Punta Ventosa, 17/06/2013
De noche todavía el paraje recordaba lo opresivo y el silencio de
una selva; no había ninguna referencia, sólo una delgada línea
frente a mis pies indicaba la continuidad del camino. A veces los
juncales lo hacían desaparecer, mis pies buscaban a oscuras el
terreno firme. Cuando empezó a amanecer aquella jungla empezó a
llenarse del canto de los pájaros y del graznido de aves
desconocidas. A mi izquierda corrían silenciosas y misteriosas las
las aguas del río Fluvià; sus agua, envueltas en una incipiente
claridad azul prusia eran un turbio cristal pulido de apagadas
irisdencias. Lo magnífico del momento, la hora, la oscuridad, una
apretada vegetación que envolvía al caminante, sobrecogía un tanto
el ánimo, era algo así como si uno despertara en medio de un sueño.
No hago literatura, invito a pasear por estos lugares a oscuras en
mitad de la noche; de verdad que dentro de uno se levantan olitas y
oleadas de incomprensibles sentimientos; uno está a unos pasos de la
civilización, pero no lo siente como tal, más bien parece
encontrarse muy internado en alguna de las selvas del trópico. Río
arriba, cuando la luz del alba era decididamente el manto azul que
despierta silencioso y algo expectante en los trópicos, un ánade
rompió la absoluta calma del agua con la quilla de su pecho; el agua
se quebró y empezó a dejar un reguero de rizos sobre la superficie
azulada.
No, no es broma, a las cuatro y media de la mañana y con la linterna
apagada aquella era una auténtica boca de lobo misteriosa y algo
subyugante. Duraría la tersitud de aquellos momentos no más de una
hora u hora y media. En las cercanías de Sant Pere Pescador el mundo
volvía a ser el mundo corriente de siempre, el paisaje de sueño
había desaparecido.
Hoy debería escribir una oda a mis pies, una oda a la antigua usanza
de cuando las calamidades de las guerras homéricas llevaban a los
poetas a crear versos obesos e inflados llenos de palabras
grandilocuentes; los pobres llevan tanto tiempo sufriendo. Quién les
iba a decir a ellos, tan orgullosos siempre de hollar cientos y
cientos de kilómetros sin una magulladura, que iban a venir días
como estos. Sí, algo de heroicos tienen estos pies míos estos días,
ni compeed, ni otros apósitos parecidos que me regaló una
farmaceútica, ni la aguja y el hilo para traspasar las ampollas que
siempre se ha propalado como método infalible: nada, nada de nada. Y
eso que estreno calcetines todos los días; compré un puñado en un
chino y cada día al hacerme la cura debo tirar el viejo; el coompeed
forma una masa con la piel, pero a la vez forma otra masa con el
calcetín, con lo cual quitarte los calcetines al final del día se
hace tarea difícil, es necesario recurrir a las tijeras. Luego, no
es que las ampollas vayan desapareciendo, qué va, a las ampollas les
salen parientes a cada momento, a cada momento en lugares insólitos
como la punta fronta de los dedos. Nunca había visto unos pies tan
ampollosos como éstos.
Bueno, ¿y de caminar?, de caminar una continua diversión; cuando
llevo un cuarto o media hora caminando la cosa puede pasar, las
ampollas allá abajo, acojonadas por mi paso firme y sin
contemplaciones apenas se atreven a chistar, es un dolor fuerte pero
en sordina; ahora, cuando me paro, aunque sólo sea para tomar una
fotografía, ya la tenemos, vuelvo a necesitar diez minutos para que
se alivie el dolor de comenzar a caminar. Mi hijo Mario se marchó el
pasado invierno a hacer un recorrido trashumántico con sus cabras
por los alrededores de la sierra Norte de Madrid; cuando dos semanas
después volvía ahíto de frío envuelto en sus mantas de pastor
todavía me decía que había sido una buena experiencia, que
necesitaba acostumbrar todavía más a su cuerpo a estas cosas del
frío y las dificultades. Pues eso, algo así pienso yo, y en
cualquier caso que se jodan, porque aunque me pasó por la cabeza
hace días marcharme a casa hasta que se me curaran los pies,
acordándome de aquello de Mario pensé que no, que no estaba mal
someter a mis pies o la parte de mi cuerpo que sea a una prueba de
resistencia.
