Puerto de Luarca, 09/03/13
Estoy a tiro de piedra de
Gedrez, el pueblo donde ejercí como maestro durante dos años, allá
por los años setenta. Cuarenta años después volví invitado para
una exposición de fotos mías que se exponían allí con motivo de
la inauguración de un restaurante-bar-local cultura que abría la
activísima y competente Azucena, una mujer joven de complexión
liviana y cabello oscuro que había tomado por vocación la tarea de
recuperar los valores de su pueblo con una fuerza inusitada. Allí
encontré hombres y mujeres maduros que habían sido alumnos míos a
la edad de seis, siete u ocho años. Fue un encuentro entrañable.
También estaban los componentes de un numeroso grupo de jóvenes,
que en el tiempo en que yo ejercía como maestro tenían algunos años
menos que nosotros (Victoria y yo mismo), pero con los que nos unió
una cálida amistad que se forjó mes tras mes parapetados todos en
la música de Led Zeppelin, Pink Floyd y grupos similares, que sonaba
en nuestra casa las largas noches de los fines de semana en que nos
reuníamos alrededor del fuego de una chimenea que habíamos
instalado en la terraza de la casa del maestro y que daba al
espléndido valle del Narcea. En aquel entonces nuestra casa escuela,
un primer piso que, situado en unas de las laderas del Narcea tenía
una vista magnífica sobre el valle, se convirtió en centro de
reunión; era fácil encontrarse allí con gente muy dispar del
pueblo, con unos porque propusimos hacernos un hueco en esta aldea
perdida en la cuenca del Narcea, padres o familiares de mis alumnos,
personas que contaban en el pueblo, intentando confraternizar con
todas las familias, con otros porque nos unían a ellos inquietudes
similares, nuestra juventud o nuestros gustos musicales contribuían
a este acercamiento. Con éstos últimos establecimos una amistad que
ha resistido el paso de las décadas. Cuando nos vimos la última vez
fue como reencontrarnos frente al fuego de la chimenea departiendo o
emborrachándonos con la música del momento. Todos recordábamos
perfectamente aquellos dos inviernos como un momento mágico que nos
cupo vivir salpimentados con una pizca de plenitud. Allí estaban
Sumill, el musculoso y extrovertido personaje de la mina exhibiendo
una virilidad nacida de su experiencia como emigrante y como minero,
Carlos y su hermano Segundo de Casa Marrón, y Maite la esposa de
éste último que hizo de anfitriona y nos regaló unos groselleros,
y Azucena y sus padres, Leonor y Pepe, de Casa Funsiquín; María
José y Clara, que recordaba en su camino a la escuela hacia
Piedrafita; Esther y Carlos de casa Coronel, nuestros vecinos más
próximos al otro lado de un campo de berzas; Toño, Josín, Leonor,
Mari Carmen, una mujer que apareció en mi novela Las hojas se
volverán ásperas, su marido Luciano; y en esta ocasión su
hijo, un robusto y animoso joven que conocimos de adolescente y ahora
aparecía como un hombre tremendamente animoso y deseoso de compartir
nuestra charla; y cómo no, Nieves y Luis, nuestros vecinos al
otro lado del camino que daba a la cocina; Pedro Pereira, ahora
convertido en músico notable; Laureano que aparecía en una
fotografía en sepia como señor antiguo salido del daguerrotipo de
tiempos acaso olvidados.
La verdad es que hoy mis
pensamientos estaban lejos de Gedrez (Xedrez ahora), pero fue llegar
a un restaurante del puerto de Luarca y desplegar el mapa en mi
portátil y descubrir que estaba a sesenta kilómetros en línea
recta del antiguo pueblo donde ejercí como maestro y caer en la
memoria de un tiempo lejano que regresaba a mí como un chorro de
cosa nueva que me invitara a remontar la corriente del río Narcea
para acercarme a visitarlo de nuevo. Sólo mi irremediable condición
de tímido se interponía en mi deseo de volver a Gedrez; quizás
podría suceder que Ramón se apuntase y fuéramos dos los
visitantes. Quizás.
Llamo a Ramón, le parece bien.
Intento comunicar con Azucena, comunica. Llamo a Sumill, va camino de
Avilés a una manifestación. Volveré a llamarle cuando esté cerca
de Gijón.
