Mondoñedo-Lourenzana, 06/03/13
Hoy, caminaba a las seis de la
mañana buscando el comienzo de mi camino hacia el norte, cuando pasó
el camión de la basura a mi lado; lo oí pararse. Me llamaban para
decirme que andaba equivocado, que caminaba al revés. Está bien que
a uno lo paren en plena noche para indicarle el camino correcto.
Hay un aire de primavera en el
aire, las temperaturas han subido y es el primer día que no necesito
gorro de lana y guantes al salir del albergue; incluso me sobra el
jersey. Muy temprano vuelvo a tropezar con obras de autopista; las
indicaciones que me dio ayer Alberto, el hospitalero de Albadín,
para evitarlas, o no son correctas o yo ando despistado. El camino
está cortado, así que continúo por la nacional hasta que veo una
oportunidad de retomar mi ruta a la derecha; en mi mapa un camino
recorre la ladera pasando frente a algunos caseríos, sólo tiene una
interrupción en cierto sitio, allí describe un ángulo de ciento
ochenta grados y se mete por un enmarañamiento de zarzas y árboles
caídos que lo obstruyen. Tengo que desembarazarme del macuto y
pasarlo a rastras en muchos tramos. Un poco más abajo, cuando
descargo el macuto para sacar los bastones observo que he perdido uno
entre las zarzas. Me toca volver en su búsqueda; lo encuentro un
poco más arriba colgado de una rama. No es demasiada molestia, poco
más abajo el camino se abre y media hora después ya estoy sobre la
ruta que me lleva a Mondoñedo.
Mientras tanto me he desplazado
a Lijiang, un bello pueblo al norte de la provincia de Yunan cercano
al Tibet. Amy Tan sitúa su relato, Un lugar llamado nada, en
una parte de Asia que visité hace algunos años. Una pequeña
expedición de turistas norteamericanos es conducido a través de
esta remota región siguiendo el rastro cultural de la historia de
una nación, Birmania, y que visitarán a continuación. Me causa
cierto regocijo encontrarme cómo bajo la envoltura de algo exótico
y remoto, con alusiones continuas a tribus y costumbres de la zona,
estos turistas son paseados como podían serlo unos perritos de lana
a los que se lleva de paseo al parque público más próximo. Cuando
viajamos hace años por los valles de Lijiang camino de Sangri-la,
esa remota región que aparece como un inalcanzable paraíso entre
glaciares, tuvimos la oportunidad de ver alguna de estas procesiones,
rebaños curiosos y apelotonados cargados con cámaras fotográficas
y de vídeo cosiendo a flashes todo lo que se encontraba a su
alrededor pero sin mirar apenas nada. En todos los lugares
emblemáticos sucede lo mismo, estos turistas en calzón corto lo
mismo se paran en manada para fotografiar una cremación en Benarés
junto al Ganges apartando casi a empujones a la viuda que vela al
cadaver, que llenan a fogonazos la Gioconda del Louvre frente a un
enorme cartel que indica taxativamente que está prohibido hacer
fotos con flash.
Aquellos viajeros de agencia no
obstante no eran usuales en aquellas tierras a los pies del Tibet;
hay lugares del planeta que son demasiado remotos y complicados de
atravesar para los acostumbrados medios de transporte que usan estas
agencias. En aquella parte de China las carreteras eran barrizales
interminables colgados sobre abismos en los que no pocas veces se
producían averías que tardaban medio día en ser reparadas; eso
cuando no quedaba el autobús embarrado hasta el chasis y se
necesitaba la concurrencia de otros vehículos para volver a rodar.
Autobuses no al uso corriente ya que los viajes podía prolongarse
por varios días; se trataba de vehículos ocupados por camas, algo
muy parecido a un vagón de tren, un pasillo nada más entrar y a la
izquierda literas dobles en dos alturas. En vehículos así viajamos
Victoria y yo por más de una semana. El paisaje siempre grandioso de
las estribaciones del Tibet con sus glaciares al fondo, un
interminable discurrir entre bosques y montañas que a veces se
volvía alborozo cuando atravesábamos un collado, momento en que
todos los ocupantes del autobús, tibetanos de origen rural adeptos a
Buda, se ponían en pie y alzaban sus voces ininteligibles en
compungida oración. El lugar en cuestión solía ser una pirámide
truncada de piedra llena de banderines de colores raídos por el
tiempo y el viento.
