Entre
Linas de Marcuello y Sarsamarcuello, 08/05/2013
El
camino se había ido elevando parsimoniosamente sobre la llanura que
precede a los Mallos de Riglos describiendo amplios bucles desde
donde se veían prominentes en la lejanía pequeños cerritos
puntiagudos a cuyos pies los campos de labor lucían el verde suave
intenso de las cebadas o los trigales. Había sobrepasado la diminuta
aldea de Linas de Marcuello y en un alto, alentado por el viento que
soplaba desagradable y por la hora, que me parecía ya adecuada para
montar mi vivac y dedicarme a otras cosas, busqué a mi al alrededor
y, a la derecha, en sucesivas terrazas de cultivo abandonadas
encontré el lugar idóneo para pasar la noche. No había descendido
más que unos metros cuando un profundo olor me llegó del prado en
donde enebros enanos, aulagas, escaramujos, brezos y espinos blancos
se disputaban el lugar; grandes matas de tomillo en flor crecían en
abundancia en todo el prado. Dos terrazas más abajo encontré el
lugar ideal para mi tienda, allí el viento llegaba sólo en sordina.
Aquí
finalizaría una discreta jornada que había comenzado apenas unos
kilómetros después de echar a andar, sobre un collado que se
asomaba al espléndido espectáculo de Agüero y sus rojos monolitos
de aglomerado erguidos como robustos vigilantes petrificados de una
época preglaciar. Hermoso y repentino espectáculo de piedra que
preludiaba ya mismo la aparición de los conocidos Mallos de Riglos,
que se escondían todavía más al este, tras las aguas caudalosas y
revueltas del río Gállego.
Un
tanto receloso con el tema del abastecimiento, ya que llevaba dos
días malcomiendo por falta de tiendas a mano, busqué enseguida en
Agüero el único lugar en donde podía encontrar algo de comer, la
panadería. No sabía si en dos o tres días podría encontrar otro
lugar de aprovisionamiento, así que hice de tripas corazón y llené
el macuto hasta los topes. Mal asunto el de cargar así la mochila,
pero peor era caminar con el estómago semivacío. Mi macuto volvió
a recordar los días del GR-7 cuando tuve que atravesar en pleno
verano las sierras cercanas a Valencia, tres días sin ver un alma y
problemas serios para encontrar agua. Cuando me eché al camino a mi
espalda le pareció que con aquello no podría subir una cuesta
arriba mínima. Mi espalda, que ya se queja a diario de forma un
tanto seria, en esta ocasión no se cortó un pelo, a la media hora
tuve que parar a desayunar bajo un majuelo; me animaba la idea de
empezar a descargar el macuto lo más rápidamente posible.
Nada
más atravesar el río Gállego, un letrero a la izquierda indica la
continuación del GR-1 que se dirige directamente hacia los Mallos de
Riglos, ya a la vista siguiendo el curso del río arriba, un gran
farallón rojo que ocupa toda la visión por el norte. Comencé a
subir por allí, pero miraba de reojo mi track del gps que indicaba
una alternativa por la derecha. Me senté, el GR-1 daba una gran
vuelta, llegaba a los Mallos y luego regresaba dócilmente hacia
levante a reunirse con mi track que había preferido llanear y
contentarse con ver los Mallos de lejos. Opté por el atajo,
disculpando por demás mi elección con el peso que llevaba a las
espaldas.
La
última vez que estuve en los Mallos, tres, cuatro décadas atrás,
me quedé con las ganas de subir uno de aquellos agresivos pilares.
En Madrid no estábamos acostumbrados a escalar aquel tipo de roca,
gruesos pedruscos de diferentes tamaños unidos por una argamasa dura
y rojiza; lo nuestro, el granito de la Pedriza o el de Galayos o
Gredos, era un material sólido donde regularmente uno podía
encontrar sólidos agarres o grietas donde plantar un pitón de
seguro; sin embargo esto era otra cosa, la seguridad era más
precaria, los agarres minúsculos, la técnica de escalada totalmente
diferente. Admiraba a los maños que eran capaces de desenvolverse
por estas paredes con una soltura asombrosa.
