Vale
de Lobos, 19 de febrero de 2019
Via
Algarviana. Monchique – Vale de Lobos.
Me lleva tiempo poner orden en mis
cosas esparcidas por toda la habitación con la intención de secarlas.
Anunciaban lluvias pero cuando me asomo por la mañana el sol ya
ha empezado a iluminar los tejados de Monchique. Ha debido de llover por la
noche, las calles brillan de agua. Es una bonita mañana de invierno, templada,
como corresponde a estas latitudes de Iberia, y muy agradable de caminar.
El paisaje ha cambiado respecto a
días anteriores, es más abierto, allá por donde lleves la vista tropiezas con
alguna casa, un prado, un bosquecillo, incluso adorna los alrededores una
discreta montaña toda ella de granito. Sendero que rodea un cerro en cuya cima
instalaron unas grandes antenas y que baja bucólicamente por la otra ladera
rodeado de brezos, retamas y jaramagos, esa flor universal que el principio de
la primavera cubre tantos campos de monte bajo en España.
- Ayer tarde, al fin nuestra perra Gaza dejó de sufrir. Después de marcharse el veterinario mis hijos cavaron un hoyo frente a mi cabaña y la enterraron allí bajo una camelia que vivirá en parte de la vida que le cedan lo restos de nuestra perra, el lugar aproximado donde yo querría que enterraran mis restos cuando muera. Me bastará que pongan, como con Gaza, un rosal sobre mis cenizas. A veces alivia pensar en lo simple que puede llegar a ser la vida. En Occidente armamos tal cirio con esas cosas que vergüenza da a veces, especialmente cuando uno ha viajado un tiempo por India y se ha encontradas las cremaciones junto al Ganges; esa admirable naturalidad con que acogen los ojos de de los indios la muerte, en un escenario urbano donde los chiquillos pueden estar jugando a la pelota, las mujeres recogiendo la bosta de las vacas o los mendigos pidiendo limosna extendiendo su platillo de aluminio a los viandantes ofrecen un ejemplar modo de integrar vida y muerte en un continuum donde se pone en evidencia ese tú a tú que en Occidente pretendemos maquillar inútilmente.
Después de la lluvia el campo
aparece limpio y aseado como si fuera un domingo de los de entonces. Hoy mi
caminata se parece más a un paseo que a otra cosa. Mi cuerpo está descansado y,
repuesto de las fatigas de ayer, el mundo se ve de otro modo. Esta mañana me
acompaña la lectura de El primo Basilio, de
Eca de Queirós. Los primeros capítulos de la novela, cuando el primo de Basilio
regresa de París, vuelven a recordar las tensiones y las cosas maravillosas que
pasan en los individuos cuando entrevén en una mujer, o un hombre, algo que es
capaz de poner en marcha una atracción tras la cual puede empezar a adivinarse
un mundo apasionante e irresistible. Pareciera que todas las historias de amor
fueran semejantes en sus comienzos, el palpitar del corazón, la pérdida del
sueño, el distraídamente confundir el detergente con la masa de harina con que
se hace un pastel. El cuento de siempre, diría algún escéptico, lo que es
cierto, pero que nos sigue gustando, coño, sí, leer en las novelas o contemplar
en el cine, porque acaso representa, cuando se da, una de las cosas más bonitas
que uno puede experimentar en la vida.
En El primo Basilio, ella apareciendo tan encandilada con su marido y
date que éste se va de viaje por motivos de trabajo y llega el primo, con el
que había tonteando algo de jovencita, primo viajero ahora, que ha hecho
fortuna, que se codea con celebridades de París o El Cairo, que con su bigotito
y su aspecto de hombre de mundo, ya ha empezado a hacer soñar a la prima de
parecida manera que en la película de Truffaut de ayer el estudioso de Balzac
se enamora de la azafata en La piel
suave. Y Eca de Queirós, bribón él, que monta el escenario, y que nos deja
a la incipiente enamorada sumida en vapores parecidos a la borrachera, de golpe
se nos pone a hablar, como quien se hace el indiferente, de los pajarillos que
pían en los tejados o de los ruidos de la fragua cercana.
