Monte Pelmo, el gigante que emerge entre la niebla




Refugio Gian Pietro Talamini , 24 de julio de 2023

Fuera llueve. El refugio Gian Pietro Talamini me acoge. Después de la comida vuelvo a la lectura de Tierra de hombres. En la inmensidad del desierto vacío Saint-Exupéry y Prevost encuentran una huellas, llevan tres días sin comer ni beber, el milagro se produce, no pueden hablar ni gritar, pero en cierto momento, allá a lo lejos, el beduino y su camello giran noventa grados hacia la derecha y ellos ya con los brazos en alto llamando su atención pueden considerarse a salvo. Una mota de polvo en el universo ha logrado encontrarse con otra mota de polvo. La vida vuelve de nuevo a circular por aquellos dos cuerpos destinados a morir.

Ocupamos la sala del refugio una docena de personas. El italiano me suena como música en los oídos. Empezó a serlo esta mañana cuando a mitad del camino, ya un tanto agobiado por el peso del macuto, me encontré con Adriano. Allí estaba junto a su baita un hombre corpulento de mirada apacible como quien espera visita y de pronto ve aparecer al invitado, yo mismo. Acepto su café, me enseña unos níscalos y otras setas que no conozco. Ya soy su invitado en toda regla. Adriano fue bombero y ahora, jubilado, vive invierno y verano en una casa aislada en el monte. Su casa, construida hace un par de siglos, es un museo donde por las paredes y junto al hogar se muestran viejos utensilios de cocina, calderos de cobre, todo colocado como para una exposición. En su libro de visita aparece el comentario y la firma de una princesa sueca. También ese libro es una reliquia de dibujos y textos que los viajeros han ido dejando a lo largo de los años. Es su tesoro. Su pasión, los trabajos de charcutería, en una estancia anexa cuelgan carnes y embutidos de todo tipo, un ventilador ronronea noche y día en el lugar. Me tomo el café, charlamos y cuando voy a marcharme saca dos libros del lugar que pretende regalarme. Noto cierto desencanto en su rostro cuando declino su invitación. Voy a caminar durante un mes y medio, le digo, y mi espalda grita cada vez que aumento el peso de mi macuto. Me insta a que vuelva a visitarlo en septiembre. Nos despedimos. Son las once y para el mediodía se anuncia lluvia. Así que allá dejo a Isidro con ganas de seguir conversando hasta Dios sabe cuándo.




El cielo está encapotado, quién lo desencapotará… Hoy y mañana no se espera otra cosa que lluvias y tormentas. Creo que este año voy a ceñirme lo más que pueda a los ritmos de la lluvia; aunque sé que las largas jornadas bajo la lluvia suelen auspiciar cierta clase de gusto a la larga, incluso de plenitud, me siento más inclinado a permanecer mejor seco que mojado. Los visitantes del refugio se han marchado en una pequeña pausa de la lluvia y ahora ya  disfruto solo de este lugar privilegiado envuelto entre la niebla y la lluvia. Los placeres del aislamiento, la escritura, la música, los libros, el ajedrez… no me falta diversión.

“De nuevo he acariciado una verdad que no comprendo del todo”, escribe Saint-Exupéry, tras ser rescatado de la muerte en el desierto. Y habla de la serenidad y la plenitud como si éstas fueran consustanciales a una existencia que se ha visto gravemente amenazada por la muerte. Y sin embargo, me digo, cuánto afán en el hombre por satisfacer esas necesidades esenciales. Y además, para complicar más las cosas, ¿cuáles serán esas necesidades esenciales que se vislumbran en tan escasos momentos de la vida? En tales ocasiones “nada prevalece ya frente a un sentimiento de plenitud que satisface en nosotros no sé qué necesidad esencial que no conocemos”. Creo recordar que tras el rescate de Carlos en el Dhaulagiri, éste pidió una grabadora porque parece que quería que no se le escapasen de la memoria los detalles de esos tres días, los más intensos de su vida. Ahora, tranquilamente protegido de la lluvia en la soledad de un refugio, reflexiono y me pregunto por el mundo que han podido vivir Carlos y otros tantos como él que han pasado por situaciones extremas, ese mundo que no sabemos qué es, que debe de pertenecer a la intimidad más profunda de las personas y que parecen reservadas para ellos y solamente para ellos.



Me ocurre pensar a veces en personas como Julio Villar, lo que sucede en el alma de un hombre abandonado en la soledad a la inmensidad del océano y a las tormentas. Cuando leo a Kukuzska, por ejemplo, no me creo que su mundo sea exclusivamente ese que describe, su afán de ascender todos los ocho miles, y si puede ser por nuevas vías mejor, no me lo creo. Tiene que haber algo mucho más profundo y esencial, algo quizás inasequible, como afirma Saint-Exupéry, alguna verdad acariciada que no se comprende del todo, que acaso se puede esfumar en los laberintos del hospital o el quirófano, pero que despierta como una brasa candente dentro de uno en los momentos de soledad. Evidentemente no todo el mundo sabe expresar sus sentimientos como Diemberger, Messner, o incluso Hermann Bulh cuando relata su ascensión solitaria al Nanga Parbat… no. o no quieren…

De todos modos no podemos prever lo esencial, afirma Saint-Exupéry; cada uno de nosotros, en circunstancias insospechadas, ha conocido las más entrañables alegrías. Nos han dejado una nostalgia tan grande, dice, que hasta llegamos a añorar nuestras desdichas si han sido nuestras desdichas las que las han propiciado. Y hoy, día de intensa lluvia, que pienso en las tantísimas jornadas que he caminado bajo los aguaceros, qué certero encuentro este pensamiento cuando recuerdo las tantas horas de plenitud que he logrado alcanzar caminando en esas circunstancias. A poco que nos descuidemos nuestro ser paradójico y contradictorio aparece a la vuelta de la esquina.



Son magníficas estas montañas. Hacia el final de la tarde he levantado la vista del libro y me he visto sorprendido por una repentina claridad. He salido inmediatamente del refugio y el espectáculo que me he encontrado era realmente hermoso, el monte Pelmo se alzaba envuelto entre las nubes como un enorme gigante que despertara de un sueño profundo. Y girando noventa grados a la derecha el Antelao no era para menos. Fantástico este salir de la nada momentáneamente para volver a la nada diez minutos más tarde. De nuevo se ha cerrado el telón y un gris de de plomo rodea el refugio.


Ahora diluvia de nuevo. El cielo se ha llenado de truenos. No hace más de diez minutos que tomé las fotos de arriba del Monte Pelmo. Graniza, el cielo se ha transformado en un enorme artificio de fuegos artificiales. El refugio de nuevo se ve rodeado por la nada. 








2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias Alberto me encantan tus relatos.
Un fuerte abrazo.
Keemi

Alberto de la Madrid dijo...

Abrazos desee desde las montañas.