No
tenía muchas ganas de leer, pero hice el esfuerzo, quizás ello
desviara mi atención del dolor de espalda. Elegí El
faro, de Virginia
Wolf. La exquisita y delicada prosa de esta mujer, que me es tan cara
y familiar -creo haber leído casi todo de ella- no era la adecuada
para el momento, pero logré ponerme en pocos minutos a su altura. El
mundo de Virginia Wolf, como de Henry James y otros autores de la
época, tiene bien poco que ver con lo que podría llamar mis
preferencias de clase, gente siempre de una esfera social y económica
allá por las nubes, pero, de la misma manera que me sucede con
Proust, las delicias de la prosa, las sutilezas de las sensaciones,
el rico y pormenorizado mundo interior que en sus novelas se describe
hacen del placer de la lectura un delicioso regalo para, incluso hoy,
el caminante que, paseando bajo la mirada de los Mallos de Riglos,
aunque rigurosamente cargado, gusta de estos platos literarios tanto
como de estas montañas que atraviesa hoy bajo la amenaza constante
de la lluvia.
Mi
camino terminó por tropezarse con la casi abandonada estación
ferroviaria de Riglos. Como supuse que allí podría encontrar un
techo para la lluvia que amenazaba y era hora sobrada de comer, allí
me dirigí. Allá comí y me eché una discreta siesta sobre el banco
de espera del apeadero.
Siempre
sale uno a desgana de su propia soledad,
dice en algún momento la protagonista de mi novela. Leyendo esta
novela de Virginia Wolf uno tiene la sensación de que (mientras
estaba escribiendo estas líneas el cielo, cubierto y soltando de vez
en cuando algunas gotas de agua, aparecía gris y feucho, pero de
golpe sentí una luminosidad especial, volví la cabeza y me encontré
con un pequeño espectáculo de luz. El sol se había abierto paso
entre las nubes y había empezado a bañar los alrededores con los
colores propios de la hora. Hay veces que ya puedes estar ante el
mayor espectáculo del mundo, para hacer una fotografía se necesita
algo más, la fotografía es luz y si la luz no es la adecuada no hay
nada que hacer. Había sucedido hoy con los Mallos, las fotografías
eran anodinas, sin relieve, los motivos aparecían muertos, pero
basta que la luz adquiera cierta calidad para que todo sea fácil y
tomar fotografías constituya un placer. Así que dejé el portátil,
tomé la cámara y salí pitando a fotografíar allá arriba lo que
fuera, porque con esta luz lo que sea siempre suele resultar
interesante y digno de contemplarse); leyendo esta novela de Virginia
Wolf, decía, uno tiene la sensación de que el libro podría ser
infinito, los detalles, los pensamientos, las intuiciones, lo que
cada personaje vive interiormente, así como los aspectos de su
relación con los otros, aparecen con tal minuciosa prodigalidad que
no es difícil pensar que si la autora extendiera sus observaciones,
su incisivo examen y su sutil mirada por las mentes de sus personajes
a todos ellos no bastaría la vida de un autor para dar fin a la
tarea. De Joyce, con quien precisamente Virgina Wolf no
confraternizaba mucho llegando a decir de la primera lectura del
Ulises que
aquello no era literatura, que colmó todo su arte literario con la
historia de la vida de tres o cuatro personajes a lo largo de las
veinticuatro horas de un día, podría decirse algo parecido. Uno
encuentra en algunos autores una capacidad tal, quizás deba
llamársela genialidad, que piensa que bien podían haber sido
capaces de hacer decenas y decenas de excelentes obras si los años
de la vida se les hubiera multiplicado por dos o por tres.
2 comentarios:
Maravillosos los Mallos, gracias por hacerme volver a vivir recuerdos de escaladas. Que disfrutes del camino y del paisaje.
Hoy disfruto de un Descanso inesperado, pero en el hospital....
Publicar un comentario