Día 21. El dulce cansancio

 


Sobre Usseaux, 45,05503175°N, 06,99515820°E, 8 de julio de 2025

No me refiero al cansancio que vas acumulando poco a poco y que te va subiendo por todo el cuerpo pidiéndote que te tumbes bajo la primera sombra que encuentres, ese que produce una sensación penetrante de dolor en las piernas. Es lo que sigue a esa acumulación de trabajos que gratuitamente te has tomado, subiendo metros y metros de desnivel, bajándolos y cuando incluso has comido y te has tomado un cafetito, todo ello una distracción para tu cuerpo, vuelves al camino, subes unos cientos de desnivel todavía y de repente te encuentras con un llanito para tu tienda y un cantarín riachuelo al lado. Es en ese momento en que ya no hay distracciones que valgan, que eres tú y tu cansancio acumulado una misma cosa, que no tienes absolutamente nada que hacer, sólo tumbarte y cerrar los ojos cuando sobreviene eso que llamo el dulce cansancio. Entonces el cansancio está en tu cuerpo, denso, pesado, pero lo que sientes, ya no hay esfuerzos por delante, es un gran placer mezcla de alivio y gusto por estar ahí, tumbado, oyendo el canto del agua, escuchando a los pájaros. Los ojos cerrados, ahora las pulsaciones del corazón remansadas como un bronco arroyo de montaña que llega a un amplio llano y se entretiene, tal quien va de paseo, en describir lentos y amplios meandros. Así también el ánimo que, desprovisto de cualquier asunto que pueda distraerle, saborea con delectación ese cierto hormiguillo que se va desprendiendo del cuerpo, ese irse poco a poco, levemente, el cansancio de tu cuerpo. Y yéndose, abrir los ojos y contemplar las montañas de enfrente distraídamente, feliz tú de estar allí y sentir el reencuentro consciente de tu cuerpo consigo mismo. Es claro que antes, tu cuerpo ha estado tan ocupado con las cuestas y con el esfuerzo que ni ha tenido tiempo de sentirse. Ahora sí, ahora es el regodeo, el gusto del encuentro con lo que tú eres, con lo que tu cuerpo es. Puras sensaciones, puro y simple estar.


El post bien podría haber llevado el título de Viento. El viento, protagonista desde ayer tarde hasta hace un momento, había irrumpido en mi caminar con una fuerza tan salvaje, que pensé que mi tienda podría sufrir grandes daños. Anoche dejé todo preparado por si surgía una emergencia, me puse los tapones de cera y me desentendí del asunto. Lo que tuviera que pasar ya pasaría, me dije. Pese a que en momentos la tienda se echaba encima y el ruido era mayúsculo, terminé durmiéndome como un bendito. Alguna ráfaga especialmente fuerte me despertaba, pero visto y no visto volvía a dormirme. Fue una noche realmente fría. Pese a que el sol dio en la tienda pronto, la temperatura se mantuvo muy baja toda la jornada. Tuve que sacar del fondo del baúl de mi mochila los guantes y el gorro de lana. Así que abrigado como si fuera invierno emprendí el ascenso de los cuatrocientos metros que me restaban hasta el collado del Pis. En ocasiones el viento amagaba con tirarme y cuando llegué al collado tenía que agarrarme a la rala barba que me está saliendo para no salir volando. 

Por cierto, que hay detalles que cuando pienso en otros veranos por Alpes, me llaman la atención. Por ejemplo el asunto del afeitado. Ha habido años en que hasta he cargado con una maquinilla de afeitar de pilas. Miro en lo que ha quedado el absoluto control de lo que entraba en mi macuto para estas largas salidas, y me congratulo por haber sentado la cabeza, aunque haya sido tan tarde. Me ha costado sudores reducir mi macuto a ocho kilos y medio. Me preguntan algunos que qué he desechado. Por ejemplo el infiernillo y sus cartuchos, la cámara fotográfica, la mucha comida que solía llevar, baterías de repuesto y la alfombrilla solar, repuestos de cables, el botiquín quedó en apenas nada, busqué una mochila menos pesada (400 gramos menos que la anterior), de las tiendas que tengo elegí la más ligera, ni siquiera llevo tenedor, en fin… Todavía podría haber reducido en casi un kilo si hubiera dejado también un segundo teléfono y algún accesorio más. Esta mañana Santiago Pino se había entretenido en calcular los miles de metros de desnivel subidos y bajados que llevo, los kilómetros, esas cosas que yo ignoro. Si se calcula que una persona camina durante tres meses atravesando montes y montes y contabilizáramos el esfuerzo que uno o dos kilos representan al cabo de ese tiempo, imagino que con ser aparentemente tan poco, después de tanto tiempo el trabajo acumulado por ese “poquito” más, debe ser cuantitativamente enorme.


No sé la temperatura que debe de estar cayendo sobre Madrid, pero aquí hoy no me he quitado prácticamente el forro en todo el día, y los guantes y el gorro de lana bastante abajo del collado. Desde hace un par de días las montañas vistas desde los collados tienen una apariencia más dócil, lo que te hace suponer que los desniveles irán en consonancia con ello. Craso error. Ayer alcanzar el collado supuso 1500 metros de desnivel. Después de eso, el sendero se hunde mil o mil y pico metros. Comes en el fondo del valle y desde allí, como hoy, estoy frente otra ascensión de 1200. Una pura diversión esta especie de montaña rusa que recorrí estos días. Hoy después de comer quise hacer una nueva subida hasta cierto punto donde me habían dicho que podría poner la tienda, pero no había agua, así que localicé una fuente algo alta pero más próxima para finalizar el día. Fue a quinientos metros de llegar que me encontré con el arroyo. El viento se había calmado de momento y aproveché para despanzurrarme en el pequeño prado donde posteriormente instalaría mi tienda. De ese rato fue de donde salió ese cestillo de sensaciones que me produjeron mi tú a tú con mi cuerpo y mi cansancio. 








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