El relato que hace Ami Tan por
estas tierras es algo totalmente imaginado y novelesco en el peor
sentido de la palabra. No somos capaces de dejar nuestra casa,
nuestro país, nuestras costumbres, y además queremos seguir
viviendo con las mismas comodidades que tenemos en casa. Todo el
entorno físico de la novela suena a falso, no hay contacto con la
gente del país ni con sus tierras o costumbres. Se puede bordar bien
una novela, ver vídeos y leer libros para ilustrar un ambiente, pero
aquello no cuadra, suena a falso.
Bueno, a mí me sirvió la
lectura para recrear, parte de la mañana, aquel extraordinario viaje
que fuimos capaces de diseñar a partir de unas pocas notas y de unos
mapas en donde no aparecían carreteras ni señales algunas que nos
orientaran mínimamente en nuestro itinerario. Fue un viaje de esos
que se recuerdan toda la vida. Encontramos pocos viajeros, aparte de
algún pequeño grupo que quedó a la altura de Lijiang que es el
extremo septentrional que no sobrepasan los turistas de agencia, pero
aquellos eran personajes avezados, gente que se encuentra bien en
cualquier parte del mundo; una pareja de franceses que buscaban
viajeros para hacer una travesía a caballo de dos semanas por la
zona y que viajan con tres niños; otros alemanes con los coincidimos
en un concierto naxi de un grupo donde el ochenta por ciento de los
componentes rondaban los noventa años. Después de Lijiang nos tomó
día y medio de autobús por carreteras de barro y tierra llegar
hasta el profundo valle del río Mekong, desde donde cumbres de más
de seis mil metros se alzaban al otro lado del río.
Leo con ironía a Amy Tang, que
escribe bien y hace agradable el recorrido por las páginas de su
novela, pero que una vez más viene a demostrar que no todo está al
alcance del dinero; si quieres vivir una pequeña aventura no basta
tener un saco de dólares. Al Camino de Santiago le sucede otro tanto
de lo mismo, el que quiera hacerlo debe de estar dispuesto a caminar
con sus propias piernas cientos de kilómetros, una buena
experiencia, que algunos, nos cuentan, tratan de eludir presentando
en el albergue una credencial después de haber aparcado el coche
unos cientos de metros más allá. Algún hospitalero lo contaba
divertido. En el camino todo se sabe, decía. A alguno de estos
individuos los conocían en los albergues antes de que llegasen.
Paso por Mondoñedo temprano.
Había pensado en meterme en un bar a comer algo y escribir de paso
el comienzo de mi crónica, pero el tiempo es tan primaveral que al
final busco un banco público a la salida del pueblo y echo mano de
mis provisiones. Después saco el portátil y, bajo la sombra de un
ciprés, hago memoria de un viaje por el sur del Tibet. Es mediodía,
quizás Ramón ande pisándome los talones. Le llamo por teléfono,
está entrando en Mondoñedo, así que pararé un rato más a
esperarle.
Vuelvo a mirar con cierta
expectativa el momento en que vuelva a quedarme solo. Después de
Ribadeo una vez más seré yo y mis circunstancias el centro del
camino. Olfateo la primavera y el mar ya; he mirado el recorrido y no
van tan cercano al mar como yo creía. Podría seguir el GR-9 que sí
parece que no lo pierde de vista, pero me quedaría sin la
infraestructura de los albergues, y sin ella tendría que cargar con
una tienda que no tengo a mano. Oigo en este momento las herraduras
de Vermell, su paso cansino y regular es sedante como la fuente del
claustro de un monasterio. Al caminar largo rato junto a él siento
algo parecido a cuando busco refugio junto a la cascada del estanque
de mi casa, el ritmo reiterado de sus patas contra el asfalto
acompaña a mis pensamientos que frecuentemente buscan su lugar en
este monótono fluir para aislarse del entorno y refugiarse en sí
mismo.
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