La Caridad, 08/03/13
Nos despedimos en la puerta del
albergue. Habíamos estado fotografiando el magnífico espectáculo
que se estaba produciendo por levante, grandes nubes color bermellón
sobre un fondo de pálido amarillo se alzaban sobre la oscuridad de
la ría que dormía aún beatífica; las sombras de los árboles al
otro lado de la ría ofrecían un motivo de sombras chinescas para
nuestras cámaras. Con este espectáculo de por medio nos dimos un
fuerte apretón de manos. Ramón dejaría a Vermell y a Dop en una
hípica cercana e iría a recoger su coche y su remolque en las
cercanías de Cáceres; a la vuelta se pasaría por el albergue donde
pasara yo la noche. Después decidiría si continuaba ahora su vuelta
a España o descansaba unos días en Cataluña. Desde la baranda que
cruza la ría nos dimos un grito de despedida. Allá, frente a mí,
seguía el sangriento espectáculo del amanecer que no cesó hasta
que hube llegado a la orilla opuesta, ya en tierra de Asturias.
Estaba frente a su casa vestido
con la indumentaria protectora propia del que trabaja con la
desbrozadora. Según me acercaba desconecté mi ipod, un acto que
repito siempre que se aproxima alguien, aunque sólo cruce con esa
persona un saludo de buenos días. No sé bien cómo fue, pero en
menos de un minuto nos vimos enzarzados en una conversación que
traía tras de sí un tema tras otro; bueno, más bien era él el que
hablaba. Oponía impulsivamente su modo de vida al de todos aquellos
que ganaban y gastaban con desmesura. Repitió más de una vez que él
no necesitaba de los libros tampoco, que era feliz haciendo lo que
hacía: construyendo su casa con sus propias manos, excepto el
esqueleto, trapicheando, cuidando sus arboles frutales, fabricando
una escalera; y contaba la satisfacción que le había proporcionado
día a día contemplar al final de la jornada la larga hilera de
ladrillos que poco a poco fueron ocupando el hueco entre los pilares
de hormigón cuando levantaba su casa. Trabaja como soldador y ganaba
lo justo para vivir e ir construyendo su hogar. Me arrastró al otro
lado de la casa para mostrarme un taller que ocupaba la cuarta parte
de la planta baja. Orgulloso me iba enseñando trabajos que había
ido realizando, siempre con hierros de desechos, una escalera, un
buzón, una baranda; había hecho numerosos trabajos de herrero a los
vecinos y jamás había pedido un duro por ello. Apenas me dejaba
hablar, luego me enseñó sus frutales ya en flor. Intenté varias
veces hacer elogio de esa manera de ver la vida, pero tampoco me
dejaba, pasaba a hablar de sus injertos, de la necesidad que tenía
de que nadie le arrancara de allá, de ese quehacer de crear objetos
y cuidar sus árboles, su prado, su huerta; el hombre necesita tener
un espacio amplio para sí. Me atrapaba con sus palabras y sus ideas,
haciendo difícil la despedida.
Anoche también habíamos dado
con un personaje peculiar, la cocinera del restaurante donde cenamos,
que era dominicana; mujer de anchas caderas y rostro redondo y
grandes ojos alegres que dedicó su empeño en satisfacer nuestro
apetito dispuesta a cambiarnos un plato por otro si el primero no era
de nuestra entera satisfacción. Se quedaba un rato junto a nuestra
mesa bromeando con esto o lo otro, volvía al cabo del rato y ponía
cara de apuro porque a Ramón no le gustaban mucho sus mejillones;
siempre sonriendo y feliz dentro de su cuerpo. Tuvimos que probar su
arroz con leche que ponderó como uno de sus mejores platos que
hacía. Ella y su vitalidad eran capaces de arrasar con lo que tenía
delante. A modo de despedida la prometimos que la próxima vez que
quisiéramos tomar un buen arroz con leche vendríamos a Ribadeo.
El camino, una estrecha senda de
asfalto, se perdía recta por delante de mí en las lejanas colinas;
el sol se abría paso en los pequeños resquicios del cielo a una
hora en que según el parte meteorológico debería esta lloviendo.
