Camino de los Alpes



Madrid - Zurich - Venecia, 28, 29 de junio 

Entrando en las medias luces del anochecer el avión parece arrastrar su tripa de aluminio por el cuerpo macilento de un glaciar en la penumbra. De vez en cuando se abren las nubes y las constelaciones del alumbrado público de algún pueblo suizo o italiano aparecen bajo nuestros pies como dibujos de niños sobre un carboncillo negro. Después es ya la civilización iluminada de ámbar que recorre la superficie de la tierra alumbrando los regueros de hormigas próximos a Zurich. Nada anormal, un vuelo pacífico y sin historia en donde pude seguir el progreso, en tanto aspectos lamentables, del neoliberalismo en China. Me dormí leyendo David Harvey y cuando desperté el carrito de las bebidas y los sándwichs había pasado. Tuve que agitar la mano en alto para que una espigada rubita de ojos azules y sonrisa profidén atendiera mi demanda gastronómica. El avión atravesaba el azul uniforme del Mediterráneo. Luego vinieron la nubes y ese como arrastrarse por la superficie macilenta de un glaciar en la penumbra. 

Hoy me toca hacer noche en el aeropuerto. Antes de dormirme pienso en esa realidad protagonizada por lo jóvenes que estamos viviendo en España en estos últimos tiempos. El prestigio de lo jóvenes de este país ha dado un subidón desde el nacimiento del tan bienvenido 15-M. De aparecer adormecidos y conformistas han resucitado para hacer frente a la paranoia de un poder que sólo piensa en acumular dinero y tener bajo la suela de su zapato a la mayoría silenciosa. Una gente joven con nuevas ideas y bien preparada frente al establishment que ha envejecido repentinamente ante el empuje de esta nueva fuerza juvenil. Estoy enamorado de esta nueva gente que ha emergido en el panorama social y político de nuestro país, Ada Colau, Alberto Garzón (cuesta creer que haya nacido tan solo hace veintiocho años), Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, en fin, tantos. Llevo una temporada que me duermo más apaciblemente pensando en esa esperanza que nos llega de todos ellos, un mundo en el que el dinero no sea una prioridad y en el que la lucha por la dignidad y la justicia pasen a ser cabeza de lanza de todas las mareas del país. 

La realidad es con frecuencia un amargo lenitivo que debería servirnos para ponernos en movimiento. Ayer, el periódico Público abría su primera página con unas palabras de Ada Colau afirmando que quedarnos tranquilamente en casa es lo peor que podemos hacer. Es necesario seguir tomando la calle para hacer contagiosa esa realidad de que Podemos cambiar este mundo a mejor. Dormí como un bendito arropado por el tibio calor de estas ideas y por el agradecimiento que sentía hacia esta gente que está liderando el camino hacia un mundo mejor. 

Amanecer de invierno tras los ventanales del aeropuerto de Zurich. Llueve. 
Mi vivac no ha sido una maravilla, nada de cielo estrellado o rumor de arroyos, pero tampoco ha estado mal, un discreto y silencioso rincón del aeropuerto en la semioscuridad de una de la salas de tránsito, esos rincones que la gente de a pie no duda en usar para echar un sueñecito mientras llega la hora de su vuelo. Los asientos que me hicieron de cama eran más cómodos que mi aislante. Ni un ruido por la noche, nada de megafonía, sólo el suave ronquido de un viajero de chaqueta y corbata que dormía cerca de mi vivac a unos pocos metros.

A las seis de la mañana un lavado al modo de los gatos en lo lavabos, un café con leche de seis euros (no se cortan con lo precios esta gente) y un croisant y me voy a los ventanales a ver llover mientras llega la hora de mi vuelo. Suiza es esta mañana para mí una vuelta a mis veinte años, un bonito recuerdo de los años mozos, una edad en que abandoné un cómodo y bien remunerado trabajo en un banco para marcharme a vivir y a estudiar en una especie de nido de águilas, un pueblecito colgado en una de las laderas de los Alpes lombardos en donde mi amiga Nena ejercía una hospitalidad de esas que sólo se encuentran entre los tuaregs del Sahara. En su casa viví un trimestre hasta que la necesidad de hacer provisión de fondos me llevó una mañana a coger el macuto y en autostop llegarme en el mes de enero a través de carreteras colmadas de nieve hasta la cercana Suiza. Allí, en Saint Moritz,  no tardé más de hora y media en conseguir un trabajo. El lugar, un espléndido escenario de alta montaña y un contacto directo con el mundo de los emigrantes que vivían en el subsuelo de un hotel de cinco estrellas, como soldados de un regimiento, en habitaciones de veinte o treinta personas y en donde el ambiente acre y cargado, cuando mi trabajo en la cocina del casino finalizaba a las tres o cuatro de la mañana, podía cortarse con el filo de una navaja. Era un buen trabajo, atender un lavaplatos y un aparato de hornear pizzas bajo la supervisión de un campechano chef italiano al que caí bien y que me dejaba estudiar mi fajo de libros del momento (me preparaba entonces para las pruebas de preuniversitario). A aquella cocina llegaba de tanto en tanto un millonario caprichoso que por el simple hecho de encontrar a alguien que le abriera la puerta te soltaba una jugosa propina. En aquella cocina tuve también mi primer encuentro con el racismo encubierto de muchos ciudadanos suizos, una camarera que trabajaba en el mismo lugar que yo y que una noche se atrevió a hacer gala de un desprecio excesivo sobre un joven empleado italiano al que quiso tratar como si fuera una rata. No me lo pensé dos veces, la fuerza de mis veinte años podía ser arrolladora, la cogí del cuello y a punto estuve de descargar mi mano sobre su rostro. De aquel percance me salvó la bonhomía del chef y la simpatía del cocinero, también italiano. En caso contrario mi trabajo en Suiza habría finalizado aquella misma noche.

Para un amante de la montaña vivir la temporada de invierno en un lugar así era un proverbial regalo, los largos paseos por los bosques nevados con caminos en todo momento aseados y dispuestos para hacer cómoda la estancia a los turistas, el lago helado; el entorno nevado y sus altas montañas satisfacían todas mis necesidades. 

Los tres meses de trabajo en Saint Moritz me sirvieron para sufragar todos mis gastos de un año, incluidos dos meses de estancia en los Alpes y un viaje a Turquía en una motillo con el amigo Emiliano de Diego. 


Ahora de nuevo estoy en el aire. Volamos rumbo a Venecia en medio de una espesa capa de nubes. Poco después, sin embargo, el avión emerge a la luz y al azul intenso del cielo. Bajo nosotros queda oculto el panorama de lo Alojes suizos y austriacos, tampoco tendré la suerte de contemplar las Dolomitas desde el aire. 

3 comentarios:

luisBas dijo...

Animo caminante, no mires hacia atras, lo bueno esta delante, no debes olvidar.

Ignatius dijo...

Bueno chicos,. ¡Ya estamos caminando!
¡Gracias Alberto!
¡Un abrazo para todos!
¡Feliz Verano!

Alberto de la Madrid dijo...

Un abrazo a los dos.