Un encrespado mar de nubes



Refugio Bolzano, 26 de julio

Después de que las primeras luces del amanecer vistieron de ámbar y oro las grandes moles del Sassolungo el día se hizo feo y desapacible. Cuando amanece así la montañas parecen almas en pena que no tuvieran lugar ni cobijo para pasar el invierno. La Marmolada, tan magnífica ella rodeada siempre de nieve como gran señora de las alturas, aparecía esta madrugada entre nubes que se arrastraban por sus laderas como si éstas fueran los muros y las almenas del castillo de un dios caído en desgracia. 


A la media hora de abandonar el refugio el frío se intensifica. El gorro de lana y los guantes, que esperaba usar a finales de agosto o en alturas superiores a los tres mil metros, están en el fondo del macuto. No espero más, en un lugar en que la estrecha senda se ensancha un poco me detengo y vacío totalmente la mochila para recuperar mi atavío invernal. En mallas cortas y con jersey, guantes y gorro de lana debo de parecer un extraño ser cuya parte superior del cuerpo va camino de la cima del Mont Blanc, mientras que la inferior se dirige a alguna playa del Mediterráneo. 


Mi itinerario pasa entre los macizos de Latemar y el Catinaccio después de atravesar una larga cordal verde a cuya izquierda  paredes verticales se pierden entre las nubes. El Sasso Piato se yergue a la derecha corpulento y señorón, accesible pero igualmente malhumorado esta mañana con su fular de nubes a modo de ceño fruncido. 


Hoy, cuando recuerdo la afilada y vertical arista de las Torres del Vaiolet, que se encuentran inaccesibles a la vista cubiertas de nubes, y me veo ascendiendo con cierta facilidad por ella con Enrique del Pozo y Moisés Castaño no puedo reprimir cierto sentimiento de orgullo. Nunca llegué mínimamente a ser un escalador de élite, a lo máximo que llegué en los Alpes fue a sobrepasar de primero de cuerda la famosa fisura Knubel cimera de la Aiguille de Grepon, un quinto superior de entonces, sin embargo siento un especial orgullo por haber ascendido bellas y espectaculares paredes. La arista de las Torres del Vaiolet es una de las más hermosas que conozco. 


Después de sobrepasar el refugio de Alpe di Tires el camino emprende una espectacular ascensión por las paredes de Sciliar-Catinaccio, enfrente, separado por un abismo que se hunde como un tajo descargado a las montañas por algún dios enfurecido. Baste recordar que desde un rato atrás había reemprendido la lectura de La Odisea donde los caprichos de los dioses hacen y deshacen a su antojo con los hombres y el paisaje, para entender que el caminante encuentra más plausible, o acaso más conveniente, atribuir a los dioses los caprichos de estos abismos que atraviesa que hacerlo de la mano de un geólogo. Puestos a elegir entre la prosa y las poesía el caminante indudablemente opta por la poesía. Mientras asciendo por esta aérea pared que en algún lugar necesita de la concurrencia de cables de acero y de una larga escalera de madera, Odiseo se encuentra con el porquerizo Eumeo, Telémaco vuelve sano y salvo a Ítaca tras burlar con la ayuda de Atenea, la de ojos de lechuza, la asechanzas de los pretendiente, padre e hijo se encuentran y, cuando la lluvia se hace intensa, ya Odiseo y Telémaco traman la estrategia con la que pretenden dar muerte a los pretendientes de Penélope.



Bueno, ¿y creíais que hoy nos íbamos a librar de la lluvia, eh? Equivocados estáis si eso pensáis. En estas estábamos cuando un formidable relámpago cruzó el cielo seguido por el estrépito del trueno. Había empezado a ver la silueta del refugio Bolzano no muy lejos. Desconecté los auriculares y me dispuse a echar el bofe si fuera necesario con tal de evitar la tromba de agua que se aproximaba. Llegué, llegué, bastante mojado pero sin que mis botas llegaran a hacer agua del todo. A mis espaldas quedaban rayos y truenos como una amenaza a la que se le hubiera dado un corte de manga. 

