En
el camino de Petilla de Aragón, Sos del Rey Católico, 05/05/2013
Un
prado junto a la ermita de la Virgen de los Caminos albergó la
noche pasada nuestro primer campamento ambulante. Dos tiendas un
tanto exóticas, un caballo y un pastor alemán era lo que podían
ver los últimos paseantes del pueblo vecino cuando regresaban a casa
poco antes de la cena. Las campanas de la iglesia del pueblo daban
las horas, corría un ligero viento; tras un día caluroso la tarde
se puso fresca y hubo que apresurar el vivac antes de la llegada de
la noche. Ramón estaba preocupado con Vermell, había empezado a
cojear de una pata y al día siguiente estaríamos a mucha altura
sobre la sierra en medio de la nada, como dice él. Fue una noche
tranquila, la tienda fue cubierta por el relente de la noche y quedó
empapada como si hubiera estado lloviendo.
Hacía
frío al amanecer. La salida del sol me sorprendió de camino,
siempre hacia el sur por la cañada Roncalesa hasta que ésta se
encuentra con el GR-1. La senda podía haber discurrido por la ladera
de la sierra de la Peña pacíficamente, pero no, ésta se empeñó
en subir hasta lo alto. Si algún caprichoso decide hacer este
recorrido, antes que nada debo avisarle para que venga pertrechado
adecuadamente, es decir, que previamente a empeñarse en recorrer el
GR-1 por estas latitudes se pase por la ferretería más vecina a su
casa y se haga con unas buenas y afiladas tenazas: las necesitará.
El primer fiasco fue una enorme cancela de hierro en mitad del camino
que señalaba nuestro mapa, el consabido prohibido el paso, finca
particular. No, no era cosa de haber cargado también con un
bulldozer para echarla abajo, me limité a dejarles a los dueños de
la cancela un regalito en el umbral, amén de un klinex arrugado
sobre la falleba a modo de corte manga. Nos volvimos atrás y
probamos otra pista más abajo; esta era más humana, sólo se
limitaba a decir que estaba prohibido el paso y que era zona privada,
una cadena cruzaba la pista, en mitad de la cadena había una
desteñida señal rojiblanca diciéndonos que estábamos en buen
camino.
La
senda sube descansada y apaciblemente entre bojes, chaparros y
encinas; nada particular salvo que en un momento a mis espaldas se
rompió el silencio y oí a Ramón, allá abajo, soltar sapos y
culebras. Alguna brida se había soltado y toda nuestra impedimenta
se iba al suelo; él por demás ya venía caliente, su gps había
empezado a hacer cosas raras y los datos iban y venían a su aire,
resultaba que desde nuestro vivac, a menos de media hora de
distancia, habíamos recorrido ya treinta y cuatro mil cuatrocientos
veintiocho kilómetros; según su gps caminábamos casi a la
velocidad de la luz, un nuevo record que con toda seguridad habrá de
recogerse en la próxima edición del libro de los Guinness; luego
los mapas iban y venían, desaparecían, la pantalla quedaba en
blanco como si le hubiera dado un síncope y se le hubiera revuelto
todo el estómago; Ramón le destapó los sesos a su aparato, le dio
unos masajes, limpió unos terminales y volvió a encender aquello;
la materia gris de su navegador no reaccionó: nada. Sólo más
arriba volvió a funcionar intermitentemente. Movilizó por teléfono
a alguno de sus amigos que pudieran ayudarle con el tema pero la
gente dormía con toda seguridad a pierna suelta a esta hora del
domingo.
Más
arriba cuestiones de orientación demostraron que el caballero
andante y un servidor no estábamos hoy muy en sintonía en relación
al camino que había que tomar. Terminamos por asomarnos a un balcón
en donde en medio de una desolación imprevista, al otro lado del
valle, se erguía un monasterio abandonado en muy buen estado,
columbrado más arriba en la cúspide de la peña por los restos de
las murallas de una torre o castillo; el lugar recibe el nombre de
Torre de Peña. Nuestro itinerario deja a la izquierda el monasterio
y se eleva por una estrecha senda hasta tropezarse con lo que
parecían los muros de una amplia casa ya sin tejado; me asomé a su
interior. Resultó ser un recoleto cementerio. Un campo de lirios
cubría el recinto rodeando las tumbas semiescondidas entre las
hierbas y los arbustos; algunas lápidas yacían dispersas por el
suelo. Un espacio no mayor de veinte o treinta metros cuadrados. En
una esquina había un bajorrelieve de notable belleza; en una de las
lápidas podía leerse que se trataba de un soldado holandés
fallecido en mil novecientos cuarenta y tres; la lápida había sido
puesta allí por sus familiares, un lugar increíblemente perdido
entre aquellas breñas. Quizás cuando tenga un rato en casa merezca
investigar el origen y las circunstancias de este pequeño
cementerio. El año cuarenta y tres y muertos allí en lo que podía
ser un encuentro bélico era algo incomprensible. El lugar era tan
hermoso, tan solitario, algo así como un pequeño balcón sobre las
banalidades del mundo, un nido de águila por encima de una docena de
pueblos navarros que se perdían en el llano entre la suave calina de
la mañana.
