Santander, 21/03/13
El camino ha dejado de transitar
por el campo campo y transcurre aburridamente por el duro asfalto
aquí y allá. No, no tiene ninguna gracia salir a las cinco y media
de la mañana con el ánimo de familiarizarse con los espíritus de
la noche, con un trocito de misterio, con ruidos que salen aquí o
acullá del bosque y tropezarse con el duro asfalto, además
iluminado; y más adelante encontrarse, cuando éste empieza a bajar
hacia Torrelavega, con grandes chimeneas que desprenden un espeso
humo blanco, que llenan el aire con el fragor de las maquinarias y
del tráfico. En otras circunstancias, visto algo así habría tomado
un autobús y me habría saltado este infame descalabro con que se
tropieza el Camino. El camino es el Camino, me digo, y no sé por qué
pero me obligo a patear montones de kilómetros que no me gustan; no
se lo tengo que contar a nadie ni tengo que hacer méritos, pero mi
particular camino hacia mi Meca casi convierte en tabú la idea de no
hacer trampas. Hasta ahora mis dos trampas son pecados veniales, una
vez que subí en un coche para que me llevara al restaurante más
cercano a kilómetro y medio, y hoy, que tomé el FEVE entre Mogro y
Boo, dos minutos de tren para salvar el río Pas que en esta parte ya
es uno con la ría de Mogro, otro kilómetro y medio no más. Así
que ya contabilizo tres kilómetros en automotores; espero no tener
que expiar con demasiados días de infierno este leve desliz
práctico.
Cuando el ruido del tráfico me
lo permite, esas estrechas carreteras que a veces zigzaguean por las
colinas desde donde se ve el mar tranquilo y de azul profundo, me
sumerjo en la lectura de El largo adiós. Se pueden contar con
los dedos de una mano las novelas policiacas que he leído en mi
vida, pero a Raymond Chandler le podré seguir leyendo siempre con
gusto. El retrato que hace de los polis es siempre genial, irónico,
despiadado, lúcido, inteligente; quizás la trama sea lo que menos
me interesa, y esto dicho de una novela policiaca parece que pudiera
ser un despropósito, pero es así; disfruto con sus argumentos, sus
réplicas, la confrontación de sus personajes, siempre algo
caricaturescos, machos fornidos, listillos, toda esa caterva de gente
con dinero o en posiciones de autoridad a las que tarde o temprano
machaca despiadadamente con el ágil flujo de su pluma. Es por lo
demás el tipo de novela ideal para el camino; te engancha de tal
manera que cuando te quieres dar cuenta el paisaje ha cambiado, las
colinas desaparecido o la nieve que veías sobre los montes del fondo
están ahora en el lejano horizonte casi a tu espalda.
Venía hablando por teléfono
con Victoria desde hacía quince minutos; esa tarifa especial del
operador que tenemos nos permite hablar todos los días el tiempo que
queramos. Cuando llaneo, encuentro una cuesta abajo, a veces la
llamo, o me llama ella a mí, y entonces hablamos durante un buen
rato como si ambos estuviéramos en casa charlando sin prisa con una
taza de café en las manos. Hablábamos y a cien metros se acercaba
un perro. La comunicación seguía abierta...
-¿Ese perro es tranquilo?- le
grito de lejos a un hombre que veo transitar por su jardín empujando
una carretilla; los perros son dos y grandotes, pero a la vista está,
estos perros son buena gente, pacíficos y amables como dos abuelos
que se acercan a ti para con cualquier disculpa contarte las
batallitas de la guerra; enseguida se acercan y se deshacen en
carantoñas. Mientras tanto el caminante y el dueño de los perros,
don Antonio, de ochenta y cinco años, pero como si tuviera setenta y
pocos, un hombre afable que no tarda en tomarme amigablemente del
brazo mientras me enseña los semilleros que estuvo preparando ayer
mismo; mientras tanto ellos han pegado la hebra en torno a la huerta.
Don Antonio vive en Santander, pero viene todos los días hasta su
finca a trabajar durante un buen rato. A él le gustaría vivir aquí,
pero tiene a su mujer que está muy fastidiada y apenas puede
moverse. Ha sembrado berzas, fabes, coles, lechugas y tomates; el
semillero lo ha cubierto con una red para que no se lo merienden los
pájaros. Junto al semillero crece un enorme ejemplar de camelias;
más allá hay todo un talud de hortensias que alcanzan, dice, el
metro y medio. También cría pollitos, en tres meses están para
comérselos; dice que salen casi más caros que comprarlos en la
carnicería, pero no es lo mismo, los suyos saben mejor.
Intercambiamos información, yo le hablo de nuestra huerta. El
teléfono esta en mi mano y Victoria sigue de incógnita nuestra
conversación. Podría haberme quedado allí toda la mañana. Hay
gente con la que el caminante se siente bien, no sabe en qué
consiste pero es así. También él disfruta de este rato de charla.
