Ribadeo, 07/03/13
Hasta ahora sólo he visto el
mar en la lejanía bajo la lluvia. Bajo la lluvia entré en Ribadeo
poco después de ver la ría envuelta en la bruma más allá de los
prados verdes, siempre ese verde mojado, denso. Hubo un tiempo cuando
era muy joven y viajábamos al norte para perdernos en los vericuetos
de los Picos de Europa, que era ritual el encuentro con Asturias;
alguien dogmatizaba que el verde de Asturias era distinto de aquel
otro de Santander o de Galicia; se trataba de Moisés, un avezado
montañero que gozaba del prestigio de la elegancia. La elegancia en
el mundo del alpinismo significaba escalar sin que apenas se notara
el esfuerzo, ascendiendo con la suavidad elástica del que se desliza
por una pared vertical con el movimiento sinuoso y sutil de un
reptil. Moisés era una institución en ese mundo en donde en un
tiempo todos probábamos realizarnos en el contacto íntimo con la
montaña. Doblaba en edad a sus compañeros de cordada, hablaba de
Mozart y Brahms como de amores recién encontrados; algunos le
encontraban restos de una pluma que todos respetaban. Escalaba como
una ardilla, los brazos eran sólo un apoyo al trabajo que realizaban
sus piernas, una ascensión continuada y sin pausa; era agradable
verle ascender por una pared de cuarto o quinto grado, despacio,
elásticamente, sin que apenas se notara su ascensión. Él se
defendía de sus admiradores diciendo que no podía hacerlo de otra
manera, sus brazos eran poca cosa y todo lo confiaba a sus piernas, a
la capacidad de sus pies de encontrar sucesivamente un relieve, un
resalte sobre el que alzarse y proseguir su ascensión en alguna de
las paredes de los Galayos. Moisés gustaba de escalar con gente
mucho más joven que él, yo entre ellos; él era como el padre de
una pequeña corte de jóvenes escaladores que acababan de descubrir
ese nuevo universo de la montaña. Con él ascendí muchas paredes de
Gredos y Galayos, y más tarde en los Alpes. También gracias a él
encontré mi primer amor, Nena, una maestra que vivía en la alta
Lombardía y con la que conviví, hasta su muerte, en un trágico
accidente de montaña en el macizo del Ortles donde formábamos
cordada y mientras ambos tratábamos de completar una travesía a
través del Gran Zebrú. Moisés se prejubiló y se estableció en el
Pirineo, junto a Benasque. No volví a verle, pero recuerdo que
cuando hice la travesía de los Alpes, al llegar a la zona de las
Tres Cimas de Lavaredo, le eché de menos, sentí un agradecimiento
tan profundo por él, que me había descubierto aquellas montañas,
que había escalado con él y con Nena, que tuve necesidad de
localizar su teléfono y hacerle una llamada agradecida. Con él y
con Nena habíamos escalado el Spígolo Dibona de la Cima Grande y el
Spigolo Giallo, una hermosa ascensión que supuso para mí una
auténtica borrachera en mi carrera de alpinista; una Dolomita
rigurosamente vertical que yo había soñado con escalar durante
meses.
Con Moisés escalé también el
Naranjo de Bulnes y sucumbimos al encanto de dormir en su cumbre. Uno
no sabe bien de qué está hecho, de qué experiencias, de qué
libros, de qué genes, de qué tantas cosas que nos rozaron e
hicieron de nosotros lo que somos, pero en cierto momento de la vida
sucede lo que me sucedió a mí; llevaba más de un mes caminando por
la dorsal de los Alpes desde que empiezan a erigirse en el mar, junto
a Niza y mi espíritu se había purificado en la larga y trabajosa
travesía de valles y montañas, me encontraba en paz conmigo mismo,
mi cuerpo exudaba salud y fuerza y después de ese tiempo me encontré
al cabo con la Cima Grande de Lavaredo y allí noté que algo de mí
se lo debía a algún amigo de juventud que con su ánimo y su fuerza
había contribuido a que yo descubriera el estimulante y maravilloso
mundo de las Dolomitas, su reto, su verticalidad, el miedo que roía
bajo mi estómago estimulando mi adrenalina para enfrentarme a
escalar paredes que nunca hubiera soñado superar. Recuerdo que subía
un valle muy abrupto, sólo; hacía un mes que había dejado a
Victoria que me acompañó en mi tavesía durante una quincena y que
tenía entonces un viaje ante sí diferente, una aventura en Méjico;
ella marchó a Ginebra para tomar un vuelo rumbo a Méjico y yo
continué mi trotada por los Alpes; fue en esa circunstancia que, una
vez superados los últimos resaltes del valle, llegué a avistar las
Tres Cimas de Lavaredo. Los ojos se me llenaron de lágrimas ante
aquella visión, y era un sentimiento de puro agradecimiento a todos
aquellos amigos que treinta años atrás habían hecho posible
escalarlas, amarlas, sentirlas como parte de mi yo.