Fue
más o menos por ahí que nos encontramos un alto farallón de
alambre imposible de traspasar sin una pócima adecuada que nos
hiciera tenues como el humo o sin una grúa que nos pusiera de
patitas al otro lado, a nosotros, al cada vez más cojitranco Vermell
y a Dop. Y como somos humanos vulgares y corrientes y ni levitamos
como santa Teresa ni nuestros cuerpos traspasan muros o altas vallas,
hubo que recurrir a ese instrumento que más arriba recomendaba
adquirir en la ferretería más cercana. Así, por arte de magia, en
poco más de dos minutos logramos encontrarnos al otro lado de la
valla.
No
preveíamos que la alta montaña que veíamos desde el llano fuera
nuestro camino, pero sí, sí era el nuestro, la alta sierra de la
Peña había de ser atravesada prácticamente en su totalidad. Pero,
ay, cuando alcanzamos la primera cumbre y nos disponíamos recorrer
el lomo de la sierra por lo alto girando a la izquierda, la jodimos
de nuevo, volvieron a aparecer los efectos de algún delirante
propietario que levantaba allí mismo una nueva valla de algo más de
dos metros de alto y que nos obligaba a desviarnos de nuestro
itinerario acaso dando una vuelta de mil o dos mil kilómetros. ¿Qué
podíamos hacer que no fuera echar mano de nuevo a la herramienta
necesaria? ¿Cómo se concibe que toda la sierra que cruza el valle
al norte de Sangüesa pueda estar pertrechada de enormes vallas como
si aquello fueran los límites de una prisión de alta seguridad? Sí,
locos de atar.
Allí
estábamos en los alto, liberados de alambres, el paso expedito,
arrancadas las puertas que alguien había puesto al aire, y asomados
como don Quijote y Sancho a la larga procesión de los molinos de
viento que columbran toda la crestería hasta el final de la Sierra.
Pero, ¡ah!, a nuestro Rocinante parecía nublársele la vista de
dolor cada vez que pillaba un canto rodado que desplazaba su mano
derecha a un lado. Al final de la primera tanda de molinos Ramón
decidió que no podía seguir en aquellas condiciones. Le dio algún
antiinflamatorio, algún analgésico y nos sentamos. Parecía estar
convencido de que no podría continuar. Me brindé a quedarme con el
caballo y el perro mientras él buscaba un remolque en algún lado,
pero prefirió darle un largo descanso al caballo y ver si los
antiinflamatorios producían efecto. Quizás yo pudiera encontrar en
Sos del Rey Católico un remolque de un propietario, uno de esos de
la cofradía de los amantes de los caballos que Ramón lleva
encontrándose bajo las piedras de los caminos cada vez que da un
patada a una de ellas. Nos despedimos. Mucho antes de que yo llegara
al pueblo, Vermell ya había recorrido un buen trozo, caminaba
bastante mejor. Ramón y su cuadrilla llegaron al pueblo cuando yo me
estaba tomando el café.
Las
medicinas de Vermell se han acabado; tras algunos contactos
telefónicos logramos dar en Sangüesa con alguien que tiene
caballos. Es domingo, a esta hora es imposible conseguir un
veterinario o las medicinas que necesita. Ramón dormirá hoy en un
albergue municipal del pueblo y yo trataré de acortar la larga
jornada del día siguiente, cerca de cuarenta kilómetros por los
montes, caminando esta tarde un poco. Quizás nos volvamos a
encontrar en días sucesivos antes de llegar a Riglos.
1 comentario:
Bueno, a ver si teneis suerte con Vermell y se le pasan los males
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