Borda
de Dornakuko, 26/04/2013
El
ruido del agua de la lluvia en las tejas, las copas de los árboles
moviéndose como las olas empujadas por el viento, un cuco al que no
arredra el mal tiempo y un cielo gris e impersonal por donde veo
atravesar de vez en cuando un par de buitres. Sentado a la puerta de
un establo contemplo cómo se va diluyendo la tarde mientras mi ropa
tendida aquí y allá trata de secarse lo mejor que puede.
He
tratado de leer un rato bajo la lluvia (Caníbales
y reyes, de Marvin
Harris), pero la cosa no se presta mucho a ello, los tiempos del
nacimiento de la agricultura y la domesticación de animales son poco
compatibles con mi dolor de espalda y la mojadura que llevo encima.
Elizondo,
27/04/2013
Las
cuatro y media pasadas. Trabajo me ha costado que en el restaurante
me den algo más que un bocadillo. Al final no se portaron mal, un
pisto y media docena de chuletas de cordero. No obstante el
restaurante está a tutiplé, dos numerosos grupos parecen celebrar
algo; banquete con músicos incluidos, un acordeón y una pandereta.
Los celebrantes no prestan demasiada atención a la música, los
músicos, un chico y una chica jóvenes de vez en cuando se arrancan
con su música intentando sobreponerse al follón reinante en el
local. En este ambiente trato de reposarme de mi larga caminata de
hoy.
Había
llovido toda la noche intensamente. En algún momento tuve que
desplazar mi cama que había construido con el portón de madera de
la borda y algunos pedruscos para nivelarla, porque una gotera dejaba
caer el agua sobre mi cabeza. Por lo demás un bendito sueño
acompañado por numerosas aventuras, esas que tenemos durante la
noche y que tienen tanto valor como aquellas que desearíamos vivir
durante el día. Habría sido para hacer un libro con ellas. Recuerdo
precisamente que un personaje de Mishima no había mañana que
después del desayuno no dejara constancia escrita de sus sueños, su
libro de los sueños era su más preciado bien. Cuando sonó el
despertador seguía lloviendo, pero duró poco.
Decidí
levantarme y enfrentarme al ambiente de una mañana hecha para
permanecer en la cama hasta el mediodía. Ya había amanecido hacía
un rato y la verdad es que el paisaje era extremadamente bello, una
niebla que iba y venía, los campos cuajados de lluvia, los hayedos
llenos de ese verde tierno que se les pone en primavera haciendo de
esa población que en otoño convierte en oro y en plumajes ocres y
amarillo todo su territorio en delicados verdes que parecen asomarse
a la vida con la vivacidad de quien está ansioso por comenzar a
vivir. En las honduras de los valles aparecía de tanto en tanto un
caserío envuelto en la niebla y rodeado por la tersura de sus verdes
prados. Lomas, caminos que se perdían en la niebla, lomas, más
caminos; vueltas y revueltas que voy recorriendo mientras la lluvia,
acompañante imposible de evitar, chapotea monótona sobre mi capa.
Hay una inmensa paz en este caminar entre las nubes, en este caminar
sin rumbo, porque sin rumbo voy, que otra cosa es mi gps y las
señales rojiblancas a las que dócil sigo; seguirlas no es llevar un
rumbo, mi rumbo es otra cosa, es un asunto interior, voy por ahí
porque hay que ir por ahí, aquella curva, aquel poste, aquellas
señales, pero ello es sólo el soporte de mi derrotero interior que
tiene su propio curso, unas veces simplemente concentración sobre el
ritmo de mi respiración, otras idas y venidas sobre supuestos que
nacen a la llamada de cierta sospecha, estos días atrás una pequeña
molestia persistente en un testículo que a veces me lleva a imaginar
esa lotería en la que todos participamos, tumores, cambios rápidos
en nuestras vidas porque la cosa se presentó así; y trato de
imaginarme entonces esa lotería y me gusta imaginármela sosegada,
tranquila, llena de aceptación y de normalidad como son todas las
cosas en la naturaleza: un pajarillo muerto que te encuentras en la
senda, un tejón que había en mi camino hace semanas junto a la
carretera, acurrucado como si estuviera en el útero materno pero
tieso como un palo; porque y la vida sigue y no pasa nada. De esta
guisa voy consumiendo mi camino hasta que de pronto un trueno
atraviesa los aires y empieza una granizada que deja el campo blanco.
Y es que la tierra respira, se manifiesta. Un rato más tarde las
laderas de las montañas se cubrirán de una capa de nieve que caerá
blanda y, como animada por un espíritu estético, irá pintando los
prados, las hayas, las laderas de las montañas de un blanco invernal
impropio de una primavera avanzada. Qué hermoso es el mundo, me
digo. Nieve, barro, agua, hayedos, laderas que desaparecen bajo el
blanco chal de la niebla… Y además este frío intenso que en algún
momento me hace tan difícil sacar una fotografía porque mis dedos
están rígidos como sarmientos. No, no vine para atravesar un nuevo
invierno, sin embargo estoy contento, mi soledad y yo nos hacemos
compañía y yo le paso la mano por el hombro y la miro a los ojos y
le digo qué tal, qué tal chica, y caigo que soledad es femenino y
que le viene muy bien ese halo que acaso lleva consigo todo lo
femenino, esa parte de nuestro yo que nos acompaña, que anhelamos,
con la que nos sentamos junto al fuego de una chimenea o junto a la
que nos arrebujamos en la oscuridad de una borda asediada por el mal
tiempo para, abrazados, oír más intensamente la lluvia que aporrea
el tejado. Yo y mi soledad paseamos hoy por los montes navarros como
quien lo hiciera por un mundo nuevo hecho expresamente para nosotros
dos.
La
nevada se hace intensa y la niebla se ciñe a la montaña dejando
apenas unos metros de visibilidad delante. Y entonces quiero
compartir este precioso momento y le mando un guasap a Ramón que
camina más al sur pero en mi misma dirección. Un asunto técnico me
está apretando desde hace rato pero no me decido a desembarazarme de
mi indumentaria de agua, descargar el macuto y con las manos como
témpanos bajarme los pantalones de agua, los de tela, las mallas
cortas… aparte de que mis manos están tan rígidas que no serían
capaces de manejar el papel higiénico. Hay cosas que parecen
sencillas y que se hacen muy complicadas en ocasiones.
En
algún momento deja de nevar y más adelante, cuando el camino
empieza a perder altura buscando el valle de Elizondo, incluso el sol
hace amago de salir. Me paro a tomar un tentempié, pero cinco
minutos después comienza a llover de nuevo. Meto un trozo de queso,
fuet y algo de pan en el bolsillo del chaleco y echo a andar de nuevo
por medio de un hayedo con los troncos cubiertos de un intenso verde
y las ramas verdes como pelusas recién alumbradas. Suena el
teléfono, converso un rato con Ramón, hacemos planes para los dos
próximos días. Después sale el sol. Es tiempo de sacar mi colada a
secar. Me despojo de mi capa, de mis pantalones y los cuelgo del
macuto para que se sequen. Cuando llego a Elizondo toda mi
impedimenta está seca del todo.
1 comentario:
Ya te lo dije el domingo
que te ibas a mojar
que por las tierras del norte
no deja de jarrear
y cuando no llueve nieva
y si no graniza o truena
Bueno, que mejore la cosa
abrazo fuerte
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