En el valle del río Narcea





Cadavedo, 10/03/13

La tarde anterior Ramón me había recogido con el coche en un restaurante del puerto de Luarca y desde allí partimos hacia la cuenta del Narcea. Se nos hizo de noche en el camino. En Gedrez, nada más entrar en Casa Funsiquín, encontramos a Luciano y a Pedro Pereira tomándose una cerveza en la barra del bar, Azucena atendía el comedor. Hacía dos o tres años que había pasado por Gedrez, era encontrarse como en la propia casa, el mocetón de Luciano, que ahora toca la batería en el grupo de Pedro Pereira, parecía continuar en el mismo punto una conversación abandonada entonces. Ramón se encontraba cómodo entre aquella gente desconocida para él. Enseguida se acercó Azucena, venía precedida por sus ojos grandes y su acogedora sonrisa de bienvenida. Esta mujer de cuerpo pequeño y mirada franca tiene siempre un aire de fresca competencia que compagina con su trato fraternal haciendo que te sientas en su casa como si estuvieras en la tuya. La tertulia, que se prolongó hasta las dos de la madrugada, y a la que se unieron otros amigos, terminó inevitablemente por deslizarse hacia esa feria de los despropósitos que es nuestra España de hoy.





Amaneció con una lluvia fina que se dejaba caer sobre el valle con la familiaridad de un hábito que viene de siglos atrás. El valle del Narcea se abría frente a mi ventana con la querencia con que lo hiciera otra ventana en mi primera juventud, frente a las montañas de la Val Camónica, en la Alta Lombardía. Hay ventanas por las que el mundo llegó a nuestros ojos envuelto en el halo de una especial expectativa, sucede con las ventanas de la juventud, cuando empezábamos a vivir, cuando rompiendo el lazo del cordón umbilical que nos unía a nuestros progenitores, encontrábamos el mundo, como traje dispuesto para ser estrenado, ahí, preparado para ser hollado. Esa especial ventana de mi habitación de Cevo, con vistas a la hermosa montaña de la Concarena y el Piz Badile en el Macizo del Ademello que disfruté durante un año en Italia era la sucesora de otra ventana menos exótica, la de mi habitación de Madrid, que daba a una calle estrecha en donde el único paisaje notable que se veía eran las grandes y flamantes tetas de la vecina de enfrente que, después de regar sus geranios, orear las sábanas y sacudir un felpudo, se pasaba horas con sus grandes pechos derrengados sobre el alféizar, contemplando el trajín de la calle: el afilador, que tocaba su chiflo a cada momento mientras afilaba algún cuchillo: el lañador, que arreglaba sartenes, el vareador de la lana de los colchones, que con su palo curvado en la punta se liaba a palos con la lana hasta dejar ésta suelta y esponjosa, el repartidor de las bombonas de gas que aporreaba unas contra otras armando un escándalo de mil demonios para alertar a las vecinas de su presencia; en fin, las vecinas que con el capacho de la compra en el brazo intercambiaban los chismes de última hora.

La ventana de ayer, que era parecida a la que tuve en los años en que fui maestro en el pueblo, era una ventana por la que entraba el esplendor del otoño de los hayedos al otro lado del Narcea, por cuyos cristales se escurrían las inacabables aguas que traían las lluvias del mes de octubre, una ventana a la que llegaba la nieve, en la que se reflejaba el fuego de la chimenea mientras un blando manto blanco se posaba sobre los arbolillos de las berzas, sobre los prados, sobre el tejado de pizarra de Casa Coronel situada a pocos metros de la casa escuela.



Cuando bajé con Ramón a desayunar nos encontramos con José Manuel, el hermano de Azucena. Los caballos y nuestra larga caminata fue enseguida motivo para una amena conversación. José Manuel nos propuso dar una vuelta por los alrededores y subir a ver sus caballos.

Antes pasé a visitar a Nieves y a sus hijos, Toño y José, nuestro Josín de cuando ejercía como maestro y del que hice un hermoso retrato que todavía cuelga en el cuarto de estar de mi casa, Josín con su sombrero de paja y su mirada tímida de quien trata de ubicarse en el mundo. Por teléfono había sabido la noche anterior que Luis, nuestro Primavera de entonces, había fallecido el año anterior. Un accidente de moto lo había dejado postrado durante los últimos años. El destino eligió la primavera última para llevarse su vida. Luis fue el albacea del maestro y su chica cuando llegaron por primera vez a aquella aldea perdida, un mundo remoto entonces que lo fue menos por la calurosa acogida de los componentes de Casa Xuacón, Nieves y Luis. Les agradeceremos siempre el calor con que acogieron a aquellos maestros jóvenes que trataron de abrirse camino en el cerrado mundo del valle del Narcea.




Después estuvimos en Casa del Indiano, donde Ramón y Alonso, un ingeniero agrónomo que cría caballos árabes, se enzarzaron en una discusión sobre la importancia de la genética, que Alonso valoraba casi como único factor del valor de un caballo, mientras que Ramón mantenía que la valía de un caballo tiene que venir respaldada por pruebas y por puntos obtenidos en concursos que son los que van a probar realmente el valor del animal. La Casa del Indiano era una joya de anticuario, casa de muros de un metro conservada en parte tal como fuera construida un siglo atrás: la sala donde se cocinaba y comía, un horno para el pan y un fuego en el suelo rodeado por bancos de madera con respaldo, el dispositivo de hierro para colgar los perolos sobre el fuego. La vivienda se encontraba construida en torno a un patio central circular con los tejados cayendo hacia él al modo de las casas romanas que recogían así en el centro de la vivienda el agua de lluvia y que permitía la llegada de la luz.

Los caballos de José Manuel pastaban en los prados altos cercanos a la Penona, una montaña cercana caliza que cae abruptamente hacia el Narcea. Había un potrito de siete días que correteaba alrededor de su madre sin perderla el ojo. El paisaje en torno era espléndido. En lo alto, el Canielles, el señor del lugar, vestía su copete de nieve invernal. Los robledales de las laderas opuestas, hacia el Canielles, lucían su tapiz de herrumbre; más hacia el norte, sin embargo, las laderas eran más claras, en ellas crecían los hayedos.





Terminamos subiendo el valle de Monasterio de Hermo para llegar al nacimiento del río Narcea. Las minas de carbón, en cuyos alrededores yo había sacado alguna fotografía notable, incluida la de los burros y caballos tirando de los vagones del carbón, yacían ahora silenciosas, mudas como un antílope que hubiera quedado atrapado en el hielo de un iceberg. Comenzó a nevar.



La comida, el vino, el café, alguna copa posterior consiguieron sumirme en una nube de smog espesa y somnolienta. Nos despedimos calurosamente. Azucena y José Manuel nos acompañaron al coche. Las curvas de la carretera terminaron por revolverme el cuerpo. Llegamos de noche al albergue de Cadavedo. Dejábamos tras de nosotros un denso y agradable día digno de ser recordado. El rostro risueño de alguna de las tertulianas del día anterior sobrevolaba en mi cabeza al final del día como el perfume de una madreselva que hubiera sido agitaba por los pájaros.



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