Marichu





Villaviciosa, 14/03/13

El caminante anda hoy un poco aturdido debido al flujo susurrante de lo femenino en sus venas. Anoche, cuando él esperaba que el día había terminado y se disponía a cenar una tortilla y una ensalada de atún, sonó el teléfono y al otro lado oyó la voz siempre un tanto avasalladora de Fabián que echaba sin conteplaciones por la borda la disculpa que horas antes él había dado de que estaba hecho unos zorros para desplazarse a ningún sitio para un encuentro. Pero la resolución de Fabián cuando se empeña no admite peros; ha ido al fisio, ha cogido el coche y después ha conducido hasta Gijón para recoger a Marichu, que según él tenía deseos de conocer al caminante; desde allí han tomado la N-632, la misma del diluvio de días atrás y se han plantado a la entrada de mi bungalow de peregrino.


Fabián y el caminante no se habían visto en los últimos treinta años más que una vez, pero es lo mismo, él es el mismo siempre, más seguro, más tajante, más rompecorazones, más la proyección de ese legionario que salió del valle del Narcea para ver mundo y volvió como profeta a su tierra a impartir la buena nueva de una doctrina que había aprendido en las arenas del desierto y entre los brazos de una rolliza alemana a la que llenó durante un año y tres meses de gozosos éxtasis con sus bien dotados atributos. En los tiempos que el caminante era maestro rural en una pequeña aldea valle arriba del Narcea, Fabián, el legendario apache de largas melenas y semblante de Nazareno, aleccionaba a sus discípulos, jóvenes y adolescentes aspirantes a mineros y devotos seguidores del armónico estruendo de Led Zeppelin y congéneres similares, con las arengas propias de quien venía ya de vuelta de un puñado de cosas. La memoria del caminante perdió bastante fuerza desde entonces, pero conserva, sin embargo intacto el recuerdo de la fuerza arrolladora de este hombre que parecía pertenecer a una generación un siglo más avanzada. De ojos vivos y retadores, de gestos como cortados a hachazos, de semblante irónico y autosuficiente, de una pasmosa espontaneidad y de palabra con soluciones para todo, era poco menos que una institución en la estrecha vida de aquella montana comunidad que yacía adormecida entre las vacas, los prados y el trajín de la mina.

Así que ahí lo tenía de nuevo, en la oscuridad del camping. Nos dimos un fuerte abrazo. Discretamente detrás aguardaba ella, Marichu. Dos años atrás, en pleno apogeo primaveral con su nuevo amor, Fabián parecía anómalamente transtornado por la presencia de esta mujer en su vida. Después de dos años aquel amor quedó mansamente, como las olas, suavemente absorbido por otras inquietudes. Seguían siendo muy buenos amigos.


Buscamos un lugar para charlar, la sidrería más próxima; Marichu se sentó frente a mí. Mientras Fabián disparaba su artillería político económica de cariz revolucionaria, yo empezaba a buscar los ojos de Marichu y trataba de indagar los derroteros por los que podían ir sus pensamientos. Y ella, como si me estuviera oyendo, fue empujando la conversación poco a poco hacia ese inevitable de los encuentros, de los éxtasis, de las borracheras, de los desencantos, de la pasión. El caminante, que siempre se sintió tan poquita cosa; el caminante, que es bajito, bastante sordo y que tiene un ojo que va a su aire y como sin saber cuál debe ser la dirección de su mirada; el caminante, digo, se siente un tanto admirado de que haya otros que le presten atención y se interesen por él y sus asuntos. El caminante empieza a sentirse un poco mareado por la presencia de Marichu, de sus ojos azules, de su carita de pan, del perfume que su mirada va deglutiendo cuando sus ojos se encuentra con el generoso escote de ella. Ah, Dios, estas mujeres, piensa el caminante mientras al mismo tiempo se ve obligado a dar la réplica a Fabián que ahora anda liado a palos con la oligarquía de turno.

El caminante es estrábico y sordo, pero se ve que el aire de los caminos ha despabilado su olfato para intentar sacar partido con alguna de sus otras pequeñas dotes. Y así recurre a la palabra que es el abracalabra de los tímidos; la escritura y la palabra se convierten, entre una y otra sidrita, en palanca, en máquina perforadora con que ahondar en el misterio del amor, donde también Marichu busca encontrar respuestas a algunos interrogantes. Intentos vanos, se dice el caminante, que habla en estos momentos de alguna experiencia personal en el campo del amor; que introduce un tanto de melodrama en la cosa mencionando sus lágrimas cuando quebró aquel amor de hace una década. El caminante está un tanto mareado por la presencia de Marichu; toma sidra en exceso, está contento y en aquel instante el camino está lejísimo, no le importaría relegar la ruta y los madrugones a un segundo plano si consiguiera dormir entre los brazos de Marichu. Así estaban las cosas cuando los camareros de la sidrería nos dijeron amablemente que iban a cerrar. Salimos a la calle, subimos al coche, el tiempo apremiaba; tuve que reunir fuerza para no echar todo a perder, para que la última oportunidad no se perdiera impunemente. El tímido caminante se armó de valor, tomó el brazo de Marichu que iba en el asiento delantero y le espetó sin más: ¿duermes conmigo en el bungalow? Ella no se sorprendió; otro día, dijo. Pero cuando Fabián paró el coche ella salió y dejó que el caminante la abrazara y paseara su lengua por la humedad de su boca, por sus labios; recorrió las anfractuosidades de aquella cavernita cálida y acogedora con un infinito placer; y ella buscaba la lengua de él, llenaban de humedad sus labios, suave, como el leve roce de las alas de una paloma. Aquello apenas duró un par de minutos, los enanitos de su cuerpo estaban revolucionados, transmitían órdenes contradictorias, engrosaban las venas, la cavidades todas. Puro embrujo. Pero había en el ambiente una inexplicable urgencia. Marichu volvió a decir que otra vez. El caminante, que es un chapucero de mucho cuidado, sabe sin embargo ser discreto y respetuoso, le asusta por demás ser un pesado y al fin aceptó la decisión de ella. Se despidió calurosamente por encima de la puerta del coche. Se vio en medio de la noche alzando la mano y despidiéndose un tanto abochornado, meditabundo, preguntándose si había cometido alguna tontería, hecho algo improcedente. Él solito de nuevo, en la oscuridad, lloviendo, desamparado. ¡Pobrecito!


Era la una de la madrugada y su cuerpo y su mente estaban tan revolucionados que preveyó que le iba a costar trabajo dormirse. El caminante antes de meterse en la cama mandó unas líneas a Marichu. Había recordado que en una ocasión Fabián había utilizado el correo de ella para mandarle unas fotos; tuvo que buscar la dirección en el batiburrillo de la correspondencia atrasada. Ella contestaría a la mañana siguiente; pero eso pertenece a la crónica de otro día, no adelantemos acontecimientos.

El caminante durmió mucho mejor de lo esperado. Llovió toda la noche, el agua hacía un ruido bronco sobre el tejado de madera del bungalow. Cuando empezó a amanecer no pudo permanecer más en la cama y decidió echarse al monte bajo la lluvia sin más demora.

Fabián, cuando la noche anterior el caminante le hablara de lo mucho que arrastraba todavía el recuerdo de su antigua novia, había contado una historia que aquel ya conocía. Un gurú de la India caminaba con sus discípulos durante días por un sendero y en un momento determinado llegan a las orillas de un río. Allí había una mujer que deseaba cruzar a la otra orilla sin ser capaz de sí misma de hacerlo. Entonces el gurú tomó a la mujer en brazos y cruzó el río con ella; la dejó en la otra orilla. Después reemprendieron el camino, pero uno de los discípulos no quedó tranquilo, quizás le pareciera indecoroso lo que había hecho su maestro, así que después de dos o tres días de darle vueltas al asunto se lo dijo al maestro. La contestación de éste fue simple, yo la crucé el río y la dejé en la otra orilla, mientras que tú llevas varios días cargando con ella de continuo... Algo así me sucedía a mí esta mañana con Marichu.


Por lo demás, y pese a la lluvia, el trayecto se fue haciendo cada vez más extraordinario; primero el camino escaló una pendiente y cuando ésta hubo finalizado se hundió en un trocha que más que camino parecía un río y que bajaba abruptamente hacia un amplio valle sembrado de prados donde las casas parecían las chozas de los siete enanitos. Al otro lado del valle se alzaban montañas llenas de nieve; por allí debía de discurrir el camino hacia Villaviciosa. Y me tengo que repetir, y hablar del gozo que el camino y la lluvia producen en el caminante. Y más arriba nieva ligeramente y las laderas están blancas y los riachuelos corren cantarines por cada palmo de la ladera, y a muchos eucaliptos, doblados por el peso de la nieve, se les ha quebrado el alma y el cuerpo y yacen rotos derrumbados sobre el camino. El ambiente invernal, la nieve, las apretadas y pesadas nubes sobre los picos confieren un aire de excepción a todo esto produciendo en el caminante un entusiasta alborozo, cierto sentimiento de plenitud. En lo alto del collado sale discretamente el sol, los eucaliptos, inhiestos y como con la cara recién lavada lucen como el primer plano de un cuadro donde el blanco de la nieve y la textura de sus bellos troncos de tonalidades ocres y sepia son el tema central del lienzo. El camino vuelve a bajar atormentado y lleno de agua y poco a poco la nieve desaparece. Se vuelve a cubrir, llueve intensamente. No hay albergue en Villaviciosa, doy con el Hostal Sol, un lugar barato y acogedor.





Ahora espero a Marichu que llega en el Alsa de las siete. En el café del hostal ni el fútbol ni el parloteo de la gente logran distraerme. Punto final.




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