Con El primo Basilio andaba yo cuando en una curva del camino apareció
un caminante acompañado de dos perritos. El primero que me encuentro en esta
decena de días que llevo caminando. Naturalmente procede pararse y pegar la
hebra. Es Pedro, un navarrico recientemente jubilado que ha celebrado la
ocasión, como tantos, comprándose una furgoneta y dedicándose a vagar por el
mundo en ella. Se dirige, me dice, que a un pico que hay por ahí, y señala
vagamente hacia arriba. Se ve que lo mismo le da, que lo que quiere es estirar
las piernas y perderse un buen rato en el bosque. Caminar, que eso sí le gusta.
Mientras su mujer se queda en casa; a ella no le va este tipo de vida. Ha caído
por aquí casualmente, cogió a un chico que iba a una comuna en auto-stop por
algún endiablado camino. Le entraron ganas de quedarse en el lugar, en donde
ondeaban por todos los lados las banderolas budistas, pero al final no se
atrevió, me dice. Era toda gente muy joven, así que aparcó cerca del pueblo de
Marmelete, a donde yo me dirigía ahora, y decidió subir al pico que le quedaba
más próximo.
Marmelete sería el lógico fin de etapa,
pero desde aquí al pueblo siguiente son treinta kilómetros, así que después de
comer me pongo en marcha. Un camino con leves subidas y bajadas que atraviesa
unos montes totalmente sembrados de eucaliptos. Andaba yo pensando que debería
haber cogido agua suficiente para pasar la noche cuando de repente echaron a
ladrar unos perros delante de mí; un poco más allá estaba el dueño que se
dirigía con su mochila a fumigar unos frutales. El hombre, al que veía algo
receloso al principio, cinco minutos después de que llenáramos mis cantimploras
en una manguera de un pequeño huerto, se mostró tan expansivo que parecía
gastar toda la tarde hablándome de asuntos del lugar, unos ladrones que habían
robado esto y lo otro, unos vecinos alemanes que vivían en una casa de más
arriba. Yo sólo me enteraba a medias, pero fue un rato de agradable
conversación. Incluso llegaron a calmarse sus perros, que parecieran al
principio querer comerme enterito. El más bravo era un joven, pero robusto,
pastor alemán. Me hubiera gustado contarle la historia de Gaza, también pastor
alemán, pero no había lengua común en que nos pudiéramos expresar a gusto de
ambos.
Pocos minutos después de abandonar
a aquel hombre y sus perros encontré un lugar en una hondonada a la izquierda
del camino. Andaba yo con la cosa del baile a última hora de la tarde cuando
alzo la vista y me encuentro con una señora que ha dejado la carretilla en el
suelo y me observa como quien presencia un extraño fenómeno en su panorama
habitual; la saludo festivamente y me responde, eso entiendo en mi nulo
conocimiento del portugués, que aquí no puedo acampar, que tengo que marcharme.
Pienso que se habrá ido pero cundo termino de bailar resulta que no, que
todavía está ahí. Subo a hablar con ella, que no puedo estar ahí, que van a
ladrar toda la noche los perros (los perros están chitón correteando de acá a
allá), que va a llamar a la policía; al final al que va a ir llamar es a su
marido. Hace un rato que la oigo cacarear con alguien al lado de su casa. No he
caído aquí por capricho, me gusta dormir en lugares aislados, pero no he
encontrado a esta hora otro sitio a mano.
Ahora tengo que andar con un
cuidado infinito de no hacer ruido para no alertar a los perros. Hace un
momento se me ha ocurrido andar con los cacharros de cocina y enseguida se han
puesto a ladrar todos los perros de la vecindad. Así que chitón, si no quiero
que me den la noche. No son perros de esos fieras con los que a veces tropiezo,
pero…
Voy a ver si ceno un poco y me da
tiempo a ver una película. Con esto del cine va siendo imposible levantarme
antes del alba. Esta visto que no se puede estar a todo.
Vía Algarviana |
3 comentarios:
Cuando regreses Gaza seguirá esperándote, lo siento mucho, se les quiere muchísimo y nos enseñan cosas tan importantes como el amar y no pedir nada a cambio.
Buen camino. Besos
Gracias, Ana. Nos vemos.
oohhh descansa en paz Gaza!!! te echaremos de menos.Un besazo.
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