Álvaro Cunqueiro, mi compañía de hoy



Por encima de Varzo, 17 de agosto 

Gran gusto el de atravesar y subir por los bosques sobre el valle de Baceno al abrigo del sol, mañana plácida de templada calor, leyendo la exquisita y apacible prosa de Álvaro Cunqueiro, poeta de los tiempos antiguos dado a resucitar vocablos, dichos y haceres de siglos pasados. Merlín y familia se titula mi libro, mi gozo de la mañana, el placer del texto, lectura de magias y encantos que pareciera salida del hervor de las mandrágoras o del fluir por el alambique de viejos cuentos, de cuando el mundo estaba cubierto por la pátina que envolvían los viejos relatos al calor del fuego de alguna chimenea de aldea, aldea vieja de calles cubiertas de bosta y espeso humo de fogata descendiendo de las chimeneas de piedra a zascandilear por los bajíos y por sobre el agua de los arroyos. A Álvaro Cunqueiro me lo encuentro de tanto en tanto en los caminos sin que yo haya sido consciente de haberlo metido en mi biblioteca de los caminos, aparecen sin más como si una de las magias de Merlín fuera la autora del encanto. De Cunqueiro no tengo un libro preferido, me gustan todos, me deleitan cualquiera que sean las historias que se traten en sus páginas. El último, caminaba yo por algún lugar de España, era la historia de un sochantre que viajaba en alguna misión especial de siglos pasados por los Países Bajos, creo. No recuerdo bien la historia, pero me quedó el sabor de lo delicioso y el preciosismo de su escritura, ese placer que no necesita de la percha de un argumento para sostenerse. De las narraciones de hoy el encanto de un mundo recuperado a través de los usos, los objetos, la maneras, los hábitos, la sabiduría del sabio Merlín y el buen hacer de su criado Felipe, memoria y escribidor de los hechos que se relatan.


Desde el paso de la Colmine descendí más de mil metros de desnivel hasta alcanzar el único bar abierto de Varzo. Los italianos se toman el mes de agosto muy en serio y sólo no dejan de trabajar aquellos que son imprescindibles para que los otros puedan estar de vacaciones. Ferragosto llaman a este periodo de tiempo por aquí, el tiempo de la fiestas da per tutto. Así que todo cerrado. En ese único bar abierto me regalé con cerveza, comida, helado y capuchino, que aquí llaman capucho, lo suficiente para dejar a mi cuerpo satisfecho. 

Tras el café hablé por teléfono con mi hija Lucía que anda con Quique por tierras de Avignon y que me sugería que quedáramos para vernos cuando llegue al valle de Aosta. Me gustaría pasar un día con ellos, veremos cómo van las cosas para dentro de una semana. Quedamos en volver a llamarnos dentro de uno días. Después de hablar un rato con Victoria me puse en camino de nuevo. 


Y dos horas después:

Y son la siete y media de la tarde pero me encuentro tan bien, tan en conexión con mi cuerpo y estos mil quinientos metros que tengo delante de mí que me da pereza parar y desperdiciar esta gran energía que acumulan mis músculos y mi ánimo. Lejos oigo, muy abajo en el valle, el ruido de los motores de los automóviles de la carretera que lleva al paso Simplon, también esporádicamente el paso de algún tren. El bosque sin embargo está sumamente silencioso. Ha empezado a oscurecer. Hoy seguiría andando incluso de noche para dar gusto a este sobrante de energía que llevo dentro. El camino salva continuos desplomes de roca poblada por el musgo oscuro y denso que crece donde nunca llega el sol. Una parte significativa del bosque yace cadáver sobre las laderas, árboles caídos que cruzan el camino y que hay que salvar trabajosamente, madera muerta que se deshace al golpearla. Junto a ello pequeños brotes de abeto luchan por conseguir un poco de luz en este bosque de tinieblas. No hay arroyos, no canta el agua que estos días abundaba por doquier. 


