San Breixo de Parga, 03/03/13
Larguísima jornada de cuarenta y muchos kilómetros.
Abandono la habitación del albergue; Ramón dormía en medio de un
plácido ronquido, Dop, el muy ladino, como suele acostumbrar, había
dejado la cómoda alfombra que todo los días le preparaba su dueño
y se había subido a dormir a una de las camas. El tío sabe más que
Lepe, todas las noches hace lo mismo si la situación se presta a
ello, se queda disimulando en el sitio que se le asigna pero, en el
momento que nota que Ramón se ha dormido, se levanta y busca el
sitio más cómodo para pasar la noche, litera, cama, sofá, sillón:
él, como todo el mundo, quiere vivir como un gran señor. Esta
mañana, cuando salí, dormía como un pachá despanzurrado sobre una
cama de tres metros de ancho.
En el monasterio cisterciense de Santa María de
Sobrado el monje encargado del albergue, un hombre grueso, de mirada
tímida y tocado con un grueso gorro de lana negra a modo de bonete
que nos había visitado al final de la tarde para comprobar que
estábamos bien instalados, se había dado el madrugón para dejarme
abierta la puerta principal del monasterio. El peregrino se sentía
un tanto cortado por esta molestia suplementaria, que no le gusta a
él causar ningún trabajo adicional por motivo de su irracional
costumbre de echarse a caminar al campo a tan inusuales horas. El
monasterio necesita una buena limpieza externa, hierbas y pequeños
arbustos crecen a lo ancho y lo alto de la fachada principal de la
iglesia, una gruesa capa de musgo cubre la roca de la fachada. La
luna ilumina débilmente este entorno monástico dándole un aspecto
de noche de Walpurgis, una de esos castillos de la Transilvania en
torno a la cual uno puede imaginar vampiros o brujas pirujas volando
en sus escobas alrededor de las torres del campanario; o acaso al
loco Kinski, el amigo entrañable de Werner Herzog (jeje), con sus
ojos de lobo hambriento saliendo entre la maleza del jardín del
monasterio donde Vermell pastaba a esta hora temprana. Así que
atravesando el universo encantado del monasterio bañado por la
taciturna claridad de la luna salí a las calles del pueblo y me
alejé camino de la oscuridad hacia levante.
Las primeras horas de la jornada transcurren
inevitablemente por el asfalto. No tardarían en hacer acto de
presencia, primero los pájaros que sirven al deleite del viajero y
después los perros, insidiosos, aparatosamente agresivos, yo siempre
con la incertidumbre de si éstos están tras una valla o andan
sueltos. En una de las aldeas andaba sueltos, no eran muy grandes
pero descargué de inmediato el macuto para sacar los bastones. Estos
sabían para qué sirve un bastón, porque inmediatamente pusieron
pies en polvorosa al verlos.
Hoy sería un día apacible y con un camino largo
suficiente como para tomarse la cosa con calma, así que mentalmente
me hice una especie de lista para el día; primero Lefebvre que
hablando de Nietzsche se volvió abstracto e inaccesible, pese a lo
cual seguí leyendo aunque me permitiera el lujo de ir con el
pensamiento de acá para allá manteniendo sólo una atención
suficiente como para cazar aquello que pudiera interesarme en el
discurso que se estaba elaborando, algo que practico con cierta
regularidad cuando es necesario atravesar largos pasajes de aridez
que pueden estar sembrados aquí o allá de ideas interesantes. De
esta parte de la lectura rescaté una idea de Feuerbach relacionada
con su teoría de la alienación: El hombre se eleva cuando deja
de disolverse en su Dios. Y pensaba en mi encuentro de ayer con
Andrés, lo que a mí me pareció extraviarse por la vida a causa de
una desmesura relacionada con ese Dios justiciero que alumbró en su
hijo una religión más humana que aquella del Génesis, pero que aún
seguía siendo exclusivista hasta la médula, que todavía condenaba
a todos aquellos que no garantizaban una suficiente adhesión a su
persona; una lástima, por cierto, porque la figura de Jesús es
tremendamente atractiva, un atractivo que se hace sospechoso al final
cuando asegura que sólo aquellos que le sigan se salvarán. Con este
pensamiento el Jesús del Evangelio pierde una parte importante de su
legitimidad al dividir al mundo en dos partes, los que creen en él y
se salvarán y los que no creen que están destinados a condenarse.
Andrés, con su aspecto de santón y su voz dulce de destinado a
entregarse en cuerpo y alma a una idea, me parecía una víctima del
tinglado, sí, tinglado, eclesial. Como siempre aclarar que eso de
tinglado se refiere al Vaticano y toda su cohorte, la que secuestró
el Evangelio nada más ver éste la luz.
Después, cuando el camino subía y bajaba blandamente
por las colinas entre bosques de eucaliptos y pinares, fue el tiempo
de Mozart. Los cuartetos de cuerda de Mozart eran pura alegría de
vivir, sonaba especialmente bien mientras el camino se llenaba con la
pinácea tostada de los pinos. Tras un breve descanso y un piscolabis
en un cruce de caminos en donde había una vieja parada de autobús
proseguí mi camino hasta darme con un extraño espectáculo que se
producía al otro lado de la senda donde pacían unas vacas. Lo que
me llamó la atención fue encontrar a una vaca que comía de
rodillas; terminaba con su pasto, se levantaba y volvía a
arrodillarse un poco más allá a dar cuenta de la hierba. No logré
entenderlo hasta que Ramón me lo explicó. Podría dejarlo aquí
para ver si alguno se divierte buscándole la solución. La vaca
aparece un poco más abajo de estas líneas. Resultó que el prado
estaba rodeado por un pastor eléctrico y las vacas habían dado ya
cuenta de prácticamente todo el pasto hasta la línea eléctrica que
por supuesto no se atrevían a tocar; sin embargo, aquella vaca había
descubierto una manera práctica de comer unos palmos más allá,
donde la hierba estaba alta, poniéndose de rodillas y pasando la
cabeza por debajo de la línea del pastor.
El tibio calor de invierno seguía invitándome a la
lectura, comencé una nueva novela, Un lugar llamado nada, de
Amy Tan. El primer capítulo me sorprendió entrando en Miraz donde
nada más pude tomarme una cerveza y un pincho de tortilla,
encontraría un restaurante un kilómetro y medio más allá. Uno de
los clientes se ofreció a llevarme en coche al restaurante que era
de su prima. Mal peregrino yo que de inmediato le dije que no, pero
después atendiendo al hecho práctico de que tenía hambre y tenía
que caminar por asfalto, terminé por aceptar. Allí esperé a Ramón,
que me había telefoneado ya para llamarme tramposo. En el camino no
hay secretos, todo se sabe. De las indulgencias ganadas con el camino
san Pedro tendrá que descontarme el tiempo correspondiente a este
kilómetro y medio.
Acabamos el día en casa de Cheli y Marcos, dos
madrileños que estrenaron el albergue hace unos meses. Marcos había
hecho el Camino de Santiago el pasado año y éste le marcó tanto
que cuando llegó a su casa no se le ocurrió otra cosa que
proponerle a su mujer dejar sus trabajos en Madrid y venir a
instalarse aquí. Marcos y Cheli tienen dos hijas, una de quince años
y otra de cuatro, se llaman Alba y Marta. Les veo tan optimistas, tan
entusiasmados con su nueva vida en este apartado rincón del mundo,
que me dan casi envidia. Abandonar Madrid y hacer del Camino una
parte importante de su vida me parece un acto extraordinario, un
ejemplo para tanta vida atolondrada que nos buscamos muchas veces
dentro del trajín de la ciudad.
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