Me siento de puta madre. He
llegado a Ribadeo lloviendo, bastante, y me he metido en un
restaurante. He comido, he bebido, he tomado un café, he pedido una
copa de magno y mientras me tomaba esta última he hecho un viaje al
pasado, con Moisés, en las Tres Cimas de Lavaredo y me siento muy
bien, muy agradecido con la vida, con la gente que conocí, con las
paredes que escalé, con tantos valles hermosos que conocí en
Pirineos o los Alpes, con el esfuerzo que supuso superar el miedo;
con el sufrimiento que tantos caminos hollados imponen. Recuerdo cómo
aquel día que avisté Las Tres Cimas de Lavaredo dormí en una
prominencia que fue privilegiada aquella tarde con un crepúsculo
memorable. Todas las dolomitas a mi alrededor, rosadas, vestidas en
su ropa de noche en un efervescente crepúsculo frente al que yo era
el único espectador. Lugar para la admiración y para la memoria,
para el reconocimiento agradecido de tantos amigos con los que
recorrí décadas atrás las paradas luminosas de las Dolomitas,
incluida aquella pequeña mujer, María, con la que pasé un mes
recorriendo y escalando aquellas tierras, pero a la que la madre
había aleccionado hasta el punto de que hiciera imposible ese otro
encuentro que debía sellar nuestra amistad al final de un riesgoso
día de escalada en alguna de las cumbres de la Tofana. Terribles
tardes en que María, guardadora fiel de su virginidad hasta que
alguien la llevara hasta las gradas del altar, ponía a mi cuerpo
soliviantado por la escalada y por el aire montano al límite del
cataclismo.
Ah, aquellos días y aquella
María que cuando hubo cumplido el débito del matrimonio se hizo
accesible y folladora compulsiva haciendo entonces posible (diluvia,
ahora estoy en Ribadeo, tras mi copa de magno y fuera no llueve,
diluvia, suena estruendosa el agua a través de las vidrieras, y
deseo que el albergue esté cerca,y pienso en Ramón y su cuadrilla,
que les habrá pillado por el camino mientras yo estoy aquí
ricamente disertando sobre un tiempo ido); haciendo entonces posible
aquello que en nuestras largos vivacs en Dolomitas no nos fue dado
hacer. Ay si María entonces hubiera sabido lo que aquello le iba a
gustar, cuan diferentes habrían sido nuestros vivacs, el final de
nuestras largas jornadas de escalada.
Recuerdos que trae el camino.
María era pequeñita, tan pequeña como Marisa, mi exnovia a la que
todavía mi cuerpo añora, pese a su tan desmañada ausencia. Desde
entonces el sueño de una mujer pequeña me persigue, cuerpo chiquito
como de niña en donde acunar mi desvalida sensación de poca cosa,
de alivio, en donde reponer fuerzas para la vida y el camino. ¿Quien
no necesita a una mujer para volver activo y decidido a la vida
común, a los quehaceres, a los proyectos? Aparentemente solitarios,
aparentemente despegados y autosuficientes, pero en realidad tan
amorosos, tan necesitados de la otra mitad de nosotros mismos como
para morir de inanición si no es posible en algún momento encontrar
la cálida piel de una mujer, su cuerpo, entre nuestros brazos. Y
pienso también en mi hortelana, allá entre sus gatos, sus perros,
sus lechugas, el hilo conductor del teléfono que nos une; los
problemas del cabrero que trata de hacerse un hueco en la vida más
confortable.