Paso tranquilo y despreocupado mientras mi lectura de Amy Tan avanza
por las embarradas carreteras de Birmania, mientras uno de los
pasajeros, Harry, ha quedado olvidado a su suerte en las cercanías
de un puesto fronterizo. Unos soldados birmanos lo encuentran errando
por la carretera, lo encañonan, le hacen sudar tinta. Mi experiencia
en lejanos puestos fronterizos resucita con el relato. Era otoño y
Victoria y yo viajábamos por los países subsaharianos. Un frontera,
la de Senegal con Mali, nada extraordinario, el puesto una choza con
tejado de cañas y un buen puñado de soldados armados hasta los
dientes. Me vieron a lo lejos con la cámara reflex mientras esperaba
la finalización de la gestión del paso de frontera; ésta colgaba
inactiva de mi cuello, pero a uno de los aduaneros se le debió de
pasar por la cabeza que ese objeto negro podía tener un valor de
mercado apropiado y me llamó de lejos haciendo los gestos
espasmódicos de quien se dirige a alguien que está cometiendo un
delito imperdonable. Pronto se acercó a mí y me arrancó la cámara
de las manos indicándome por gestos que le acompañara. Me empezó a
circular la adrenalina por todo el cuerpo. En el puesto esperaban
algunos viajeros locales, mi cámara pasó al que parecía ser el
jefecillo del lugar y que, sentado ante una gran mesa despachaba
algunos pasaportes. Me encontré abalanzado sobre la mesa y agarrando
mi cámara con toda la fuerza; dos soldados me retuvieron de los
brazos. El local empezó a llenarse de gente que hicieron corro a
nuestro alrededor. Yo me imaginaba ya que mi cámara emprendía un
viaje desconocido; vigilaba una ventana cercana. No me arredré. En
esto entró el conductor del autobús, que empezó a mediar enseguida
con los aduaneros; salimos a la calle, el gentío que se formó
chillaba contra los soldados, apoyando la gestión del conductor. En
ese momento parecía que los viajeros de nuestro autobús se hubieran
constituido en una clase especial que, movida por cierta solidaridad
derivada del hecho de ser viajeros del mismo autobús, les impelía a
defender a gritos el derecho de aquel otro viajero que durante las
últimas veinticuatro horas había sudado como ellos bajo el
agobiante calor del autocar. Al final la cámara pasó a un jefecillo
que yacía despanzurrado de calor en una silla al otro lado del
puesto de la aduana. Éste, como un pachá que recibiera el apremio
de molestos subordinados, tomó la cámara, la examinó y exigió que
aquel corro de gentes de color dejaran paso al dueño de la cámara.
Yo trataba de hacerme entender en francés, pero con los nervios lo
que salía de mi boca era una extraña mezcla de inglés, francés y
español. Él me pedía el carrete, me costó trabajo hacerle
comprender que no había ningún carrete en la cámara; le pedí que
me la dejara y le mostré en el display trasero de la máquina toda
la retahíla de fotos que había allí, ninguna en la frontera,
ninguna de las instalaciones fronterizas o de los soldados; sólo
tomas de Dakar, de St. Louis, de rostros morenos, de un matrimonio
senegalés que reía a carcajadas frente a mi cámara. Me pareció
que le hubiera gustado ver todo aquello con más detenimiento, le
resultaba divertido contemplar mis fotografías que, curiosamente no
estaban impresionadas en ningún carrete al uso. Después de esta
proyección en la que participaban no menos de cincuenta personas a
nuestro alrededor encabezadas por el conducto que seguía mediando
por mí, el aduanero jefe haciendo un gesto benevolente y tendiéndome
la cámara, cumplió su ejercicio de paripé y me exigió que en
adelante nunca volviera a hacer una foto en una instalación aduanera
o militar. En el autobús fue como una fiesta, nos recibieron como
dos náufragos rescatados en alta mar. Durante el resto del viaje,
que duró un día y medio más hasta llegar a Bamako, gozamos de una
especial acogida entre los otros viajeros.
