Monreal-Izco,
03/05/2013
Las
cascadas del río Arga, bajo el batán de Villaba, braman
estruendosas mientras atravesamos el puente de piedra. Aquí se
juntan el camino de Santiago Baztanés y el Francés. Nuestro
recorrido hoy consiste en rodear Pamplona por el este cresteando la
sierra Morena y alcanzando Monreal ya sobre el camino Aragonés. Como
se ve todo va de caminos de Santiago. Apenas a quince minutos de
camino por una ladera muy empinada, nos encontramos con un
desprendimiento balizado por la policía local para evitar el paso.
Echo una ojeada a aquello. El suelo está condenadamente resbaladizo
y más allá la tierra ha cedido y la ladera cae vertiginosa por un
centenar de metros. Ramón tantea el terreno y decide que
efectivamente el paso es excesivamente peligroso para Vermell. Se da
la vuelta. Buscará un camino alternativo.
Un
GR, el 220, que describe un inmenso bucle alrededor de Pamplona, pasa
no muy lejos de allí; lo tomaremos un poco más adelante. El camino
trepa sin prisas por laderas boscosas hasta situarse en la cota
ochocientos-novecientos metros de desnivel. Llueve.
El
camino, claro y serpenteante, sigue las piruetas de una montaña rusa
a través de un bosque tupido sobre terreno calcáreo. El chirimiri
es una agradable compañero, suavito, delicado, casi como una
caricia. Una bonita manera de atravesar la mañana. Más adelante no
tardarán en aparecer, lejos, a ambos lados, en los valles
circundantes, grandes manchas amarillas, que como suaves y lujosas
alfombras cubrirán aquí y allá extensas laderas de formas
caprichosas realzadas por el verde relumbrón de las cebadas y los
trigales que las rodea. El arco de montañas de la sierra es un
lujoso adorno para el llano pamplonico que se extiende por occidente.
Pasado el mediodía tropezamos con una caseta de cazadores habilitada
expresamente para hacer una buena parada. Una larga mesa rectangular,
enseres de cocina, una estufa de leña, agua y una botella de licor
de manzana enterita. Benditos cazadores, ya lo decían en una nota
pegada en la pared unos cuantos paseantes que de paso por allí
agradecían a aquellos la gentileza de dejar abierto aquel pequeño
refugio.
Descargar
la impedimenta por un rato e hincar el diente a unas pocas viandas
repantigados en un viejo sillón casero es algo novedoso y agradable
que nos viene como caído del cielo. Mientras Ramón prepara un
risotto
damos cuenta del aperitivo, un buen trozo de fuet y un queso de cabra
exquisito. El licor de manzana entra demasiado bien y hay que
rebajarlo con agua, no vaya a ser que después entre la niebla de la
euforia alcohólica se nos haga difícil encontrar nuestro camino.
Tras el café y el lavado de la vajilla nos volvemos al camino. Yo
retorno a mi novela, La
mujer desnuda, que ha
dejado de gustarme un tanto desde que la autora empieza a sumergirse
en los minuciosos detalles de sus experiencias sexuales; en muchos
momentos el texto parece hecho expresamente para provocar una
incipiente erección en el lector al que la autora sirve detalle tras
detalle material para llevarlo a un camino sin retorno. Imagino el
proceso de creación de este capítulo y me parece algo excesivamente
simple; yuxtaposiciones una tras otra de imágenes, como a las que
puede recurrir cualquiera que desee proporcionarse un rato de placer.