Estar en el camino es estar en
cualquier parte del mundo, la prueba está en que esta mañana
después de un larguísimo capítulo sobre el sufismo y la meditación
oriental, me encontré de repente al sur de Puerto Mont, en Chile,
atravesando el siempre abrupto y movido golfo de Penas y los
espectaculares canales llenos de frío y glaciares que llevan en
complicada navegación a Punta Arenas, junto al estrecho de
Magallanes. La obra que me llevó allí es Mundo del fin del
mundo, un relato de Luis Sepúlveda. Sepúlveda es chileno y
aprovecha cuando se tercia para recrear sus narraciones en un
ambiente que conoce bien y ama profundamente. Ya leí un par de
libros suyos, uno que trataba sobre la Patagonia y una novela que era
un a pequeña joya, El viejo que leía cartas de amor. De
pronto, con la mañana avanzada, tras leer las áridas conferencias
de Vicente Merlo recogidas en un tomo con el título de La
fascinación de Oriente, el silencio de la meditación y el espacio
del corazón, abrí, es un decir, otro pequeño libro y me
tropecé sorpresivamente en un ambiente sumamente familiar. ¿Por
qué será que cada vez que encuentro en una novela un paisaje que
conozco me parece que la narración anda como a trompicones, no se
ajusta a mi paisaje interior, a mi experiencia? El protagonista
inicia un viaje en barco en puerto Mont camino de Tierra del Fuego
motivado por la lectura de Moby Dick, otra novela que conozco
bien después de una lectura que he repetido hace no mucho. Ni la
referencia de la novela ni el paisaje me cuadra con mi propia
experiencia. ¿Será que mi yo, no siendo capaz de situar un relato
en un ambiente así, pese a haberlo intentado, niega la posibilidad
de que otro pueda hacerlo; pura envidia, impotencia, deseo frustrado
de escritor amateur? Sin embargo sucede, ni los paisajes de Sepúlveda
ni los personajes me cuadran; un grumete de dieciséis años que
llega a Punta Arenas y se embarca posteriormente en un ballenero no
tiene ninguna credibilidad; no tiene ninguna credibilidad la caza de
una ballena que parece realizarse así como quien se da una vuelta un
poco más allá del muelle. Nada de esa grandiosa escenografía que
sería necesaria para un evento aventurero como el que dibuja
Melville para que el capitán Akab pueda llegar al delirio de morir
sepultado en el mar atado por las cuerdas de sus propios arpones
hundidos en el cuerpo sangriento de la ballena blanca. La caza de la
ballena no puede darse en una especie de paseo por los alrededores,
al menos no puede darse en mi cabeza después de haber leído con
especial devoción un libro como Moby Dick. Es sólo la
introducción del libro de Sepúlveda que apunta en su desarrollo
hacia la labor salvífica de Greenpeace en torno a todas las especies
en peligro de extinción, pero es suficiente para que una novela
pueda venirse abajo. Un grumete de nuestros tiempo con dieciséis
años no debería aparecer en una novela actual de un modo tan poco
creíble, actos y situaciones que pertenece a los tiempos de Salgari
o de Kipling son difíciles de escribir; escribir sobre lo que otro
ya ha escrito y muy bien nos impide probar a repetirlo a no ser que
la escritura tenga una altura insospechada, que no es el caso. Me
gusta Luis Sepúlveda, pero aquí se equivoca intentando resucitar
grumetes y situaciones exóticas en donde arponeros y ballenas se
encuentran en mar abierto. Por lo demás me parece que trastoca
elementos geográficos, su viaje de Puerto Mont a Punta Arenas lo
hace atravesar un estrecho que todo el mundo conoce, el de
Magallanes, que no es necesario atravesar en el viaje Puerto
Mont-Punta Arenas.
Problemas técnicos de
ambientación en la narración, no más; por lo demás el grueso del
relato parece dirigirse a otro punto, la extorsión que hacen
gobiernos y pesqueros de las leyes internacionales para seguir
cazando ballenas o extorsionando las leyes internacionales que tratan
de proteger especies en peligro de extinción.
Por la ventana del restaurante
del puerto de Luarca entra ahora delicioso, agradable el sol de este
invierno que desfallece poco a poco. Hoy me crucé con cinco
peregrinos. Con dos de ellos hablé largamente, venían de Irún, se
les veía frescos y contentos, dispuestos a hacerse todos los caminos
de Santiago en el transcurso de la siguiente década. Esta gente
debería tener algún apelativo específico. Son miles los que año
tras año hacen reiterativamente del camino su reto, su lugar de
vacaciones, su modo de transcurrir la vida. Los hay que repiten una y
otra vez el mismo, como François, un hombre hermoso de abundantes
canas con el que caminé medio día, que había hecho ya el camino de
la Plata seis veces; otros alternan el Francés con el Norte o con el
del Interior, o... tengo la impresión que de que hay tantos caminos
como caminantes. Y si no lo hay hay gente que se los inventa, es el
caso de alguien que estaba trazando uno desde Murcia pasando por el
sur de Toledo. Todos los caminos llevan no a Roma sino a Santiago.
Hoy me saldré del camino, será
un paréntesis en este mes y medio largo que vengo caminando. Otro
viaje al pasado, a Gedrez.
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