Los albergues de la Junta





Vilalba, 04/03/13

Hay días que parecen no contener apenas nada en sí, un trozo de noche en el medio del cual sonaba un riachuelo, tramos de asfalto, largos rodeos por pequeños caseríos donde ladran los perros, pacen las vacas o se hace leña de un árbol; apenas más. El camino se dirige al noreste rumbo a Ribadeo, la luna, entre nubes, alumbra a trozos la senda. La primera lectura es una obligación impuesta entre las tareas de la mañana. Sí, puede sonar raro pero es así, cuando se camina durante tanto tiempo no viene nada mal ser un tanto riguroso con uno mismo e imponerse en consecuencia ese tipo de trabajo que como el abono de una planta parece totalmente necesario para mantener despierta la inteligencia ¿Cómo era aquello? Sí: La mente necesita de los libros de la misma manera que la piedra de amolar es imprescindible para mantener el filo de la espada. A veces es duro, en ocasiones las páginas de un libro se hace áspera ascensión en la penumbra; eso me sucede a mí esta mañana con la lectura de Lefebvre. Pero no me desanimo, es algo que me sucede desde muy jovencito cuando me metía entre pecho y espalda volúmenes para los que no estaba preparado pero que lejos de desanimarme me empujaban a aprovechar los pequeños destellos de luz que en ellos podía llegar a ver. Me lo tomo como un trabajo. Y pienso que el día que arroje la toalla, el día que pretenda dejar a un lado todo aquello que no logre entender estaré negando una importante manera de conocer; la imagen de alguien alzado sobre las puntas de los pies para alcanzar una fracción de ese conocimiento que se le resiste, me es muy cara. Uno se siente tan ignorante que por fuerza no puede abandonarse y dejar de hacer esa gimnasia matinal cuando el camino no se hace exigente y las cuestas se dulcifican.



Salir de San Breixo de Parga, las callejas de una pequeña agrupación de casas, la silueta de la iglesia contra el cielo medianamente cubierto, el camino que busca la oscuridad por donde discurre el track que abandoné ayer camino de Baamonde. Un puente de madera cruza las caudalosas aguas del río Parga. Sobre la hilera de los árboles de levante se encienden líneas de fuego que suben por encima de la vegetación anunciando el nuevo día. Baamonde queda a un lado cuando el camino gira al norte. A mitad de camino hay tiempo para tomar un piscolabis en un bar de la carretera, A Ponte de Saa se llama el lugar. Allí esperaría a Ramón.



Hacemos un largo tramo por la carretera, no hay circulación, todo el tráfico lo absorbe la cercana autopista. Después de Alba el camino se separa definitivamente del asfalto; siguen pequeños caseríos, abandonados unos, otros todavía con algunas vacas pastando por los alrededores. Un mundo que desaparece, se extingue lentamente frente al canto de sirena de nuestra modernidad empeñada en hacernos vivir en megaciudades. Las casas abandonadas, sus balaustradas, sus portones, sus ventanas donde el último vecino dejó olvidada una planta, producen cierta sensación de algo irrecuperable. La pátina que el tiempo deja en los objetos, en las vallas de grandes losas de granito, en las balconadas, en hermosos rincones de naturaleza donde ya no pacen las vacas me obliga a pasear por este paisaje como quien lo hace por una especie de gran museo abandonado. Todo esto me lleva a pensar con cierta frecuencia en el oficio que ejerceré en la próxima ocasión, eso contando con que no me reencarne en ratón u hormiga; creo que vivir en un lugar como éstos sería una buena opción; vivir en lugar como estos pero con los conocimientos, la sensibilidad y la cultura suficiente como para que les vaques y las cuatro cosas de alrededor del caserío no lo sean todo. En la próxima reencarnación ya habrá tiempo para que el wifi llegue a todos estos aparatados rincones; en fin algo que te dé para vivir, te mantenga en contacto con la naturaleza pero que también te posibilite correr mundo y ver lo que hay más allá de tu pueblo, aunque sea con un presupuesto bajito.





El albergue de Vilalba, como todos los de la Junta es una chulada modernista, pero como todos los de la Junta corren con la debilidad de un cierto desbarajuste energético. Unos porque todo está automatizado y basta que estés quieto cinco minutos para que te quedes a oscuras; encender las luces del salón requiere que te levantes y hagas algún aspaviento con los brazos, si no seguirás a oscuras. Las calefacciones otro tanto de lo mismo; hay albergues en que ésta se enciende a las diez de la noche (?), otros lo hace a las seis, pero a una temperatura que es incapaz de templar aquello mínimamente; si vienes empapado hasta los tuétanos porque has estado caminando todo el día bajo la lluvia, aquello tampoco se puede encender, aunque el encargado de protección civil que te está atendiendo podría hacerlo simplemente accionando un interruptor. Te jodes y te pones al día siguiente la misma ropa empapada: las normas son las normas... Bendito país que produce estos brillantes cerebros encargados de la cosa pública. Se gastan un riñón en los edificios, pero después no se puede encender la calefacción de una manera racional o tienes que dormirte con la luz encendida y vestirte a la mañana siguiente a oscuras porque no hay interruptores y todo está dispuesto para un automatismo a horarios fijos. Las orejeras de burro que llevan encima les impide un mínimo de racionalidad. En éste en que hemos caído hoy la programación y los detectores de movimiento para encender las luces han debido de darles quebraderos de cabeza suficientes como para pasar de todo. El encargado ha venido sin más, nos ha enseñado el cuadro de luces que estaba bajo llave y ha indicado dónde podíamos encender y apagar sin tener que pasar por los dispositivos automáticos. Por lo demás olé por estos albergues de enormes cristales a donde llega toda la luz del mundo aunque esté lloviendo a mares.


En el albergue está Eric, un californiano con el que hacemos buenas migas. Nos vamos a cenar al restaurante de al lado. Pilar, la cocinera, maja, habladora, simpática se une a la tertulia. En cuanto le comento de mi dificultad para conseguir en Madrid semillas de berzas, se ofrece de inmediato para enviármelas a casa. Gracias a Pilar nuestra huerta, que tiene ya de casi todo, va a tener este acompañante exótico de las tierras gallegas. Es una verdura por demás muy práctica, se van comiendo las hojas de la parte más baja y la planta sigue y sigue creciendo hasta hacerse del tamaño de un hombre. Terminamos haciéndonos la foto de rigor.






 

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