Esto no es literatura, buena pornografía si se quiere, y desde luego
no uso el término pornografía en sentido peyorativo, pero nada más;
uno podría llenar páginas y páginas destinadas a provocar una
erección o a humedecer una vagina y ser eficaz, que ya es algo, pero
de ahí a disfrutar con el juego de las palabras, el sabor de un
texto capaz de emocionarte, va un largo trecho. Por aquí andaba yo,
la protagonista protegida por el abrigo de un compañero en la
oscuridad de un cine abriéndole la bragueta a un farra y provocando
en éste una especie de colapso donde empezaba a escaparse un grito
apenas reprimido, sus dedos recorriendo la tersa carne de un pene a
punto de reventar, cuando de pronto, plas, el camino desaparecía
bajo mis pies. Leche, me dije, apagando de inmediato el ipod para
centrarme en esta súbita desaparición de la senda frente a mí. Sí,
sin comerlo ni beberlo el camino se esfumaba y volvía a aparecer
treinta o cuarenta metros más abajo, un caminillo de nuevo entre la
hierba. Me asomé, leñe, habría necesitado la escala de Jacob para
aquella circunstancia, y desde luego, algún tipo de grúa para hacer
descender a Vermell y a su cuidador, Dop, por aquel despeñadero. La
cosa, que de seguir como un minuto antes, era probable que hubiera
terminado en una paja sugerida por una lectura que conectara
sugestivamente con mi hipófisis, se desinfló y fue sustituida por
el interrogante del camino a seguir. Aquello era como la proa de un
barco, a cuyos lados, un babor y un estribor que caían a plomo entre
arbustos de boj, no había ninguna posibilidad de pasar. Llegó Ramón
y su séquito, Vermell y Dop a trotecillo lento el primero.
Joder,
los geerres de la leche, soltó asomándose a aquel voladizo
que no había modo de descender más que arriesgando unos pasos de
escalada en altura de unos quince metros.
El
resto fue sacar el gps y rastrear el terreno para buscar un camino
alternativo. La pantallita del gps es ridículamente pequeña para
estas cosas, pero tras diez minutos de dar vueltas con el aparato de
acá para allá logramos hacernos una idea de la situación. Ramón
retrocederá hasta el collado próximo y yo descenderé por la escala
de Jacob para continuar mi trotada por esta especie de lomo
dinosáurico que sube y baja no se sabe hasta donde. Nos despedimos
sobre el balcón calcáreo. Después del salto rocoso de rigor el
camino continúa sin ser amable, los caminos, muy empinados, están
salpicados por pendientes arcillosas en donde parece imposible no
resbalar. En algún descenso no pude evitar dos culazos fenomenales;
en otros el camino rodeaba alarmantemente la ladera asomándose al
vacío; la vista compensaba el peligro de la resbaladiza arcilla, los
campos de flores de la colza volvían a aparecer cubriendo las
laderas del brillante amarillo. Era la segunda vez que contemplaba yo
estos enormes tapices de desvaído dorado brotando de entre los
vecinos verdes con rabiosa fuerza deslumbrona; la primera fue hace
dos años cuando estaba por finalizar el camino Aragonés yendo hacia
Somport, allá después de sobrepasar el pantano de Yesa. Recuerdo
que el contraste que formaban con las nevadas montañas del Pirineo
sobre Sallent de Gállego les daba un aspecto de excepción y belleza
extraordinaria.
Me
había propuesto terminar el semicírculo del GR-220 hasta su
extremidad, pero después de un largo descenso, peligroso por la
inclinación y por la omnipresente arcilla bañada en agua, del
collado a donde llegué el camino arrancaba de nuevo con una
verticalidad tan prominente que me hizo desistir. Volví a mi gps y
escudriñé una manera de acortar mi camino sin necesidad de seguir
subiendo y bajando montañas ad
infinitum. Encontré
una pista que las rodeaba y que culebreaba entre los campos de colza.
Era de nuevo el tiempo de mi novela y la reiterada insistencia de la
autora en servir un material que en determinado momento debió de
surtir su efecto. Por lo demás el campo estaba hermoso a rabiar, la
soledad era muy conveniente y a lo lejos se acercaban poco a poco
unas pocas casitas que correspondían al pueblecito de Lizárraga.
