa hablando con su lenguaje de martillo pilón. Ahora la oigo hacer ruidosos sonidos de garganta desde los lavabos. Todavía me produce un cierto interrogante su presencia; los visionarios que me he encontrado por el camino estimulan mi curiosidad, charlo con ellos y después me alejo, los recreo en la memoria, escribo algo y adiós santas pascuas; pero aquí el caso es diferente. Esto, pese a ser una escuela antigua de construcción esmerada, su interior conserva el ambiente de un monasterio abandonado en algún lugar apartado, o eso imagino yo, y como tal no parece un lugar propicio para encuentros esotéricos; llueve y esa chica y yo estamos solos en este edificio claustral. Ni los visionarios ni creyentes de corte fundamentalista son mi fuerte, menos todavía si se trata de alguien que no sigue el comportamiento racional que cabe esperar de un peregrino corriente.


Continúa lloviendo; he consultado el pronóstico del tiempo y tengo dos días por delante con lluvias ininterrumpidas. Por demás mi rubia estoniana (¿será así como se nombra a los naturales de Estonia?) se está empezando a decantar como una chica inestable, con muy escasa bolsa de caudales en su haber después de medio año de caminar, parece, por los países bálticos, Italia, Francia (Lourdes, naturalmente), con prontos de dar un grito cuando no la entiendo y sobre todo como una devotísima hija de María. Está pachucha pero sería capaz de caminar bajo la lluvia esta misma noche para asistir a una misa que se celebra no se dónde a varios kilómetros de aquí; me empujó hasta la iglesia para que la acompañara a consultar el horario de las misas. La llevé al bar donde estaba el hospitalero Pepe para que consultara si podía quedarse aquí un tiempo mientras mejora su enfriamiento (no habla una palabra de español) y cuando vio en la tele el rostro del Papa se le puso la cara bovina de los alucinados. Por demás yo la tomo el pelo como antídoto contra tanta devoción. Para ella Italia es peligrosa para las mujeres, por lo que me dice parece faltarle bastante el sentido del humor, los piropos de los italianos que son todo, amantísimos amadores de las mujeres en todo caso, que son todo menos peligroso, la asustaron. Bromeé con ella pero no me quiso entender. En fin, que ya me dirán ustedes (¿qué me dices a esto, Ramón?), que estoy, como decía mi madre, compuesto y sin novio, y si me apuran tendré que hacer de enfermero, de mediador y de lazarillo de esta alma perdida en busca de la santidad. Ahora, después de pasarse por la farmacia donde de cuatro productos para el resfriado lo único que le interesaba conocer era el precio; sí, eligió el producto por el precio, no por aquello que podía curarle; yo hacía de intérprete con la farmacéutica y ésta me echaba unas miradas de perplejidad que yo correspondía con una débil sonrisa; ahora, decía, pasea por el “claustro” del albergue con un enorme rosario de cuentas de madera mientras parece bisbisear algún tipo de plegaria. ¡Que el señor me coja confesao! Y yo aquí, solito, sin Ramón que me pueda echar una mano... Me cachi en la...




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