Monte do Gozo, 28/02/13
Mañana temprano en un bar de Santalla después de una
larga caminata nocturna desde Monte do Gozo. El esfuerzo por
recuperar cierto clima perdido en estos dos últimos días: la
cercanía de Santiago, la presencia de más peregrinos, la entrada en
la ciudad, el alboroto de los turistas alrededor de Dop y Vermell, la
presencia mema de la policía local esgrimiendo ordenanzas
municipales para molestar nuestro tránsito por el centro de la
ciudad. El barullo. Uno no ama el barullo, la montonera de gente,
todo aquello que le aleja de uno mismo, de un ensimismamiento que es
el camino; ensimismamiento, relajación íntima con el camino, el
barro, los imponentes eucaliptos que jalonan la senda. Al viajero
parece asustarle la ciudad cuando después de semanas de vivir día a
día discurriendo por el campo, sorteando riachuelos o persiguiendo
el trino de algún pájaro, una toma interesante para su colección
de fotografías, se encuentra constreñido al medio urbano. Raro que
es uno, qué le vamos a hacer.
Siento que hoy tendré que hacer un importante esfuerzo
de regreso a las fuentes, el camino como meditación, recreo,
comunión con la naturaleza, charla tranquila acaso con Ramón, su
caballo o su perro cuando nos volvamos a encontrar, que nos
encontraremos, a lo largo del día tras un breñal o en las estrechas
calles de una aldea. Persecución de la austera caminata, de la
lectura mientras se van haciendo leguas, de recreo con algo de esa
música que tengo abandonada en el ipod y a la que raramente llego
porque el día se me hace extremadamente corto. Sí, echo de menos a
Kaname y a Misako de mi novela de Junichiro Tanizaki y de los que tan
cerca me sentía en pasados días; sus conflictos de pareja, el dolor
de la separación porque para ambos el otro había dejado de ejercer
esa atracción que lleva a los hombres y mujeres a desearse y a
quererse con fuerza arrolladora; también sus dilemas en torno al
hijo, al bienestar del otro cuando ya no sean marido y mujer. Y cosa
curiosa, también echo de menos el denso discurso filosófico,
político y social de Lefevre a última hora haciendo disección de
la obra de Nietzsche y contraponiéndola a la de Hegel y Marx.
Nietzsche que viene a recuperarnos de las manos del estado hegeliano
como monstruo capaz de absorber toda nuestra individualidad, nuestra
más íntima condición de persona en aras de esa abstracción
colectiva que se escapa del control de los ciudadanos para
constituirse en ente regido por unos pocos individuos, especialistas,
tecnócratas, políticos siempre mediatizados en gran medida por
intereses ajenos al bien común. Un Nietzsche que trata de recuperar
el gusto por la vida, lo apolíneo, la individualidad creadora que el
inmenso pulpo del Estado parece querer estrangular. Recupero con
esta lectura mi gusto por el poeta filósofo, a veces triste,
enclaustrado en un amor imposible, litigante con los hombres de
pensamiento de su tiempo, solitario y tantas veces tan absolutamente
diferente a ese otro personaje que es el Zaratustra de su libro
homónimo y que tanta fuerza fue capaz de infundir en mi ánimo en
los años más jóvenes, cuando el apremiante discurso de aquel era
capaz de propulsar en la gente joven el espíritu vivificador de una
fuerza nueva capaz de arrasar montañas. La voz de Así hablaba
Zaratustra suena así hoy todavía en mis oídos con la inmensa
fuerza de la sangre nueva que hace que nuestro cuerpo haga frente
reciamente a los problemas hasta el punto de disponernos a hermosas
aventuras que tanto incluían la escalada de paredes de granito
insólitamente verticales, como afrontar el frío amenazante de los
inviernos en las agrestes montañas de Gredos o los Pirineos. Tiempos
en los que bebíamos de muchas fuentes nuestra fuerza, y una de las
cuales era sin lugar a duda la escritura de Nietzsche.
Cada uno debe saber lo que le alimenta y estimula. Ese
es el verdadero conocimiento, o mejor el camino que nos lleva a él.
Conocer lo que el cuerpo te pide, lo que éste anhela a fin de que
las emociones, las sensaciones, como un atractivo huerto a cultivar,
crezcan sedosas y atractivas llenándonos el cuerpo de sugestivo
bienestar. He ahí un conveniente modo de mirar las cosas de la vida.
Que ésta sienta la atracción magnética de aquello que la hace
crecer, que la abona y estimula y sepa pararse por tanto en el camino
para buscar alrededor esas pequeñas sensaciones que al final del
día, como el sol o el viento sobre la cara, habrán dejado la huella
en nosotros llevándonos a la paz de ese tranquilo sueño del que
está a gusto consigo mismo y se entrega en los brazos de la noche al
sueño reparador.