Pero no fue suficiente la
conexión de la narración de Amy Tan con mi experiencia para que yo
continuara con la lectura del libro. Terminé convencido de que un
libro así, fabricado en alguna habitación de California con
productos ajenos y dedicado a cubrir cierto exotismo oriental caro a
posibles lectores norteamericanos, no era una lectura de suficiente
altura para un día tan bello como el de hoy, tan plácido de caminar
y en el que mi soledad, agudizada por la ausencia tras de mí de
Ramón y su cuadrilla, pedía algo más auténtico, quizás versos o
un poco de música de Schumann o Lizst. Decidí dar por concluido mi
libro, otro más sin terminar porque no satisfacía mi particular
gusto. Su lugar fue ocupado por un disco de lieders de Schumann y por
una recopilación de pequeñas obras de piano de Lizst. El placer del
camino, el rumor de los arroyos, los verdes prados y las líneas
oscuras del bosque contra las azulinas nubes del fondo acompañaron
las partituras de piano hasta que me encontré con Gervasio.
La primavera y el camino parecen
estar encontrándose a toda prisa. Esta mañana me sobra casi toda la
ropa, mi gorro de lana y mis guantes yacen en el fondo del macuto.
Mañana también de perros. Uno de ellos estaba tan furioso que,
después de comprobar que estaba atado sólidamente a una cadena, me
dediqué a fotografiarlo. Ahí está la imagen, nada más hay que
mirar lo que hay dentro de su boca, esos enormes colmillos, para
hacerse una idea de que un bicho de estos abalanzado sobre uno puede
ser una experiencia nada agradable. Probablemente el hecho de que
estén atados o encerrados agravan su aspecto agresivo; aunque tengo
ya experiencias en este mismo camino de la agresividad de los
mastines no me imagino tanta fiereza en un bicho de estos si
estuviera desprovisto de su cadena. Es excesivo el aspecto que tiene
en la fotografía, como si quisiera devorarme allá mismo en medio
de esta magnífica mañana de invierno. El siguiente perro que me
encontré, esta vez suelto, era un mastín, un mastín que se acercó
corriendo y ladrando, pero que al verme sacar los bastones del
macuto, perro inteligente él, salió pitando; pies para qué os
quiero, que decía mi novieta de otro tiempo.
Los brotes a punto de reventar
en los arbustos, la verde pelusilla de las hojas tiernas de los
sauces, todo respira otro tiempo. Desde una prominencia veo el mar;
está ahí, no más lejos de tres o cuatro kilómetros. Esta mañana
había cargado el track para acercarme a Tapia de Casariegos por la
orilla del mar, una de mis grandes pasiones que satisfago desde hace
años circunvalando islas o recorriendo las rías gallegas, pero
después me rendí a la evidencia de que no podía alejarme de la
ruta de los albergues. Quizás otro año. El otro día tenía un
mensaje de Manuel Coronado invitándome a recorrer Sierra Morena en
invierno, una experiencia reciente suya; pondré en la misma lista de
Sierra Morena esta del recorrido marino de la costa del Cantábrico;
así hasta que el cuerpo aguante.
Hoy pernocto en una antigua
escuela cercana a La Caridad habilitada como albergue. En Asturias
las escuelas rurales que se construyeron hace décadas tienen todas
el mismo diseño; no, no se calentaron mucho la cabeza con el diseño:
ahí va, todas iguales. Yo viví en una de ellas durante dos años.
Abajo la escuela unitaria, arriba la vivienda del maestro. La que me
tocó a mí se caía de puro vieja y de puro descuidada; estaba
situada en la cuenca alta del río Narcea, en Gedrez, Xedrez en la
moderna nomenclatura. La primera labor aquel otoño nada más recibir
la asignación como maestro fue adecentar y devolver la dignidad a la
escuela; dedicamos, profesor y alumnos varias semanas a pintar y
arreglar aquel edificio que se caía. Para que el ayuntamiento me
oyera y se tomara en serio algunos arreglos más como la fosa
séptica, la calefacción y los desagües tuvimos que cerrar la
escuela en un gesto de rebeldía y reivindicación que terminó por
poner algunos medios a disposición de una escuela totalmente
abandonada. Ni al inspector ni al alcalde de Cangas de Narcea les
gustó aquello, pero hicieron la vista gorda ante el desmadre de
aquel maestro novato y todo quedó en santa paz durante el resto del
curso.
Sonó mi teléfono hace un buen
rato. Ramón ya está camino de Lugo, mañana de madrugada llegará a
su destino. Le envié un caluroso buen viaje.
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