Hacía rato que había dado por hecho que no iba a encontrar agua, no cargué con ella pensando que ya encontraría de camino, hace semanas que el agua corre por todas las laderas de las montañas que cruzo, grandes cantidades de agua de arroyos que había que salvar o cascadas que atravesar, por eso no podía imaginar que esta vertiente fuera una excepción; ahora, en lo que no había caído era en que no fuera a encontrar un miserable metro y medio para colocar la tienda, así de abrupto es el terreno por el que subo. De vez en cuando el paso de un tren rompe el silencio de la tarde. Está empezando a anochecer y no hay trazas de que el terreno se haga más propicio para improvisar un vivac. El camino da curvas y más curvas, en algún tramo sube vertical y es necesario ascender a cuatro patas entre rocas y arbustos. Luego, casi sin que me dé cuenta, la pendiente se suaviza un poco, el sendero trepa por una especie de ceja asomada al abismo, da un par de curvas y a mi izquierda aparece el metro y medio que ando buscando para mi tienda. Me paro, estoy aquí a punto de descargar el macuto, pero enseguida se me ocurre que lo mismo surge el milagro entre la maleza de más adelante y aparece un riachuelo. Siempre puedo retroceder a aquel lugar. Así que opto por seguir un poco más, ahora a la búsqueda del cantarín sonido de un arroyo. Pero no, no cae esa breva, sin embargo el terreno se suaviza todavía más, aparece un prado, luego otro y el lugar se hace un inmenso y bucólico balcón a casi mil metros de desnivel sobre el valle. Y un poco más y aparecen tres casas de piedra que evidentemente no están abandonadas, una de ellas tiene una placa solar, en los muros de las fachadas hay tiestos en flor. Pero no hay nadie, tampoco canta la acostumbrada fuente por ningún lado. Ni gota de agua. Husmeo, doy vueltas alrededor de las casas, abro las puerta de una pequeña construcción parecida a una capilla: tiene pinta de un pozo. Tiro una piedra en un interior: se trata de un pozo seco. Luego encuentro una tubería de media pulgada que sobresale de la tierra en algún lado, la sigo hasta dar con una llave de paso semiescondida. La abro, sale agua a cuentagotas. De allí logré extraer medio litro aproximadamente, hasta que la tubería dejo de gotear. Era un bonito lugar rodeado de se prados que sólo debían de servir para recreo de los dueños de las casas. Puse mi tienda en un alto del prado junto a unos abedules.  


Son las nueve de la noche cuando me acomodo en el interior de la tienda. No eran todavía la siete de la mañana cuando comencé a caminar, así que descontando un par de horas que pararía en el bar de Varzo para tomarme unos bocadillos y una cerveza, sale un total de doce horas de camino. Y lo cojonudo del caso es que me encuentro muy bien. Sólo necesito cenar algo para ponerme a hacer los deberes. 
Y en ello estaba cuando de repente noto que algo me sube por el brazo bajo el jersey, lo tiento y noto que tiene el tamaño de una judía. Enciendo la linterna, aquello se mueve de arriba a abajo. No, no voy a quitarme el jersey para comprobar qué me corre por dentro y que acaso se me escape y quede correteando por la tienda. Corto por medio, lo agarro por encima del jersey entre el índice y el pulgar y lo aplasto, la cosa emite el sonido que haría una cucaracha de gran tamaño al ser espachurrada. Hay bichitos que pueden ser inofensivos pero que dan cosa. Antes dejaba las botas en el pequeño porche frontal de la tienda, pero desde que cierto día me encontré con una babosa dentro que a punto estuve de aplastar cuando iba a meter el pie, desde entonces las botas duermen conmigo dentro de la tienda. Coger una babosa con la mano, por la razón que sea, no es algo agradable, al menos para mí.

Un cuarto para las once de la noche. Es hora de dar por terminada mi jornada. Buenas noches. 


2 comentarios:

Ignatius dijo...

Que bueno encontrarte con Merlin por esos territorios que seguramente en los tiempoos pasados tambien el caminaría por esos valles mágicos como los que tu vas atravesando día a día. Me encantan tus relatos y en el de hoy has descrito deliciosamente el ambiente que Cunqueiro nos regala con sus escritos.
Yo soy tambien un enamorado de su prosa, extensa,mágica...
Sigue disfrutando de ese camino del que tu ya formas parte inseparable.
Un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Me alegra que coincidamos en el gusto por la prosa de las Cunqueiro, prosa de la de los viejos tiempos, la de olor al humo de las chimeneas de las pequeñas aldeas de Galicia y Asturias, de cuando la vida no iba tan deprisa y la gente podía demorarse contando historias al calor del fuego de la chimenea.
Un abrazo