Es sábado y la gran sala del refugio está casi llena. Tras los postres un grupo se arranca con tema clásicos del Tirol. El acordeón suena en este ambiente precioso y emotivo. Mientras tanto los cristales de la sala chorrean abundante agua. Una espesa niebla lo cubre todo. Estamos a dos mil quinientos metros, llueve y hace frío, pero en el refugio la temperatura es cálida y el ambiente sumamente agradable. Una vez más el caminante, convertido en espectador, disfruta de la condición ociosa de mirar y oir. 

El caminante no puede dejar de recordar en este instante el ambiente de los refugios allá por los años setenta cuando a la noche frente al fuego de alguna chimenea escaladores y andarines entonaban alguna parte del repertorio de la SAT, canciones la mayoría salidas del frente alpino de la primera guerra mundial. El recogimiento con que nosotros, escaladores de otras tierras, asistíamos a aquellas reuniones era total. Era como si viviendo esos momentos la compenetración que conseguíamos con la montaña y sus amantes fuera un todo, algo específicamente diferente del resto del mundo; era sentirse parte de una familia universal cuyo vínculo eran aquellas montañas, aquel especial mundo de cálidas paredes tan lejos de nuestros hogares y con las que soñábamos a lo largo de todo el año. La música, las voces varoniles y vibrantes, levantaban nuestra emoción hasta humedecernos los ojos. Después, cuando regresábamos a casa, no era difícil que en instantes de especial exaltación, en un vivac o a la noche junto al Tolmo algún grupo recordara alguno de los temas oídos en lo refugios de las Dolomitas. Temas como La Montanara, Gran Dio dil Cello, Sul Capello, Se fose una rondinella y tantas otras resonaban en las noches de la Pedriza o el Circo de Gredos como un canto de amor a todo lo que encerraba ese amplio y emotivo concepto: la montaña. 

Quizás sea verdad que el hombre necesita dioses en quien creer, amantes en quien depositar esa cosa etérea y poderosísima que llamamos amor, que el hombre necesita el cálido aliento de un amante que le susurre al oído esas cosas bellas que uno mismo es o encierra en su corazón como muy personal tesoro. Y todo eso sólo esa amante, con la que a veces nos medimos retando una pared vertical o sometiéndonos a esfuerzos y trabajos considerables, puede dárnoslo. Nadie sabe a ciencia cierta qué sea eso del amor, pero es innegable que todos sabemos reconocerlo cuando éste llega. La gente, coreando esta tarde al ritmo del acordeón los temas clásicos de la montaña de estas tierras, aventa recuerdos y situaciones de medio siglo que cualquier amante de las montañas no dudaría en reconocer como algo que afecta a nuestra más íntima mismidad. 


Apacible estancia en el refugio. En algún momento alguien a mi lado abre la ventana. Fuera un mar de nubes encrespa sus olas contra los altos arrecifes de las montañas que sobresalen como grandes cíclopes sobre la espuma marina. Mientras salgo fuera a fotografiar este mar de encrespadas nubes, en el salón se ha organizado un concierto. Las sillas se han dispuesto en semicírculo en torno a un escenario improvisado. La sala entera, compuesta especialmente por hombres y mujeres mayores, cantan bajo la batuta de un hombre que dirige las canciones acompañado por una guitarra o un acordeón según los casos. Ensayan una y otra vez viejas canciones tirolesas.



Hace días, en la línea divisoria de Austria e Italia, me encontré en un collado tres mujeres que entonaban una canción tras otra. Me pareció una preciosa manifestación muy adecuada al lugar donde estábamos. No creo que en España tengamos una tradición tan cercana a la música como para que este tipo de manifestaciones se dé con frecuencia. Miro a la gente que canta y me parece que están asistiendo a un acto que les place sumamente. 

Música, encrespado mares de nubes, la paz de una tarde en un refugio del Tirol. Seguiremos con lluvias todavía cuatro días más. 





2 comentarios:

Montserrat de la Madrid dijo...

Hola hermano ,ya veo que te estas llevando tu todo el agua ,aver si cuando vengas no te vamos a encontrar .Besos cuidate

Alberto de la Madrid dijo...

Un beso, hermana