46,22178978°N,11,72496557°E, 20 de agosto de 2025
Me despierta un inesperado chaparrón con el agua dándome en la cara. Cierro precipitadamente la cremallera del doble techo. La lechosa luz que precede al alba lo ilumina débilmente. No me disgusta. El dormilón que llevo dentro casi lo agradece. Uno de los placeres que más aprecio con sueño y cansado es poder darme la vuelta y algo encogido como un bebé en brazos de su madre, saborear el gusto de poder seguir durmiendo. De tanto en tanto me despierto, la lluvia sigue aporreando la tienda. Me doy la vuelta, me duermo, sueño algo que no recuerdo, así hasta que harto de dormir, van ya cerca de once horas, empiezo a pensar que no puedo quedarme allí todo el día, que tendré que esperar a que remita un poco y salir pitando. Pasadas las diez de la mañana poco a poco la lluvia cesa. Desayuno sin prisas y cuando termino recojo y me pongo a hacer el macuto. Cuando he finalizado comienza a llover de nuevo. Con el macuto de cabecera me vuelvo a tumbar. Me sorprendo a mí mismo esta mañana con esta pachorra con la que me he despertado. Ese no pasa nada, que ya parará.
Quince minutos más tarde cesa la lluvia, salgo fuera. Estoy sobrecogido por la belleza que me rodea. Ya sabes lo bonito que se pone el bosque con la lluvia y la niebla, pero es que hoy… esa niebla tejiendo y destejiendo armonías entre los abetos presentaba un aspecto tan atractivo… (pausa. Es final de tarde en la tienda y de nuevo comienza a llover. No tengo más remedio que cerrar el doble techo. Y es que me gusta tanto estar tumbado al final de la tarde y mirar de vez en cuando el paisaje. Además, cuando coloco la tienda lo primero que valoro es precisamente la orientación, que pueda tener frente a mis ojos la mejor perspectiva del paisaje, que el primer sol, si es posible, me llegue por esa ventana frente a mi almohada. Y llueve, llueve con ganas ). Los verdes intensos, hacia el valle las nubes salpicando las oscuras laderas.
El descenso a través del bosque hasta Caoria es un precioso paseo que me recuerda el Bosque Encantado de Urbasa, un año en que Victoria y yo pasamos medio otoño recorriendo los rincones más bellos de nuestro otoño peninsular. La humedad convierte cada rincón en una pequeña sinfonía de verdes, los pies de los abetos, las rocas, todos, cubiertos por los matices de la particular luz que baña el bosque nublado, más la niebla campando por aquí y por allí sin rumbo, producen una gran sensación de intimidad y recogimiento. Me siento uno con el bosque y su silencio sólo interrumpido por el rumor del arroyo próximo.
En medio de este ambiente esta mañana sin embargo tengo una obligación que atender con casa, un problema de fontanería que no terminamos de resolver. Pruebo la cobertura. La hay. Hablamos. El problema persiste. Comentamos los pasos a seguir y enseguida vuelvo a mi bosque. He pasado en unos segundos de la intimidad del bosque a la civilización y no quiero perder este estado de ánimo que me proporcionan la suave luz, los colores, el silencio.
Caoria es un pueblo desierto. ¿Ni siquiera habrá un bar, un restaurante? Me cuesta encontrar a alguien por la calle que al fin me indica un pequeño bar restaurante al otro extremo del pueblo. Suerte, porque ya me había hecho a la idea de tener que marchar monte arriba y pasar con lo poquísimo que quedaba en el macuto.
Un detalle. Me instalo dentro del restaurante y mientras espero la comida saco la tienda, que está empapada, para ponerla a secar fuera. Fuera es una terraza. En la terraza bajo un techado hay un hombre de una cincuentena ensimismado con el teléfono que apenas levanta la vista para responder a mi saludo. Extiendo la tienda a un par de metros de él sobre una mesa y unas sillas y me voy dentro del local. Salgo varias veces para dar la vuelta a la tela. En cierto momento soy consciente de que está lloviendo. Salgo pitando. La tienda se ha empapado. El individuo del teléfono levanta la vista y mira en silencio cómo recojo la tienda. Sin palabras.
Me he aprovisionado con lo que me faltaba para la cena y el desayuno y abandono el restaurante, ahora no llueve, imbuido en el equipo de agua no obstante. A la salida del pueblo una indicación con mi destino de etapa, según los diseñadores del Sendero Italia: passo Rolle: 8 horas, que por supuesto serán muchas más. De entrada más de mil metros de desnivel y posteriormente un sendero que parece ir buscando mantenerse sobre los dos mil metros. Un recorrido de veinte kilómetros con ganancias y pérdidas de desniveles que me va a llevar probablemente un día y medio. Estoy en los dominios del Parque Natural de Panaveggio/Pale di San Martino, un entorno conocido y recorrido más de una vez.
Una estrecha pista forestal es hoy, y parte de mañana, mi camino a recorrer hasta alcanzar la Malga Tognola, el punto más alto del recorrido. La pista recorre un bosque por donde se desploma un ruidoso arroyo que de tanto en tanto va dejando pequeñas cascadas en su recorrido. Me he puesto como hora límite las cinco de la tarde, ello si no se pone a llover, en cuyo caso tendré que poner la tienda donde sea, así que un rato antes cojo agua de uno de los arroyos que bajan por la ladera. Un poco más arriba, en un ensanche de la pista, encuentro el lugar. En todo el día no me he cruzado con nadie. Los días de lluvia y niebla mantienen a la gente bajo cobijo. Yo como no tengo cobijo, que tengo vocación de vagabundo, o peregrino, como me llamaban días atrás los amigos del grupo de yoga, llueva o haga sol por ahí ando, por los caminos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario