El Mediterráneo a la vista





Port de la Selva, 14/06/2013


El mar apareció a mi vista mientras subía por la sierra de Pau; apenas había comenzado a amanecer. No sé cuanto he caminado desde que una tarde de principios de abril abandoné allá abajo la visión del mar Cantábrico que se perdía neblinoso más allá de la ciudad de Irún; quizá dos meses me ha costado unir estos dos mares. Ninguna emoción especial, nada de aquella tan poderosa que me embargó cuando hace años hice el GR-10, que recorre por el norte el Pirineo Francés, cuando avisté el Cantábrico después de mes y medio de travesía. ¿Dónde están los gozos, las emociones, el placer? No parece que éstos tengan una sede fija, un espacio llegado al cual se produce una fuerte conmoción dentro de nosotros. En aquella ocasión yo había emprendido inesperadamente este recorrido empujado por una situación de conflicto sentimental. Me sucedió otra vez, también entonces busqué consuelo en las largas caminatas y el contacto solitario con una naturaleza salvaje; entonces fue el GR-11, y el objetivo era el mismo, ahogar entre las montañas y los valles de las cumbres del Pirineo una angustia que no lograba controlar.

La vida vive a veces asociada a paisajes y recorridos de empeño; al menos ese fue mi caso en alguna ocasión relevante. Cuando arranqué a caminar desde Bagnuls-Sur-Mer, al norte de Cervera, para tomar el GR francés, mi estado anímico era lamentable, inapetente, deprimido, enamorado frustrado, jodido hasta la médula de los huesos. En casa no se me ocurrió otra cosa que coger los bártulos e intentar apagar mi pena en los largos días de travesía del Pirineo. Cuando ya en los primeros altos que se erguían prominentes y atrevidos sobre la calma del mar, sonó el teléfono, era ella; las lágrimas me salieron a borbotones, despechadas, llenas de rencor. Así más o menos con sus tiras y aflojas todo el recorrido, un verano especialmente lluvioso y cuajado de tormentas que dejó en mí una impronta imborrable. Mi soledad era entonces sobrecogedora, agobiante; viví las tormentas, muchas, siempre aparatosas y como dispuestas a estrujar y acabar con el mundo en cualquier momento, en un estado que más se acercaba a las experiencias de un místico que a las de un montañero que cumple con su pasión de caminar.

La montaña fue siempre para mí esa otra amada en la que buscar el regazo, unas veces por simple pasión a todo lo que ella encierra, pero otras como alivio a una personalidad conflictiva que buscaba en los bosques, en valles y cumbres todo aquello que la otra realidad no podía ofrecerle. De aquella experiencia que llevó mi emoción, cuando avisté a lo lejos desde alguna cumbre vasca el Cantábrico, después de una trabajosa travesía de mes y medio, que me llevó a que me brotaran las lágrimas en un incomprensible arranque de emoción, nació posteriormente mi novela Vivir en los bosques, una narración que como otras de aquella época relataba una faceta más de ese hecho misterioso que se produce dentro de hombres y mujeres cuando el amor hace presa dentro de ellos. Estado de idiocia o locura que podemos tratar inútilmente de reducir a sus cauces objetivos, pero que en general resulta inútil, dado que la naturaleza de esos conflictos nada tienen que ver con nuestra tan bien y banalmente puesta razón.



No, no hubo emoción especial hoy cuando contemplé el mar que empezaba a clarear entre los brazos oscuros del golfo de Rosas. La emoción de este tipo es privilegio de enamorados, de empresas o gestas significativas, de estados de ánimo extraordinarios a los que no sirve convocar con la voz de la razón ni de la lógica. Nuestra emoción vive en exóticos lugares que acaso nosotros ni siquiera conocemos. El otro día, mientras caía sobre mí y mi indumentaria, el implacable rigor de un diluvio amenizado por un aparatoso aparato eléctrico, algo así me preguntaba: ¿dónde está el placer de todo esto? Y la verdad es que sí, sí había allí algo de esto, de placer; la vivencia excepcional, la soledad, los ríos de agua corriendo por el camino, la fenomenal orquestación de rayos y truenos; todo esto y yo en medio, espectador único mirando y oyendo con intensidad todo lo que sucedía a mi alrededor, hicieron en algún momento correr por mi cuerpo un ligero estremecimiento que tanto podía ser placer, inquietud, sensación de autosuficiencia, como exaltado estado poético místico contemplativo que nacía de mí como emoción al llamado de una situación bastante particular.