Voy tomando algunos apuntes de lo que hablamos, quizás también lo
esté haciendo Victoria. Primero del asunto de las camelias, un
arbusto que podríamos incorporar a nuestra parcela, y después de lo
de los pollitos; pensé en hacer un gallinero este invierno, pero
cuando hicimos cuenta de los huevos que consumíamos vimos que no era
práctico; pero esto de los pollitos, sí, me convencía más; así
que ya me veo criando pollitos, pío pío pío. Pollitos, gatos,
perros, peces; sólo nos falta adoptar una o dos cabras, alguna oveja
e incluso (habrá que decirlo muy bajito) podría ser hasta un
caballo (bajito porque en una ocasión Ramón soltó que podría
regalarnos el caballo y, Victoria, que estaba al teléfono soltó un
noooooo larguísimo dando un respingo tal de caerse del asiento.
La entrada en Santander, como
siempre que atravieso una gran ciudad, se me hizo muy larga. El
albergue es un primer piso de la calle Emilio Pino, junto al muelle.
En él están David, el padre, y Mayin, Yonadab y Atta, sus tres
hijos; la mayor tiene dieciocho años, mira sonriente, con los ojos
abiertos de quien está descubriendo todavía el mundo, un mundo un
poco más allá de lo que es su mundo habitual; con ella hablo un
poquito; sus hermanos son más callados. David es un hombre espigado
con el semblante tranquilo de los que eligieron una vida sencilla y
humilde; enseguida encuentro en ellos algo especial que no sé
definir; no me cuadra por demás un padre y tres hijos mayores en el
camino; les comento mi extrañeza y les cuento de nuestros largos
veranos de vagar por el mundo desde que mis hijos eran pequeños. Yo
me he apropiado de la única mesa de trabajo que existe en el
albergue, él se sienta enfrente y poco a poco voy sabiendo de esta
familia. Viven en comunidad con otra gente en las cercanías de San
Sebastián; tengo curiosidad pero procuro medir mis palabras y hago
un largo rodeo para averiguar en qué terreno se mueven. Sus hijos no
han ido a una escuela reglada, aprendieron en la comunidad; el lugar
en donde vive sirve también de albergue. Me ofrece una tarjeta con
la ubicación del caserio. Habla reposadamente, menciona unos
versículos de la Biblia para expresar el espíritu que mueve a la
comunidad: Hechos 2:44 y siguientes: “Todos los que habían creído
estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus
propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad
de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y
partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y
sencillez de corazón”. Hacemos la cena en común. Cuando tomo la
tarjeta que me ha dado para continuar con esta crónica y le doy la
vuelta, me encuentro el logotipo de las Doce Tribus. Espero
encontrar tiempo estos días para familiarizarme un poco con esta
comunidad. El aspecto de esta gente me gusta y, desde luego su vida
sencilla y su economía rudimentaria son un importante punto a su
favor. El presupuesto no les llegaba para pagar los ocho euros del
albergue, he tenido que poner mi rubor en juego para poder echarles
una mano. Todo muy simple y natural.
Me sonrío pensando en el
catalán de ayer en el albergue de Santillana del Mar, un hombre
grueso de carrillos coloradotes que andaba de un lado a otro del
albergue hablando muy alto y que tenía cierta prisa porque quería
ir a misa. Misa no había, decía a su mujer más tarde, pero me he
colado en una de difuntos que daban a las siete; utilizaba ese verbo,
daban, y lo decía como un niño pequeño que ha cometido la
travesura de colarse en una sesión doble de cine de barrio de los
años cincuenta. Árboles de la misma familia pueden dar frutos muy
diferentes; aquéllos que da la cofradía del Vaticano me parecen
insípido y falto de espíritu, como mucho el asunto consiste en
acumular misas o rosarios; y aunque haya buenas personas por todos
los lados, ateos o creyentes de todas las religiones, el hacer de los
parroquianos católicos (no todos), por la penosa historia que
acumulan, por su hacer más centrado en el folklore o en los ritos
que en la verdadera caridad cristiana y sobre todo por su demostrada
insolidaridad con los que sufren y su, a la vez connivencia y apoyo a
los ricos y poderosos; por todo esto no merecen el respeto que sí se
puede tener para aquellos para quienes la humildad y la vida sencilla
son norma esencial.
3 comentarios:
Bonito, si señor
Si te gusta chandler te recomiendo a dashiell hammett, aunque a lo mejor ya lo conoces.
Sí me gusta, leí La maldición de los Dain hace muchos años; además tengo en la lista de espera Cosecha roja, una lista que a veces se hace en esceso dilatada.
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