Don Antonio y la comunidad de Las Doce Tribus





Santander, 21/03/13

El camino ha dejado de transitar por el campo campo y transcurre aburridamente por el duro asfalto aquí y allá. No, no tiene ninguna gracia salir a las cinco y media de la mañana con el ánimo de familiarizarse con los espíritus de la noche, con un trocito de misterio, con ruidos que salen aquí o acullá del bosque y tropezarse con el duro asfalto, además iluminado; y más adelante encontrarse, cuando éste empieza a bajar hacia Torrelavega, con grandes chimeneas que desprenden un espeso humo blanco, que llenan el aire con el fragor de las maquinarias y del tráfico. En otras circunstancias, visto algo así habría tomado un autobús y me habría saltado este infame descalabro con que se tropieza el Camino. El camino es el Camino, me digo, y no sé por qué pero me obligo a patear montones de kilómetros que no me gustan; no se lo tengo que contar a nadie ni tengo que hacer méritos, pero mi particular camino hacia mi Meca casi convierte en tabú la idea de no hacer trampas. Hasta ahora mis dos trampas son pecados veniales, una vez que subí en un coche para que me llevara al restaurante más cercano a kilómetro y medio, y hoy, que tomé el FEVE entre Mogro y Boo, dos minutos de tren para salvar el río Pas que en esta parte ya es uno con la ría de Mogro, otro kilómetro y medio no más. Así que ya contabilizo tres kilómetros en automotores; espero no tener que expiar con demasiados días de infierno este leve desliz práctico.


Cuando el ruido del tráfico me lo permite, esas estrechas carreteras que a veces zigzaguean por las colinas desde donde se ve el mar tranquilo y de azul profundo, me sumerjo en la lectura de El largo adiós. Se pueden contar con los dedos de una mano las novelas policiacas que he leído en mi vida, pero a Raymond Chandler le podré seguir leyendo siempre con gusto. El retrato que hace de los polis es siempre genial, irónico, despiadado, lúcido, inteligente; quizás la trama sea lo que menos me interesa, y esto dicho de una novela policiaca parece que pudiera ser un despropósito, pero es así; disfruto con sus argumentos, sus réplicas, la confrontación de sus personajes, siempre algo caricaturescos, machos fornidos, listillos, toda esa caterva de gente con dinero o en posiciones de autoridad a las que tarde o temprano machaca despiadadamente con el ágil flujo de su pluma. Es por lo demás el tipo de novela ideal para el camino; te engancha de tal manera que cuando te quieres dar cuenta el paisaje ha cambiado, las colinas desaparecido o la nieve que veías sobre los montes del fondo están ahora en el lejano horizonte casi a tu espalda.


Venía hablando por teléfono con Victoria desde hacía quince minutos; esa tarifa especial del operador que tenemos nos permite hablar todos los días el tiempo que queramos. Cuando llaneo, encuentro una cuesta abajo, a veces la llamo, o me llama ella a mí, y entonces hablamos durante un buen rato como si ambos estuviéramos en casa charlando sin prisa con una taza de café en las manos. Hablábamos y a cien metros se acercaba un perro. La comunicación seguía abierta...

-¿Ese perro es tranquilo?- le grito de lejos a un hombre que veo transitar por su jardín empujando una carretilla; los perros son dos y grandotes, pero a la vista está, estos perros son buena gente, pacíficos y amables como dos abuelos que se acercan a ti para con cualquier disculpa contarte las batallitas de la guerra; enseguida se acercan y se deshacen en carantoñas. Mientras tanto el caminante y el dueño de los perros, don Antonio, de ochenta y cinco años, pero como si tuviera setenta y pocos, un hombre afable que no tarda en tomarme amigablemente del brazo mientras me enseña los semilleros que estuvo preparando ayer mismo; mientras tanto ellos han pegado la hebra en torno a la huerta. Don Antonio vive en Santander, pero viene todos los días hasta su finca a trabajar durante un buen rato. A él le gustaría vivir aquí, pero tiene a su mujer que está muy fastidiada y apenas puede moverse. Ha sembrado berzas, fabes, coles, lechugas y tomates; el semillero lo ha cubierto con una red para que no se lo merienden los pájaros. Junto al semillero crece un enorme ejemplar de camelias; más allá hay todo un talud de hortensias que alcanzan, dice, el metro y medio. También cría pollitos, en tres meses están para comérselos; dice que salen casi más caros que comprarlos en la carnicería, pero no es lo mismo, los suyos saben mejor. Intercambiamos información, yo le hablo de nuestra huerta. El teléfono esta en mi mano y Victoria sigue de incógnita nuestra conversación. Podría haberme quedado allí toda la mañana. Hay gente con la que el caminante se siente bien, no sabe en qué consiste pero es así. También él disfruta de este rato de charla. Voy tomando algunos apuntes de lo que hablamos, quizás también lo esté haciendo Victoria. Primero del asunto de las camelias, un arbusto que podríamos incorporar a nuestra parcela, y después de lo de los pollitos; pensé en hacer un gallinero este invierno, pero cuando hicimos cuenta de los huevos que consumíamos vimos que no era práctico; pero esto de los pollitos, sí, me convencía más; así que ya me veo criando pollitos, pío pío pío. Pollitos, gatos, perros, peces; sólo nos falta adoptar una o dos cabras, alguna oveja e incluso (habrá que decirlo muy bajito) podría ser hasta un caballo (bajito porque en una ocasión Ramón soltó que podría regalarnos el caballo y, Victoria, que estaba al teléfono soltó un noooooo larguísimo dando un respingo tal de caerse del asiento.