Esta madrugada los eucaliptos
gemían, era un gemido lastimoso y demorado, el viento, un viento
cálido, casi primaveral, los empujaba, los ceñía, y ellos,
adormecidos de invierno todavía gemían como hembras penetradas por
el cálido falo de un enamorado ferviente en las cercanías del
alba. Los gemidos son una de las manifestaciones humanas más
enternecedoras y excitantes. Gemidos de hotel que nos despiertan en
el silencio de la noche, un “amor mío” escapado de unos labios
anhelantes, de las entrañas del deseo; pero gemidos también en las
noches del desierto, como nos sucedió una vez escuchar en una
silenciosa noche en Chinquetti en medio del desierto mauritano y en
donde nosotros, neófitos de aquellas tierras, confundíamos los
gemidos de amor de alguna pareja muy exaltada con aquellos otros de
alguna camella de los alrededores. Los gemidos de esta madrugada eran
de la madera erecta de los eucaliptos empujados por el viento. El
viento acunaba los árboles, hacía que sus copas se doblasen como
olas empujadas espumosas hacia la rompiente de la playa.
Al viento, cuando la noche y
unas nubes arreboladas por el bermellón de las primeras luces sobre
el vientre tripudo de las nubes se hubo extinguido, siguió la
lluvia, fina primero, como un cosquilleo previo a un escarceo amoroso
(cómo está la cosa hoy, ¿verdad?), y algo aparatosa. Lluvia
lluvia. Tiempo de refugiarse bajo el equipo de agua y soñar. Recibí
entonces una llamada de casa. El cabrero anda en gestiones de comprar
un rebaño y la madre del cabrero me consultaba sobre los fondos que
podíamos destinar a las cabras y al cabrero. Era lo mismo, el dinero
está para gastarlo, si cuando seamos mayores no hay suficiente para
pagarnos un alzheimer u otra de esas suertes que pueden caer a
cualquiera, ya se harán cargo de nosotros nuestros hijos. De momento
el dinero está para gastarlo, un rebaño y lo que haga falta. El
cabrero, que antes abogaba por tener cabras para carne ahora se le
presenta la oportunidad de tenerlas para leche. Más rentables, más
inversión. Veremos. A ver si conocemos los días en que Mario se
estabilice, haga rentable su trabajo, encuentre a una moza y tenga
esos churumbeles que le rondan por la imaginación en las noches de
insomnio.
Y siguió la lluvia y más
lluvia y terminamos nuestra larga conferencia y llegué a las puertas
de un restaurante pero llovía y no quise parar y volver a ponerme el
equipo de agua después del café. Y así continué hasta Ribadeo.
Hasta aquí, en que acaso pueda terminar la crónica del hoy.
Y ni una palabra sobre el mar...
no puede ser. Llueve. Y cuando he terminado la copa de magno me llama
Ramón por teléfono. Diluvia, el albergue está cerrado y no tiene
ni un puñetero porche. Me apresuro, pago y salgo bajo la lluvia.
Diez minutos después estoy junto al albergue. Un coche de la policía
local está aparcado frente a él. La policía ha tenido que recurrir
a cierto truco para abrirlo, el encargado está en paradero
desconocido. Ramón está graciosísimo con su pinta de pollo mojado;
mojado, mojado, dice. Y Dop, otro tanto, otro pollito, una pura
esponja. Está arrebujado entre unos arbustos, tímido un tanto
acojonado por el cansancio y la lluvia, casi lo tengo que arrastrar
para meterlo en el albergue. Le quito las alforjas, saco la bolsa de
su pienso y se lo abro. Come ávidamente y después se tumba en su
alfombra de lana blanca: está hecho unos zorros. El albergue es
pequeño, acogedor, sin calefacción, el agua entra por las puertas y
si llueve más la sala de estar se convertirá pronto en un riachuelo
que entrará por la puerta sur y saldrá por la puerta norte. Por
demás en un país en que llueve tanto para qué hacer un porche...
1 comentario:
Pero rara de narices. Te veo bien en la foto y es muy bonito lo que veo y lo que leo.
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