Ayer amaneció ventoso. Arrebujado en el calor de un
paso brioso caminé durante horas hasta que encontré un lugar
resguardado a donde llegaba la cálida caricia del sol. Allí,
mientras daba cuenta de medio bocadillo que me había sobrado de la
cena del día anterior, esperé al caballero andante que no tardó en
hacerse visible precedido por el incansable trajinar de un lugar para
otro de Dop; Ramón llegaba como un gran señor cabalgando a su
rocín, el paciente y sufrido Vermell. Nos saludamos como amigos que
no se ven en varias semanas. Esta mañana nos despertamos a la par y
le ayudé a preparar sus cosas y a enganchar las alforjas a Dop.
Éstas se encontraban en la puerta del albergue y yo las tomé sin
más. La puerta, liberada del tope, se cerró suavemente a mis
espaldas. Un minuto después oí una fuerte jaculatoria de Ramón a
mi espalda. Nos habíamos quedado en la calle, la puerta se abría
por dentro, pero no desde fuera. La mitad del equipaje estaba dentro.
Un buen chasco, era todavía de noche y dentro los cuatro peregrinos
restantes dormían. No había más remedio que despertarles. Si no
hubieran estado ellos dentro probablemente tendríamos que haber
postergado nuestra partida tres o cuatro horas, una hora conveniente
para llamar por teléfono a la hospitalera a su casa para que viniera
a abrirnos. Emilio, un hombre de Orense con el que coincidíamos de
días atrás en restaurantes y albergues, salió somnoliento y
bostezando en gayumbos a abrirnos la puerta. No pude hacer otra cosa
que deshacerme en disculpas.
Ahora, mientras hablaba con Ramón y acariciaba a Dop
aparecieron también ellos al final de la cuesta. Haríamos los
cuatro kilómetros que nos quedaban hasta la catedral juntos.
Llegar a Santiago y atravesar por las calles con el
caballo de las riendas y Dop cargado con sus alforjas perrunas hizo
imposible que pasáramos desapercibidos. Ramón soporta mucho mejor
que yo estas cosas, se muestra atento con los que le preguntan, se
para, se hace fotografías, atiende gentilmente a todos los que se le
acercan. A mí la gente me hace huir. Cuando salimos de la oficina
del Peregrino, donde nos han extendido un diploma muy chulo en donde
se deja constancia de nuestra proeza andariega, diploma color crema
con el correspondiente nombre en latín: Albertum de la Madrid
Molinero, alrededor de Dop y Vermell se ha formado una pequeña
multitud que con la cámara en ristre no pierde detalle de cada
gesto, primero del caballo y del perro, y después de nosotros
mismos. También está la policía municipal, inevitablemente molesta
siempre que pasamos por el casco urbano de alguna ciudad... las
ordenanzas muncipales no entienden de la vida andariega de los
caminantes, ni de sus rocines, ni de sus perros. Las ordenanzas
municipales son las ordenanzas municipales; el piñón fijo de la
municipalidad, como el del Estado, malhadados señor Hegel,
Robespierre y todos aquellos que hicieron de la organización del
poder un pequeño monstruito en donde cada pieza del puzzle, por
pequeño que éste sea, ha de encontrar su lugar, ahí y solamente
ahí. En la plaza del Obradoiro volvemos a encontrarnos a los
representantes de la autoridad: los caballos no pueden pasar por la
plaza después de las nueve de la mañana; los agentes tienen una
cara de aburrimiento de caerse de espaldas: con algo tienen que
entretenerse. Admiro a Ramón, lo bien que se lo toma; yo me alejo
unos metros, no los quiero oír, a los agentes, pero él no, el les
da palique, pone cara de qué puedo yo hacer con el caballo si no me
dejáis pasar por aquí, hace su papel de ciudadano respetuoso con
las normas que pide un poco de comprensión a los autorizados a hacer
cumplir la autoridad.; y sí, los agentes ceden, se hacen más
dúctiles ante la mano izquierda del caballero andante que de
inmediato quiere ser fotografiado sobre su rocín frente a la fachada
del Obradoiro. Así que sesión de fotos, con perro, sin perro,
solos, acompañados; a nuestras fotos se suman las de otros muchos
paseantes y turistas que aprovechan lo mejor que pueden esta insólita
presencia de peregrinos o caballeros andantes sobre la prestigiosa
plaza de Santiago.
Y punto final, hemos llegado al punto último de esta
primera parte de nuestro viaje. La plaza del Obradoiro queda atrás y
nosotros tomamos la dirección del Monte do Gozo, el multitudinario
albergue compostelano en donde acabaremos nuestra jornada de hoy.
Desde el Obradoiro nuestro camino será ahora otro, haremos dos
jornadas por el Camino Francés y luego derivaremos a septentrión,
hacia el mar, por el llamado Camino Norte.
Desde este momento en mi blog la etiqueta del camino
cambiará de nombre, de Camino de la Plata pasará a llamarse: Camino
Norte del Camino de Santiago.
2 comentarios:
Bienvenido a casa.
Me encanta ver cuanto disfrutas tus viajes.
Cuando sea mayor quiero ser como tu.
Abrazos desde Madrid
Gracias por el piropo. Un abrazo
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