"Jodías botas" |
Otra cosa son mis botas, mis botas, cabronas ellas. Yo que tan
orgulloso estuve siempre de mis botas, que las mimé, fotografié,
halagué, compañeras imprescindibles de mis andanzas. Una vez que
pasé dos meses atravesando los Alpes, haciendo una fotografía de
ellas en el punto final de mi recorrido junto al mar Adriático,
pensé que era tal mi, cómo decirlo, sintonía con mis botas, que
más que tirarlas debería construir una estantería en mi casa
destinadas a ella, dejando en algún lugar constancia de los caminos
que habíamos hecho juntos. Abultaban mucho aquellas botas y antes de
coger el avión para Madrid en Venecia fueron a parar a una papelera;
lo sentí.
Las siguientes, que fueron con las que empecé a patear
España de cabo a rabo, terminaron en casa como calzado de invierno
para trabajar en la parcela; también de ellas guardo un recuerdo de
buen amigo. Son las botas que aparecen en la portada del primer
volumen, Caminar cada día, que publiqué sobre mis
experiencias andariegas.
Así que estas de ahora son las terceras de este breve último
historial de los caminos. De ellas podría hacer parecidas alabanzas
a las que hice con las anteriores hasta hace algo más de una semana.
Las tías cumplieron seguramente más de tres mil kilómetros desde
principios del invierno, sin rechistar, aguantando viento y marea
hasta ahora, y de golpe vienen y plas, la jodimos, se convierten en
una fábrica de ampollas. Esto no lo entiende nadie. No lo sé, acaso
son mis pies, que en aquella ocasión en que hice treinta y cinco
kilómetros con los pies buceando dentro de las botas, se hicieron
sensibles. Celosos ellos de falta de cuidados, de mimos, de atención…
porque es verdad que no me ocupo nada de ellos, han decidido ponerme
mohínos, blanditos, vulnerables. ¡Quién sabe! Tampoco voy a
ponerme a lamentarme ahora, bien satisfecho estoy yo de mi cuerpo
pese a mi rodilla en mal estado y mis pies ampollosos; ya le decía
en la última entrada a Laure en los comentarios que a estas alturas
todos los días pongo una vela a la Virgen :-) para que me siga
conservando el cuerpo en condiciones para seguir caminando por alguna
década… Virgencita de mi vida, virgencita de mi corazón… olvidé
la continuación.
Tuve que atravesar el largo habitáculo de L’Escala, pero el asunto
fue mínimo, caminar por la costa, por arriba de los acantilados
aislados y ruidosos sigue siendo la tónica. A una hora de camino
después de L’Escala de golpe empezó a llover; me refugié de
inmediato bajo un pinar próximo, saqué la capa de agua, cubrí el
macuto, me tumbé a un lado y pasé el impermeable por mi pecho. Me
quedé frito bajo la lluvia. Cuando desperté no tenía ni la más
remota idea de en qué parte del mundo me encontraba, tuve que hacer
un gran esfuerzo para averiguarlo. Nunca me había sucedido quedarme
sopa bajo un pequeño aguacero. Debía de tener mucho sueño. Después
de la siesta continué con mi recorrido marino, a mis pies rugía hoy
el mar de un modo un poco brutal; el sendero rodeaba en algún lugar
peligrosamente el abismo. Al final de la tarde fui a parar a un alto
que dominaba toda la costa, mi final de jornada: Punta Ventosa.
1 comentario:
Con un solo ojo se puede ver, con una sola mano se puede uno valer. con un brazo tambien,pero con un solo pie , pierna....... pero con los pies fastidiados la cods de pone "mu mala", asi que cuidate los pinrreles, Fuerte abrazo.
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