Cuánto
estás aprendiendo, me digo al oído cuando me veo caminar tranquilo
y relajado por entre las cebadas y el cuadro impresionista de los
campos de colza; no tenía una idea muy clara de donde iría a parar
aquel camino, pero daba lo mismo, llevaba todo lo necesario conmigo,
podría dormir en cualquier sitio si llegaba la noche y recomenzarlo
al día siguiente sin más. Muy abajo sonó el teléfono. Ramón y
yo, por caminos diferentes no nos hallábamos más que a siete u ocho
kilómetros uno de otro. Terminamos encontrándonos a las afueras de
una pequeña aldea, en el camino de Monreal, Najurieta. Ramón, que
parece estar siempre de suerte, había tropezado con un paisano en su
camino y éste se había ofrecido a traerle pienso para Vermell a
domicilio en un camino de tierra en las cercanías de Alzórriz. La
confraternidad de los amantes de los caballos es más fuerte que
cualquier otra proveniente de religión o cofradía que se precie. No
es la primera vez que le sucede, gente que a título gratuito se
brinda a llevarle de comer a su caballo allí donde esté se
encuentre.
No
encontramos cobijo posible en estas dos aldeas y al final decidimos
definitivamente hacer nuestro camino hasta Monreal. Llegamos de
noche. Los peregrinos merodeaban por los dos bares abiertos a esa
hora, el pueblo, de piedra y con vetusto sabor a época, se aprestaba
a dar por finalizada la jornada. A Dios gracias encontramos cena en
uno de los bares. Cuando ocupamos nuestro lugar en las literas
superiores en el dormitorio, se celebraba un concierto de ronquidos
en toda regla, aflautados e intermitentes como sugeridoras tonadas
medievales, rumorosos como arroyos discurriendo entre los hayedos y
peñascales, broncos y retadores como mugidos de toros añorantes de
hembra. La música nocturna de los albergues concurridos debería ser
materia para componer una simpática sonata, algo que como las
fotografías o los fragmentos de los diarios de los caminantes sin
duda merecen un espacio en el recuerdo. Asunto que lo confirman por
demás las conversaciones que se producen en el dormitorio a las
siete de la mañana. Esta gente que todavía no ha tenido oportunidad
de coger experiencia en la nocturnidad del Camino y que viene
desprovista de tapones de cera, no sabe lo que le espera. Sí, todas
las conversaciones rondaban la calidad de los ronquidos y las horas
pasadas en blanco. Un grupo de madrileñas se explayaba en el asunto
y me temo que la jocosidad del día anterior que gastaban con
nosotros y especialmente con Ramón, se vio nublada por la mañana
cuando descubrieron que uno de los roncadores causantes de su
insomnio era mi querido caballero andante.
Izco,
03/05/2013
Yo
hubiera querido dormir un poco más, pero, imposible; parece que hay
un horario preestablecido aunque no manifiesto en los albergues que
dice que las seis y media de la mañana es la hora para hacer
imposible el sueño de los otros. Cuando logré despertarme
definitivamente Ramón ya había volado, incluso tenía ya dispuesto
su caballo y sus enseres fuera del albergue, me dijo una de las
madrileña. Ayer habíamos hecho cuarenta accidentados kilómetros y
habíamos caminado hasta las nueve de la noche, así que hoy nos
merecíamos un día de semidescanso. El siguiente albergue distaba
ocho kilómetro, en Izco. Los amarillos campos de colza volvieron a
aparecer como luminosas manchas que vestían el paisaje de la pintura
impresionista más luminosa. El camino volvía a ser sencillo,
llaneante; Vendrell al que llevé de las riendas un buen rato, andaba
pisando huevos en los descensos; Dop, que había visto al dueño
detenerse más atrás, no sabía qué hacer, si seguir a Vendrell o
marcharse con el dueño. Al final pudo en él su papel de guardador
del caballo, en un momento dejó de buscar a Ramón y se volvió
definitivamente junto a nosotros. Campos ondulados, lomas con su
anchos sombreros de niebla, algún pueblecito perdido entre las
mieses, los campos de habas crecidos hasta la rodilla. Izco apareció
frente a nosotros mucho antes de lo esperado. El camino se hizo
excesivamente corto hoy.
1 comentario:
Bonito recorrido el que nos trasladas hoy.
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