La entrada en Santander, como siempre que atravieso una gran ciudad, se me hizo muy larga. El albergue es un primer piso de la calle Emilio Pino, junto al muelle. En él están David, el padre, y Mayin, Yonadab y Atta, sus tres hijos; la mayor tiene dieciocho años, mira sonriente, con los ojos abiertos de quien está descubriendo todavía el mundo, un mundo un poco más allá de lo que es su mundo habitual; con ella hablo un poquito; sus hermanos son más callados. David es un hombre espigado con el semblante tranquilo de los que eligieron una vida sencilla y humilde; enseguida encuentro en ellos algo especial que no sé definir; no me cuadra por demás un padre y tres hijos mayores en el camino; les comento mi extrañeza y les cuento de nuestros largos veranos de vagar por el mundo desde que mis hijos eran pequeños. Yo me he apropiado de la única mesa de trabajo que existe en el albergue, él se sienta enfrente y poco a poco voy sabiendo de esta familia. Viven en comunidad con otra gente en las cercanías de San Sebastián; tengo curiosidad pero procuro medir mis palabras y hago un largo rodeo para averiguar en qué terreno se mueven. Sus hijos no han ido a una escuela reglada, aprendieron en la comunidad; el lugar en donde vive sirve también de albergue. Me ofrece una tarjeta con la ubicación del caserio. Habla reposadamente, menciona unos versículos de la Biblia para expresar el espíritu que mueve a la comunidad: Hechos 2:44 y siguientes: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón”. Hacemos la cena en común. Cuando tomo la tarjeta que me ha dado para continuar con esta crónica y le doy la vuelta, me encuentro el logotipo de las Doce Tribus. Espero encontrar tiempo estos días para familiarizarme un poco con esta comunidad. El aspecto de esta gente me gusta y, desde luego su vida sencilla y su economía rudimentaria son un importante punto a su favor. El presupuesto no les llegaba para pagar los ocho euros del albergue, he tenido que poner mi rubor en juego para poder echarles una mano. Todo muy simple y natural.


Me sonrío pensando en el catalán de ayer en el albergue de Santillana del Mar, un hombre grueso de carrillos coloradotes que andaba de un lado a otro del albergue hablando muy alto y que tenía cierta prisa porque quería ir a misa. Misa no había, decía a su mujer más tarde, pero me he colado en una de difuntos que daban a las siete; utilizaba ese verbo, daban, y lo decía como un niño pequeño que ha cometido la travesura de colarse en una sesión doble de cine de barrio de los años cincuenta. Árboles de la misma familia pueden dar frutos muy diferentes; aquéllos que da la cofradía del Vaticano me parecen insípido y falto de espíritu, como mucho el asunto consiste en acumular misas o rosarios; y aunque haya buenas personas por todos los lados, ateos o creyentes de todas las religiones, el hacer de los parroquianos católicos (no todos), por la penosa historia que acumulan, por su hacer más centrado en el folklore o en los ritos que en la verdadera caridad cristiana y sobre todo por su demostrada insolidaridad con los que sufren y su, a la vez connivencia y apoyo a los ricos y poderosos; por todo esto no merecen el respeto que sí se puede tener para aquellos para quienes la humildad y la vida sencilla son norma esencial.

  

3 comentarios:

LuisBasGz. dijo...

Bonito, si señor

Exilio Cósmico dijo...

Si te gusta chandler te recomiendo a dashiell hammett, aunque a lo mejor ya lo conoces.

Alberto de la Madrid dijo...

Sí me gusta, leí La maldición de los Dain hace muchos años; además tengo en la lista de espera Cosecha roja, una lista que a veces se hace en esceso dilatada.