No sólo el alma va a su bola y tiene especiales relaciones con fenómenos atmosférico, con relaciones amorosas, son ajustes de la personalidad, también le sucede algo así al cuerpo. Después de avistar el mar y descender por los pinares que llevan al monasterio de Sant Pere de Rodes, mi cuerpo empezó a sentirse flojo, como aquejado de una desgana profunda que comenzaba a transmitirse a mis piernas. Un sueño fenomenal cayó sobre mí y me veía caminar como un zombi bajando la pendiente que me llevaba hasta el mar, a Port de la Selva. Las piernas me tenían mal. Cuando llegué junto al agua no pude reprimir tirarme en la arena y dormitar al sol durante tres horas sin chistar, oía de lejos el clap clap de las olitas que venían a mis pies a jugar entre las piedras y las algas. Cuando me desperté era la una, se me había pasado la hora del desayuno, las ganas de caminar, todo; mis miembros estaban lacios; tardé en incorporarme media hora más. Al final, reuniendo un buena dosis de voluntad, me levanté, me puse las botas, recogí mis cosas y eché a caminar hacia el pueblo. Ya estaba casi bien. Ahora era cosa de encontrar un restaurante y echar una ojeada a la continuación de mi itinerario hacia el cabo de Creus, un lugar inhabitado y hermoso que me dejaría al día siguiente en Cadaqués, la ciudad de ese Dalí que tan mal me cayó siempre. No me gustaron nunca las excentricidades de ese hombre, sus cuadros me parecieron siempre una prefabricado de supuestos contenidos inconscientes. Tres o cuatro cuadros suyos si me gustan. Su Cristo colgó durante mi adolescencia en mi habitación de creyente en previsible estado de extinción; su Mujer asomada a la ventana destilaba una cotidianidad que apreciaba. Quizás mi inquina contra este hombre fuera un trasunto de esos que se transmiten por algún tipo de procedimiento desconocido; de hecho, cuando en la Historia del cine de Román Gubern leí de cierto hecho deleznable, parecí encontrar algo de la clave de mi animadversión. Relataba Román Gubern cómo en cierta ocasión Dalí quiso compensar a su padre por lo que éste había hecho por él. Tomó un sobre, se hizo una paja y llenó aquél de esperma; luego añadió una nota al padre en términos parecidos a estos: con esto ya estamos en paz, semen por semen, te devuelvo todo lo que podía deberte. Hay actos que hablan de las personas con una claridad que corta toda posibilidad de encuentro.


Fuera corre una ligera brisa, pero el sol cae inclemente. Compraré algunas provisiones para la noche y tiraré para arriba. Quiero dormir junto al cabo para ver mañana el amanecer desde mi saco de dormir, una especie de símbolo para este final de travesía con la concluye mi tercer volumen de caminar por España de este año. Este tercer volumen de mi colección España a pie, llevará el título de Del Cantábrico al Mediterráneo. Recordad que cualquiera de estos libros los podéis adquirir en Amazon.es, tanto en papel como en digital. Sólo tenéis que picar en la imagen de la web para que el link os lleve a la tienda. Este tercer volumen estará listo en la última semana de este mes de junio.

Sí, me hace ilusión dormir frente a este mar tendido a mis pies como una senda junto al que caminaré durante algunos meses próximamente. De momento sólo lo que me dé de sí una semana. El resto, si sigo con ganas, intentaré hacerlo en otoño, cuando el calor sea más liviano. Ya veremos. Ese mapa que tengo puesto en la esquina derecha del blog sigue llevando unos interrogantes.





3 comentarios:

LuisBas dijo...

Todo llega y al final todo acaba junto al mar. ya se han pasado las penurias y los gozos del camino, ahora toca descansar para renovar los brios y volver a comenzar.
Fuerte abrazo.

Alberto de la Madrid dijo...

Todavía no, aún caminaré una semana junto al mar. Después de añorarlo tanto no voy a coger y despedirme de él así sin más…

Ignatius dijo...

Benvingut!!