Una conversación para una tarde de niebla: La desobediencia civil.

 

Lac d'Arratille, 24 de agosto de 2018

En la Alta Ruta Pirenaica: Ibón de Campo Plano – Refugio Wallon – Lac d'Arratille


La niebla ha ido cayendo poco a poco sobre nuestro campamento hasta cubrir los alrededores, unos acogedores prados junto al lago Arratille más allá de los cuales se alza un áspero mundo de granito que culmina en la divisoria fronteriza. Al otro lado, al sur, están los lagos de Bramatuero y  el entorno de Panticosa. A trescientos metros de desnivel en dirección sur está el col de Arratille y el sendero que nos llevará mañana bajo la cumbre del Vignemale y el refugio de Oulettes de Gaube. Suena el cercano alboroto del riachuelo que trae las aguas del lago de la Badette. Nuria se ha ido a dar un paseo por lo alrededores y yo me atengo a mis obligaciones de cronista. Llevamos varios días sin comunicación con el mundo exterior, apenas la excepción de unos minutos que pude hablar con Victoria por teléfono y ello produce la sensación de que las distancias fueran mayores. Lo que el whatsapp e Internet han conseguido reduciendo el espacio al roce de las yemas de los dedos sobre la pantalla del teléfono, desaparece cuando la cobertura se ha olvidado de estos montes y valles.


Quizás sea mejor así, el teléfono, tan útil tantas veces, se ha convertido en algo tan aditivo que hoy cuando estaba en el refugio Wallon no llegaba a darme cuenta de que había algo raro allí que no sabía exactamente qué era. Lo descubrí más tarde; hoy es imposible encontrarse con un grupo de personas en cualquier parte del mundo sin que las tres cuartas partes de los hombres, mujeres o niños que lo componen no estén ensimismados con su teléfono. Sucedía una cosa fantástica: un padre jugaba a las cartas con sus hijos, una pareja mayor conversaba apasionadamente, otros bebían cerveza abstraídos en las nubes del cielo, una pareja de jóvenes tomaba el sol cogidos de la mano. Era maravilloso, sucedía como si hubiéramos retrocedido medio siglo: ¡nadie tenía en la mano un teléfono! ¡Nadie mandaba whatsapps ni los recibía, ninguno de lo presentes consultaba el Facebook ni clicaba sobre las palabras “me gusta“! Los selfies no existían y ahora de nuevo la gente se comunicaba con la voz sin tener que usar las yemas de los dedos para ello.

Hoy decir que uno no tiene cobertura es como decir que le han exiliado del mundo, que es un extraterrestre, alguien sin “me gustas” y sin redes sociales es un pobre desamparado que no sabe de su familia, de sus amigos, de lo que dicen lo periódicos… vamos, que si te descuidas no eres nadie, no existes.


Llevo tres días repitiendo un itinerario que hice por primera vez en el año 67 durante mi segunda salida al Pirineo. Cada vez que paso por lugares así, que los caminé en mi temprana juventud tengo la sensación de que lo que hago es despedirme no de un paisaje o unas montañas, sino que me despido de mí mismo, de la persona que fui, de un joven amante de las montañas que cargaba con, yo qué sé, quizás casi treinta kilos de peso, comida para dos semanas, cuerdas, clavos, tienda, infiernillos, pero sobre todo que llevaba encima un saco de ilusión más voluminoso que su propio macuto. De eso creo que me despido estos días, el que fui, porque ahora siendo el mismo soy otro; intento, eso sí, seguir alimentando esa fuerza que me lleva a perderme entre las montañas, pero ¿cómo compararlo con aquello de entonces cuando pasar un mes en el Pirineo, apenas descubierto este mundo de cumbres, era la aspiración más grande que uno podía albergar en su cuerpo?

La ilusión, la emoción, la pasión, son sustancias que corren por las venas de los hombres y que, sin detectarlo ningún análisis clínico, constituyen la esencia con que poder alcanzar pequeños estados de plenitud. Tener dieciocho años y descubrir la montaña es lo mejor que a uno le puede pasar en la vida, quizás entre otras muchas cosas por su capacidad para suscitar pasiones y emociones de manera sencilla y al alcance de todo el mundo.


Hoy, por ejemplo, poco después del amanecer que pasaba un pequeño grupo por el camino mientras desmontábamos la tienda. Pararon un poco a charlar, gente de cuarenta y cincuenta para arriba; llevaban a una hora tan temprana un aspecto tan saludable, embozados porque hacía frío, gente que te encuentras y que después de hablar con ellos cinco minutos pareciera que los conoces de toda la vida. Un rato más tarde, mientras ascendíamos al collado de la Gran Facha, una chica que con la disculpa de preguntar algo pega la hebra, que quiere subir a la cima, pero que yendo sola le da un poco cosa y habla y sonríe que es una bendición; una familia de dos niñas con sus padres unas horas después, cargados todos con macutos similares a los nuestros y que en vez de irse de vacaciones a uno de esos tinglados que organizan por ahí se dedican a sudar, cargar y de paso respirar hondo el aire de la Naturaleza; todos con un aspecto tan saludable… A última hora un matrimonio de septuagenarios, bajitos, delgaditos, humildes, que se paran junto a nuestra tienda y nos cuentan que van al refugio de Pombie porque se les ha roto una de las varillas de la tienda. E intentamos ayudarles y Nuria saca un repuesto suyo y se lo ofrece, pero no sirve. Y sonríen y nos dan las gracias.

Hoy, además, es que me parecía que todo el mundo, francés o español con que nosotros cruzáramos, tenía la sonrisa a flor de labios.


He dejado descansar mis ojos un rato y mientras conversamos un poco. A raíz de ese placer que es caminar, no sólo por las montañas, y que elogia Nuria hablando del mar y los trigales, salieron a colación los libritos que escribiera Henry Thoreau sobre el tema, libros con títulos como Caminar o Los colores del otoño. Pero de ahí pasamos a su obra La desobediencia civil y entonces Nuria se pone inquisitiva y dice que no entiende por qué Podemos, por ejemplo, no adoptó este tipo de acción que tan en la línea del 15M estaba. Y yo tengo que decir que Podemos no tiene nada que ver con el 15M, que en todo caso lo han querido utilizar para promocionarse, en el 15M no había líderes y nadie quiso aparecer como cabezas visibles del movimiento, mientras que Pablo Iglesias amaba hasta la locura estar precisamente ahí, en la punta de la pirámide y no sólo ahí, que apuntaba mucho más alto. Nuria tenía razón, si la desobediencia civil lograra aglutinar a gente suficiente sería el arma decisiva contra esta mierda de sistema que tenemos. A cien activistas los pueden meter en la cárcel, pero nadie puede meter en la cárcel a diez mil personas dispuestas a enfrentarse sin violencia al sistema. Recomendaba esta tarde a Nuria la lectura de un interesantísimo libro sobre el tema. Lo anoto aquí, quizás pueda interesar a alguno, se trata del libro Somos el 99%, del activista y sociólogo norteamericano David Graeber.



Me está esperando Nuria para cenar. Así que c’est fini.















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